Sucedió en Afganistán (Cosas que pasan - 23)
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 22 de abril de 2012).
El avión tomó tierra, al fin. “Hace un calor de mil demonios”, pensaba el sargento primero Manuel Andújar Jiménez, especialista mecánico de automoción, nada más pisar la vieja pista de aterrizaje soviética, en la localidad afgana de Qala-i-Naw, donde se asienta la base española “Ruy González de Clavijo”. Manuel Andújar, sargento primero Andújar para todos, Manolo para los compañeros y amigos, nació en el municipio tinerfeño de El Sauzal, hace treinta y cuatro años; se casó con Ángeles, tres años más joven, también sauzalera, hace cuatro; y ambos son padres de una preciosa niña de tres añitos, María. “Me duelen los riñones y la cabeza”, seguía pensando Andújar; “… y vaya viajecito, once horas entre vuelos y esperas en aeropuertos… Se lo tengo que contar a Ángeles, para que se queje de las dos horas y media de vuelo de Tenerife a Madrid, aquel fin de semana que pasamos… ¡Ufff, qué fin de semana, ahora que recuerdo…! Tenemos que repetirlo cuando vuelva; e ir al teatro y a un musical…”.
—¡Manolo, despierta, que estás en las nubes! —le decía su amigo, el brigada Francisco Ramos, Paco para él, especialista de electricidad de automoción.
—Soldado, ¿de qué unidad eres? —preguntó el sargento primero Andújar a uno de los centinelas.
—Del Regimiento de Infantería Soria número 9, con base en Fuerteventura, mi sargento —respondió el soldado.
Atardecía esa jornada de 15 de mayo de 2012. Los treinta y cinco militares procedentes del Mando de Canarias ya cruzaban la pista de aterrizaje camino de la base, a tan sólo cien metros del avión.
La Base de Apoyo Provincial (PSB, del inglés Provincial Support Base) “Ruy González de Clavijo”, mandada por un coronel, está ubicada en el distrito de Qala-i-Naw, en la provincia de Badghis, y acoge al grueso de las tropas españolas y al Equipo de Reconstrucción Provincial (PRT, del inglés Provincial Reconstruction Team) español, al que desde ese día pertenecía el sargento primero Andújar.
Aquella noche, Andújar y todos los recién llegados durmieron de un tirón. A la mañana siguiente, cada cual se hizo cargo de su responsabilidad en su nuevo destino. El tiempo preciso de puesta al día, según el caso, y al tajo. En pocas fechas, cada cual estaba ya hecho a la nueva situación.
Los días se le hacían largos al sargento primero Andújar, a pesar de que en el taller de la base no faltaba trabajo; cada día pasaba un vehículo el imprescindible mantenimiento, cuando no había que reparar alguno averiado o accidentado. En la tarde, al término de la jornada, Andújar se reunía con los mandos más allegados en la cantina. Una partida de cartas o dominó, o una amena tertulia, o ambas cosas, y de vez en cuando un partido de futbolín, ayudaban a pasar los días lejos de la familia. Algunas tardes visitaba el gimnasio y ejercitaba los músculos media hora, más otra media de bicicleta o cinta, en función de qué aparato estuviese libre. Curiosamente, en proporción, muchas más eran las mujeres que los hombres, los visitantes asiduos del gimnasio. Un par de veces a la semana, Andújar, como todos, llamaba por teléfono vía satélite a su esposa o le enviaba el consabido e-mail, contestando al que ella le había remitido previamente. En el último, Ángeles le mandaba fotos de la niña, soplando las cuatro velas en su cumpleaños. “María pregunta mucho por ti, cariño”, le decía siempre, y siempre a Manolo le entraba esa congoja, ese desasosiego, esa nostalgia que crea la distancia abierta entre los seres amados; y para el sargento primero Andújar, lo más importante de su vida le aguardaba en Tenerife, muy lejos de Afganistán.
En cada salida de la base, al rescate de algún blindado español averiado, o de un vehículo de la policía afgana con problemas, Andújar observaba el desolador paisaje urbano que debían atravesar: por la calle de tierra, flanqueada de edificios de una o dos plantas, en estado ruinoso en su mayoría, los hombres, cubiertos con turbante o con el peculiar gorro afgano, deambulaban de un lado para otro, en la atmósfera polvorienta; hombres de tez tostada, de mirada ruda, de gesto brusco tras la espesa barba en su mayoría. Un grupo de mujeres, embutidas en el burka, cruzaban la calle a paso ligero, entre un camión y otro; una de ellas tirando de un niño pequeño que volvía la vista hacia el convoy. “Ese niño tendrá la edad de María”, pensó Andújar. En las ventanas y puertas de algunas casas, colgados de ganchos, se exhibían, para su venta, piezas de vacas y cabras, entre moscas y polvo, y en el suelo las cabezas y patas de los animales. “Vaya panorama”, se dijeron con la mirada Andújar y Ramos. Esa asfixiante tarde de 18 de junio, Manolo escribió un e-mail a su mujer.
“…Esta mañana he vuelto a salir de la base. Esto sí es calor, y no lo que hace en Canarias. Estamos casi a cincuenta grados; dicen que en invierno se alcanzan los veinte bajo cero. Menudo contraste. No me acostumbro a ver a esas pobres mujeres cubiertas con el burka. Cuando se fueron del pueblo los talibanes, parece que se abrió algo la mano, pero al poco se ha vuelto a exigir a las mujeres que no salgan a la calle sin esa prenda espantosa. Algunas de las más jóvenes se atreven a cubrirse con otras prendas menos agobiantes. Aquí la vida de una mujer no vale nada. Y pensar que en occidente aún hay gente que habla de “respetar su cultura”. Pero qué cultura ni que leches. En la tele te impresiona menos, pero cuando las ves en vivo cubiertas con el burka, andando en grupos como fantasmas azules, es otra cosa.
Aún no he visto a ningún talibán, contestando a tu pregunta, pero me ha dicho un teniente de Infantería, un tío muy salao con quien he hecho amistad, que se llama como tu padre, Rafael, Rafael Quevedo, que los ha visto a cientos, y que en más de una ocasión, durante las patrullas de reconocimiento que hacen cada día, han tenido que repeler a tiros más de un ataque de esos cabrones, y que lo que más le jode es que no les dejan, por orden del gobierno, perseguirlos y apresarlos, aunque les acaben de pillar colocando un artefacto explosivo improvisado, vaya, una mina, para que me entiendas, en el camino que transitan patrullando constantemente. Pero tú tranquila, amor mío, que eso pasa lejos de la base, en una zona que se llama el Paso de Sabzak, ya te digo, lejos de la base. Hoy he visto algo que, conociéndote, de verlo tú, no te hubiese dejado dormir en una semana o en dos. Era un anciano ciego; no tenía ojos, pero los párpados los tenía abiertos, parecía que te miraba sin ojos. Se me puso la piel de gallina. En fin, cariño, que ya llevo un mes aquí, y que el tiempo vuela y pronto estaré en casa, dándote la vara con mis manías, que no sabes las ganas que tengo de repetir la noche de despedida; ¡que polvete más bueno nos echamos! Dale un beso a María. Otro para ti. Te quiero mucho, vida mía. Manolo."
—Manolo… —le llamó el brigada Ramos, justo enviando el correo.
—Joder, Paco, que susto me has dado, estaba tan concentrado en…
—Acaban de comunicarnos que se ha producido un atentado en Ludina, al norte de la base, un Lince pisó una mina —dijo Ramos, sin dejarle acabar la frase.
—¡Por Dios… Me cago en la leche que han mamao esos cabrones…! ¿Ha habido víctimas?
—Un teniente y una soldado, que iban delante, han perdido una pierna, otro soldado está herido grave, un cuarto soldado y un intérprete civil sólo tienen contusiones —aclaró el brigada.
—Un día podría pasarnos a cualquiera de nosotros… No quiero ni pensarlo…
—El teniente herido es compañero de promoción del teniente Quevedo, Agustín Gras Baeza, aun un chaval… Acabo de ver a Quevedo antes de encontrarte, y está el hombre muy jodido; parece que son buenos amigos —suspiró el brigada, cabizbajo.
El tiempo transcurría envolviendo en la rutina al sargento primero Andújar. A primera hora de cada mañana, los componentes de la ULOG, en formación, daban novedades al teniente coronel jefe de la unidad; luego del desayuno, cada cual se enfrascaba en las tareas pendientes y en las que llegaban cada día, en cualquier momento. En ocasiones, Andújar observaba un rato cómo los soldados de la guardia de la entrada controlaban el acceso del personal civil de servicios auxiliares. Todos pasaban por el arco detector de metales. Eran hombres y mujeres afganos, y se preguntaba si todos eran amigos o entre ellos habría algún enemigo infiltrado; algún informador de los talibanes. El teniente Quevedo ya le había dicho, días atrás, que el Servicio de Inteligencia había detectado extraños comportamientos de un mecánico afgano, y que, para evitar males mayores, fue despedido pocos días antes de que llegara el contingente canario. Andújar recordó los seis meses que pasó en la base española en Bosnia. Mientras que a nadie en su sano juicio se le ocurriría adentrarse de paseo por las callejuelas de Qala-i-Naw, en Mostar Aeropuerto, lugar donde se asentaba la base española, los militares españoles eran saludados y agasajados por sus habitantes, agradecidos por la labor de reconstrucción de tantos servicios destruidos durante aquella terrible guerra. De la base de Qala-i-Naw o de cualquier otra base afgana, sólo se salía de patrulla de reconocimiento o para auxiliar a vehículos averiados o accidentados, con heridos o sin ellos, y siempre cumpliendo escrupulosamente el protocolo de seguridad establecido.
Era el mediodía del domingo 26 de junio, cuando se dio la voz de alarma. Un explosivo improvisado había estallado al paso de una patrulla de reconocimiento rutinario por la ruta Lithium, al norte de la base; el vehículo afectado fue el Lince que encabezaba el convoy formado por tres blindados Lince LMV y cuatro RG-31. Se confirmó la muerte del sargento Manuel Argudín Perrino y la soldado Niyieth Pineda Marín; un cabo y dos soldados resultaron heridos.
Aquella noche, Andújar no pegó ojo; apenas lo hizo el brigada Ramos, su compañero de dormitorio.
—No dejo de pensar en el sargento Argudín… Tenía mi edad, estaba casado… y deja viuda y dos huérfanos —susurraba Andújar.
—Pobre mujer, cuando le den la noticia —dijo Ramos.
—Y dice el gobierno que aquí no estamos en guerra, ¿entonces qué puñeta es esto? Y a cualquiera de nosotros nos puede tocar… en cualquier salida que hagamos… a cualquiera de nosotros…
—Así es, Manolo. Mejor duerme un poco.
—Parece que la carga del explosivo era muy superior al que reventó otro Lince hace… ocho días… Sólo de pensar que pudiera faltarle a mi hija, ahora… sólo tiene cuatro añitos, Paco… Joder, pobre sargento… Y pobre soldado, una chica joven… Y luego dicen que aquí no estamos en guerra… Joder, Paco, cuantas ganas tengo de estar con Ángeles y la niña… Joder, cuantas ganas…
—Duerme, Manolo; duerme, que mañana será un día jodido.
En la base, la bandera de España ondeó a media asta durante tres días.
Amanecía el 20 de julio, uno de esos días en que las piedras gritaban, achicharradas por el sol afgano. El convoy formado por dos Lince LMV y cuatro RG-31 salían de la base “Ruy González de Clavijo”. Un todoterreno de la policía afgana se había averiado a sólo diez kilómetros al sur de la base española. El teniente Quevedo, en el vehículo de vanguardia, un blindado RG-31, mandaba la expedición; tras él, el cabo primero Zamorano y los soldados Navarro, Sáenz y García, de la ULOG, a las órdenes del sargento primero Andújar, viajaban en un Lince LMV; detrás los demás vehículos.
“Será coser y cantar. Seguro que es una tontería; esos coches de la policía afgana deben tener peor mantenimiento que los bugas de algunos pibes de mi barrio”, decía el cabo primero, chicharrero, un muchacho que siempre andaba bromeando. El sargento primero Andújar no quitaba la vista del blindado de delante. Se había ajustado bien el chaleco y el casco de kevlar, capaces de resistir, a cierta distancia, el impacto del disparo de un AK-47, el famoso Kalashnikova ruso, fusil empleado por los talibanes. Pensaba en qué avería dichosa se iba a encontrar en aquel todoterreno de la policía afgana; en cuánto tardarían en repararlo o en sí tendrían que remolcarlo hasta la base.
—Se está bien dentro de estos blindados; el aire acondicionado funciona que da gusto… afuera, a pleno sol, con tanto pertrecho nos vamos asar —dijo, el sargento primero, a los hombres a su cargo, en tono de broma.
—Una cervecita helada nos tendríamos que haber traído, mi sargento —bromeó a su vez el cabo primero.
“Una cañita fría me tomaba yo ahora con Ángeles y mi niña, en una terracita, a la sombra, allá en mi pueblo… ya queda menos”, pensó Andújar, que sonreía recordando a su esposa y a su hija.
Entonces todo sucedió en menos de un suspiro: El estruendo fue brutal, sobrecogedor; el calor subió como un rayo mortífero de los pies a la cabeza; los tímpanos zumbaron como si un ariete por cada lado hubiese golpeado justo en cada oreja, penetrando hasta el oído interno; el Lince botó como si un resorte gigante lo hubiese impulsado hacia el cielo, como si el blindado de seis toneladas y media de acero fuese un coche de feria de hojalata. Por la mente del sargento primero Andújar, en un segundo, volaron las imágenes de toda su vida. La muerte de su padre; su boda con Ángeles; el nacimiento de María. Andújar fue recuperando la conciencia, que en parte había perdido. Se tocó las piernas; se palpó el pecho y la cabeza; uno y otro brazo. Estaba entero. Sólo sangraba por la boca; poca cosa. Por los conductos del aire entraba humo negro; por fortuna, la puerta del conductor había salido volando y entraba aire de fuera, que le pareció fresco, comparado con el que dentro se respiraba. Luego gritó:
—¡Zamorano, Navarro, Sáenz, García!, ¿están bien? ¡Me cago en la puta! ¿Están bien, joder? —se desesperaba angustiado, mirando tras de sí y a su lado, zarandeando a García, que conducía el vehículo.
—iYo estoy bien, mi sargento! —gritó García, que fue secundado por Sáenz y por Navarro.
—¡Hijos de puuutaaa! —gritó Zamorano.
—¿Estás herido, Zamorano? —le preguntó Andújar, a voces, casi sordo, con los oídos zumbándoles.
—Sí, mi sargento, estoy bien, salvo que me duelen los guevos, ¡coño!… Y qué susto, mi sargento… ¡Joder, qué susto que tengo en el cuerpo!
De súbito se oyeron las ráfagas del inconfundible AK-47. Desde la ladera que bordeaba el camino, a la derecha del convoy, tras grandes rocas, los talibanes disparaban. La respuesta de los infantes del Regimiento de Soria nº 9 fue inmediata. Las ametralladoras de 12’70mm de los blindados hicieron fuego sobre el enemigo. Durante cinco minutos el fuego cruzado fue tremendamente recio. De pronto cesó. El grueso de los talibanes huyó por una vía de escape; detrás dejaron siete muertos. No hubo bajas españolas.
Esa noche, en la base, todos celebraron que nadie resultara herido. Andújar se fundió en un abrazo con los cuatro hombres que iban con él en el vehículo cuyo blindaje les salvó la vida. “Por unos centímetros, el RG-31 que encabezaba el convoy no debió pisar el explosivo improvisado talibán”, explicaba el teniente Quevedo. “Quiso Dios que la carga del explosivo no fuera tanta como en los últimos dos atentados”, decía Andújar al teniente, mientras éste le abrazaba efusivamente. “La madre que me parió, Manolo”, voceó el brigada Ramos, abrazando también a su amigo. A los abrazos y felicitaciones, se unieron los guardias civiles de la dotación que formaba cada día a los policías afganos. El reconocimiento médico confirmó que los cinco afectados por la explosión estaban bien, y que el zumbido de los oídos se iría en unas horas. “Sus hombres y usted, sargento, tienen un Ángel de la Guarda más grande que el de la escultura de la Avenida de Anaga, en Santa Cruz, y no sabe cuánto me alegro”, le había dicho el médico que reconoció a Andújar, un joven capitán grancanario. El coronel jefe de la base y el teniente coronel jefe de la ULOG, junto al teniente coronel capellán, departieron largo y tendido con los supervivientes de lo que pudo haber sido una tragedia más de las sufridas por el Ejército español en Afganistán.
A las 23’45h en Qala-i-Naw, las 19’45 hora canaria, Manuel Andújar llamaba por teléfono vía satélite a su mujer.
—Ángeles, amor mío…, vida mía…, soy Manolo —decía, tratando de disimular la emoción.
—Ya sé que eres tú, cariño. Qué alegría, no esperaba hoy tu llamada… Pero, ¿estás bien, Manolo? Te noto la voz…
—Muy bien, muy bien, cariño… Es que tenía muchas ganas de hablar contigo.
—Y yo contigo, cariño. Pero, dime la verdad, Manolo, algo te pasa, mira que te conozco…
—¿Es que no puedo llamarte cuando te echo de menos…? —Andújar había decidido no hablar a su esposa del atentado; el conocerlo no haría más que angustiarla sobremanera hasta su vuelta, innecesariamente—. Y la niña, ¿cómo está mi niña?; ¿Cómo está María?
—Bien, muy bien; siempre preguntando por ti… Espera, Manolo… Sí, es papi… Te la pongo, cariño, que no me deja, que quiere hablar contigo…
—Paaapiii…
—María, mi niña bonita —decía Manolo, casi sin poder hablar, embargado por la emoción.
María, como siempre, le contó a su padre esas cosas de niños que, aunque no se entiendan del todo, a un padre siempre gusta escuchar. Manolo seguía haciendo un esfuerzo sobrehumano para disimular su emoción.
—Ya está, ya está, María, ya le has dicho adiós a papá veinte veces… Ahora deja que hable yo con él… Cariño, ¿estás ahí? —preguntó Ángeles, sentando a la niña en su regazo.
—Sí, sí, te escucho, mi vida…
—Tengo que darte una noticia…
—Espero que sea buena… Dime, dime.
—María va a tener un hermanito… o hermanita, que aún no lo sé.
—¿Qué? ¿Cómo dices, Ángeles? —decía Manolo, a quien los oídos aún le molestaban.
—Que vas a ser padre otra vez… ¡Que estoy embarazada! —afirmó Ángeles, elevando la voz.
—¿Qué estás… embarazada? —musitó Manolo, ya sin poder reprimir la emoción, ante tan buena nueva inesperada, al término de aquel día, en el que sin duda había vuelto a nacer.
—Cariño… ¿estás llorando?
—Es… la alegría de la… noticia, mi amor; ¡vaya sorpresa!
—La noche de tu despedida, Manolo; aquella noche… Pero no llores, cariño, que me vas a hacer llorar a mí…
Al día siguiente amaneció como otra jornada más en Qala-i-Naw, y los hombres de la base “Ruy González de Clavijo”, militares españoles, hombres y mujeres, padres, esposos, hijos, se ocuparon, un día más, de la formación de los hombres del ejército y policía afgana, hombres que guardarían el orden cuando las fuerzas internacionales abandonaran aquellas inhóspitas tierras.
El veintidós de diciembre, en el Hospital Universitario Nuestra Señora de la Candelaria, Ángeles, aferrada a la mano de su esposo, daba a luz a un precioso niño que pesó tres kilos setecientos cincuenta gramos; se llamaría Manuel, como su padre.
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