El General Gutiérrez en la madrugada del 25 de Julio de 1797

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en El Día el 25 de julio de 1993)

 

          Aunque la mayoría de los ciudadanos tienen noticia de los hechos ocurridos en Santa Cruz de Tenerife en la noche del 24 al 25 de julio de 1797, no todos son conscientes de la enorme trascendencia que aquellos sucesos tuvieron para la historia de Canarias. En apenas cuatro o cinco horas, desde las 2 de la madrugada hasta las primeras luces del día 25, pudo haber cambiado el rumbo y destino de unas islas apartadas de la metrópoli, mal atendidas y empobrecidas, pero cuyos habitantes no era la primera vez que hacían frente con éxito a ataques enemigos. En todas estas ocasiones, en el hombre isleño -paciente y sufrido en su cotidiana lucha por la supervivencia- afloró el indomable espíritu de libertad e independencia que recibiera como legado de sus ancestros. Por algo dice Rumeu de Armas al referirse a las antiguas Milicias Canarias, que "hay que reconocer y confesar que ningún ejército regional puede presentar una ejecutoria tan brillante de triunfos y acciones militares favorables."

          Pero junto a los esforzados hombres del pueblo que formaban en aquellos cuerpos de milicianos, y que suplían con su empeño el deficiente equipamiento y la escasa instrucción, con sus mandos naturales procedentes de la burguesía y principales familias isleñas, había también otras unidades destinadas a guarnecer las Islas, y los militares profesionales que los conducían. Y por encima de todos ellos estaba la figura del comandante general, que por lo común era personaje de reconocido prestigio.

          Así ocurrió con el que se hizo cargo del mando de Canarias en 1791, el mariscal de campo don Antonio Gutiérrez de Otero y Santayana. Se trataba de un veterano militar -tenía entonces 61 años- cuya carrera se había visto jalonada por destacadas acciones de guerra, tales como la recuperación de Las Malvinas en 1765 y la reconquista de Menorca en 1781, y sería en Tenerife donde el destino le depararía la oportunidad de poner un broche de muchísimos quilates a su trayectoria profesional: la defensa de la plaza de Santa Cruz frente a la escuadra del contralmirante Nelson, la derrota de las fuerzas inglesas de desembarco y, por ende, la salvaguarda de Canarias.

          Hoy, próximos ya al segundo centenario de aquella acción, quede la valoración de la actuación global del general Gutiérrez para trabajos de mayor entidad que el presente, por lo que sólo vamos a referimos a un aspecto concreto de aquellos hechos, que pudo tener consecuencias imprevisibles para el desarrollo de la defensa: su salida de inspección a la playa y muelle de Santa Cruz en la madrugada del día 25.

           De sobra son conocidas las críticas que el general don Antonio Gutiérrez ha merecido por parte de algunos cronistas por su actuación, antes, durante y después del combate. Especialmente virulento es el juicio que Francisco M. de León le dedica en su Historia, y que sólo puede entenderse por desconocimiento de antecedentes y hechos probados o por simple animadversión personal. Lo primero resulta muy extraño en autor tan documentado; lo segundo, imposible, pues el historiador nació en 1799, el mismo año en el que murió el militar.

          No parece este el lugar ni el momento de entrar en detalles sobre aspectos tan manidos de esta historia, tales como no haber querido el comandante general efectuar una completa explotación del éxito cuando las fuerzas inglesas se encontraban acorraladas en el convento de Santo Domingo, junto a la actual plaza de su nombre. Las razones de esta conducta y los motivos que posiblemente tuvo en cuenta para permitir un desenlace tan honorable para los vencidos, están contenidos en varios tratados y han sido estudiados por diversos autores. De cualquier forma, la solución adoptada fue, primero, la que más beneficios podía reportarnos y, segundo, la más honrosa. Permítasenos, no obstante, hacer algunos comentarios de tipo general.

          En el primer caso -en cuanto a ventajas obtenidas-, no hay que perder de vista el compromiso aceptado por los ingleses de no volver a atacar a ninguna de las Islas, lo que casi podría considerarse como un acuerdo bilateral de paz con una nación con la que España, la metrópoli, se encontraba en guerra declarada. Sólo este aspecto de la capitulación del enemigo, con el consecuente ahorro de vidas y pérdidas materiales que suponía -lo que tal vez no haya sido suficientemente valorado hasta ahora-, bien valía dejarles reembarcar con todos los honores y habla bien a las claras de la enorme libertad de acción de que gozaban los comandantes generales del Archipiélago, consecuencia lógica de la apartada situación geográfica y de los precarios medios de comunicación de entonces. Gutiérrez era, como buen militar, un hombre práctico, y no se le ocultaba que si aquella vez se había alcanzado la victoria, difícil seria hacer frente a un nuevo ataque inglés con tropas de desembarco más numerosas y, conocedor ya el enemigo de la topografía de la plaza y sus alrededores y de sus defensas, con la oportunidad de no repetir los errores del primer desembarco del día 22.

          En cuanto a la honra de la solución adoptada, nada nuevo puede aportarse. Es bien sabido que nada enaltece más al vencedor, a la par que nada debe ser más difícil para el mismo, que llevar hasta sus últimas consecuencias la generosidad en la victoria, y esto fue lo que hizo el general Gutiérrez. Además había un antecedente en la recuperación de Las Malvinas, que nos habla del talante caballeroso del militar, ocasión en que también había permitido al enemigo, una vez rendido, su retirada con todos los honores. En el impacto que esta actitud, sin duda inesperada, tuvo que producir en el ánimo de Nelson -consternado, vencido y gravemente mutilado-, y en el auxilio prestado por los tinerfeños a los enemigos heridos, tal vez se encuentre algo de explicación al ofrecimiento que el inglés hizo de llevar él mismo a las autoridades españolas en Cádiz el parte de su propia derrota.

          De las disposiciones tomadas antes y durante el ataque, el copioso apéndice documental de la obra de Lanuza Cano aporta más que suficientes elementos de juicio. No es necesario ser técnico militar para comprobar el número y lo acertado de las medidas ordenadas desde meses antes. Desde la distribución de fuerzas, avituallamientos, salvaguarda de caudales y archivos, transportes, retenes, comunicaciones, hasta detalles que pueden parecer nimios, dan lugar a órdenes y disposiciones dirigidas, no sólo a jefes y oficiales, sino al Cabildo, alcaldes y a cuantos podían colaborar en la organización de una vigilancia más eficaz y en la defensa y mejor protección de los habitantes y bienes de la Isla. Todo indica la excelente disposición para el mando de un experimentado militar.

          Pero la mayor crítica hecha al general Gutiérrez se relaciona con su retirada de la primera línea cuando comenzaba el asalto en la madrugada del día 25, lo que ya entonces produjo una injustificada alarma y comentarios para todos los gustos. Sin repetir aquí cuanto dicen los cronistas sobre este episodio, en cuyas relaciones queda más que probado que al comandante general le sacaron casi a la fuerza y en volandas de aquella situación por el peligro en que se encontraba, sí parece necesario hacer hincapié en algunas apreciaciones.

           Por lo visto, según cuenta Zárate y Penichet, todo comenzó con el ataque del enemigo, puntualizando que al efectuarse el desembarco por la Playa del Muelle "fue forzoso separar de allí a S.E. y llevarlo al Castillo principal, porque despreciando el riesgo quería ponerse al frente, y a la verdad que hubiera perecido si no le obligan a salir de allí a la hora aviada."

           En similares términos se expresan testigos presenciales y cronistas, tales como Cólogan, Tolosa y otros, incluso el mismo León, quien, sin embargo, en el capítulo siguiente al de la narración de los hechos, dedica acerbas críticas a Gutiérrez.

           ¿Hasta qué punto pueden ser justas estas críticas? Dice Monteverde que en su salida iba el general acompañado por el capitán de Infantería don Juan Creagh, el capitán del Puerto don Carlos Adan, el ayudante de la Plaza don José Calzadilla y el primer oficial de la Renta del Tabaco don Gaspar de Fuentes. Por su parte, el coronel don Marcelo Estranio, jefe de la artillería, en su memorial dirigido al Cabildo, asegura que también acompañó al comandante general a su regreso al castillo. Estos son sólo los jefes y oficiales principales que formaban la pequeña comitiva, pues es seguro que irían en el séquito otros subalternos, tanto como escolta como para servir de enlace en caso necesario. Y, muy probablemente, era Gutiérrez, con casi 69 años, el de más avanzada edad.

          No es difícil imaginarse la escena. De dos a dos y cuarto de una oscura madrugada, sin más iluminación que algún farol o hachón encendido que bien pronto habría que apagar para no servir de blanco; desigualdades del terreno por aquellos parajes de acceso al muelle y cercana playa, que dificultarían el paso. De pronto se descubren las lanchas enemigas y comienzan los disparos desde todos los puntos de la costa y, cuando ya parte de los asaltantes habían logrado desembarcar, responden desesperadamente al fue¬go de nuestras fuerzas, mientras ocupan la batería del muelle. Si se considera el itinerario que tuvo que seguir el general con sus acompañantes -oportunidad que nos brinda la magnífica maqueta del Museo Militar de Almeyda- nada tiene de particular, y es muy probable, que por unos instantes el grupo se viera cogido entre el fuego de ambos contendientes.

          El séquito, algunos de cuyos componentes no eran hombres de armas, aconseja retirarse al castillo de San Cristóbal para que se ponga a salvo; invoca la importancia de su seguridad personal como jefe supremo de la Plaza; le conmina, en fin, a regresar a su puesto de mando, donde debe coordinar la operación de defensa. En tales momentos, no sería extraño que alguno pensara más en su propia seguridad que en la del comandante en jefe. Se apresuran, se agolpan en torno a su figura y le ofrecen apoyo o toman del brazo al anciano militar, que aún tiene la sangre fría suficiente, en medio de una situación de sumo peligro, para dar acertadas instrucciones para la defensa al pasar por el «boquete», como se llamaba entonces a la puerta o acceso al pequeño espigón del muelle, en cuyo extremo opuesto, el más avanzado sobre el mar, se encontraba la batería que los ingleses habían tomado.

          El acierto de Gutiérrez consistió en ordenar al Cuerpo de Cazadores que se replegase al mencionado «boquete» y realizase desde allí una cerrada descarga de mosquetería contra el enemigo, que además de producir gran número de bajas hizo que muchos ingleses depusieran las armas, tomándose cuarenta y cuatro prisioneros.

          Algunos combatientes observan la escena en la oscuridad, lo ven rodeado de su séquito, tal vez apoyado en alguno de sus ayudantes, y corre la voz de que el general va herido, y se escucha el grito de "¡que nos cortan!". Al rato, se llega a decir incluso que el jefe ha muerto. Estos momentos de incertidumbre, una vez desalojado el enemigo de sus posiciones, son superados en el transcurso de aquella terrible madrugada. Sólo ha servido el suceso para descubrir algunas conductas pusilánimes; pocas, afortu¬nadamente, pero que tampoco son de extrañar en un combate a muerte en la oscuridad frente a un enemigo temible por su fama, aguerrido y numeroso.

           La reacción del comandante general ante estos hechos, provocados por unos rumores propagados sin fundamento alguno, una vez serenados los ánimos, puede decirse que fue enérgica y sin tapujos. Es conocido el Bando que ordenó publicar, en el que es particularmente significativo su punto tercero, que dice:

                3. Todo Sargento, Tambor, Cavo y Soldado, que en acción de Guerra o disposición para ella, profiriese una de estas voces: Nos cortan. Faltan cartuchos, Allí viene una columna o división, La plaza está rendida, Han muerto al General o a los Gefes principales, podrán ser muertos en el mismo acto...

          No hay que perder de vista que, muy probablemente, más de la mitad, en números redondos, de los 1.500 combatientes defensores no eran soldados profesionales, y muchos de ellos iban en una situación lamentable de equipamiento, algunos sin calzado, y hasta sin armas. En la lucha en el muelle se llegaron a emplear piedras y palos contra los asaltantes y, según el cónsul francés Clerget, testigo de los hechos, hubo soldados provinciales a quienes a falta de fusiles se les entregaron picos. No obstante ello, a pesar de la precariedad de medios disponibles, aquella tropa integrada en buena parte por sufridas gentes del pueblo fue capaz -como se hizo patente aquella gloriosa madrugada- de superar con su arrojo todos los inconvenientes.

           Ya se ha visto lo que a este respecto dicen otros testigos presenciales como Monteverde y Zárate. En cuanto a Bernardo Cólogan, explica que, en la salida al muelle del comandante general, "... luego que se vieron acercar las lanchas, juzgaron sus ayudantes que era el puesto muy arriesgado para su persona y le habían conducido al Castillo principal donde le conceptuaban más en su centro atendiendo a su avanzada edad que no le permitía ejecutar todo lo que su espíritu le dictaba." 

          Más tarde sí que hubo justificada incertidumbre sobre el desarrollo de la lucha en las calles de Santa Cruz -al haberse perdido el contacto con las fuerzas que defendían la zona de la desembocadura del barranco de Santos- hasta que el oportuno informe del teniente Vícente Siera, al regreso de una descubierta, contribuyó a disipar las dudas, pero está claro que la retirada del muelle del general Gutiérrez nada tuvo que ver con hechos que fueron posteriores.

          Es más, en carta que Francisco Fierro escribe el 24 de agosto a Patricio Madam, dice: "Los franceses, al Comandante lo elogian, que a pesar de los años estuvo en el muelle hasta que lo retiraron." Sin duda se refiere a la tripulación del navío francés La Mutine que, como se sabe, luchó junto a los defensores. Es este un juicio interesante, pues responde a una visión de los hechos menos influenciada por el mando directo de Gutiérrez, por lo que posiblemente contenga una apreciable dosis de imparcialidad.

          En cualquier caso, y bajo cualquier punto que se mire, al general Gutiérrez tal vez se le pueda criticar por algunos en otras cuestiones, pero no por la circunstancia de su retirada del muelle en la madrugada del día 25 de julio. Y, mucho menos, puede hacérsele imputación alguna por este hecho.