La instrucción (Retales de la Historia - 50)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 1 de abril de 2012).

 

          En tiempos pasados se llamaba instrucción a lo que hoy se conoce por educación o enseñanza, y se le añadía el epíteto pública, cuando se impartía en centros estatales o municipales.

          En la última década del siglo XVIII, cuando todavía Santa Cruz era Lugar y Puerto y Nelson aún escribía sus cartas con la mano derecha, su población se repartía entre 3.366 varones y 3.835 hembras, con un total de 7.201 almas, que incluían 334 de la clase de tropa. Horroriza saber que cerca del noventa por ciento de estos chicharreros eran analfabetos, frente a una clase ilustrada de profesionales y comerciantes pudientes que disponía, no sólo de medios, sino de unas adecuadas relaciones que les permitían en cierto modo estar al tanto de las corrientes del pensamiento europeo. Pero hasta se veía como algo inevitable que el pueblo llano careciera de cualquier tipo de instrucción, lo que especialmente incidía en el sexo femenino y la población infantil.

          Por los datos que aporta el alcalde Nicolás González Sopranis en contestación a un cuestionario remitido por el corregidor Joaquín Bernard y Vargas en octubre de 1790, sabemos de la situación en que en esta materia se encontraba por entonces el Lugar y Puerto de Santa Cruz, que como se informaba en el mismo carecía de propios, de fondos públicos, de alhóndiga y de cualquier otra clase de recursos.

          Precisamente por carecerse de fondos no había en aquel momento escuela pública, y eran los religiosos de los dos conventos, regido por los franciscanos el de San Pedro de Alcántara y por los dominicos el de Nuestra Señora de la Consolación, los que motu proprio y como buenamente podían se ocupaban de la más elemental enseñanza de las primeras letras a los niños pobres, que eran los más, aunque no es de extrañar que la mayor parte del tiempo se dedicara a los principios de la doctrina cristiana. Únicamente las familias que disponían de medios contrataban maestros para sus hijos y no había constancia de que se enviara a los niños fuera del pueblo para recibir esta enseñanza de las primeras letras. Sin embargo, para los cursos de latinidad algunos los enviaban a La Laguna e incluso a Canaria, y los más privilegiados a colegios del Norte, es decir del extranjero, donde podían aprender idiomas.

          En cuanto a las niñas, había algunas mujeres que se dedicaban a su enseñanza a cambio de modestas retribuciones, que podían oscilar desde medio real a dos reales, según el grado de adelantamiento de las alumnas. Podemos imaginarnos la clase de instrucción que recibirían estas niñas en una sociedad como la del siglo XVIII.

          El alcalde exponía en su informe que algunas personas habían ofrecido contribuir con sus aportaciones al mantenimiento de una escuela y su maestro, pero dejaba claro que estas buenas intenciones no era posible tomarlas en consideración con vistas a la necesaria continuidad del proyecto, y ponía el ejemplo de lo que estaba ocurriendo con el Hospicio de San Carlos, de acogida de pobres, para el que algunos que venían colaborando en su sustento habían retirado la contribución que hacían. Calculaba Sopranis que para cubrir el gasto de escuela harían falta, al menos, 250 pesos y, en un alarde de optimismo, proponía que fuera el Cabildo el que de los Propios Generales de la Isla señalase 150 fanegas de trigo, que se distribuirían de la siguiente forma: maestro seglar de escuela pública, 80 fanegas; los dos conventos religiosos, 15 para cada uno, 30 fanegas; a dos maestras públicas, 40 fanegas; todo lo cual hacen el total de 150 fanegas. Añadía el alcalde que el párroco contribuía a instruir a los feligreses en la doctrina cristiana la tarde de los festivos, pero no le era posible cubrir otras enseñanzas por las obligaciones de su ministerio.

          No es gratuito tildar de optimista al alcalde Sopranis al pedir al Cabildo trigo por valor de 250 pesos para dotar las escuelas. Poco antes, como consecuencia de un huracán que arruinó parte de la cárcel pública, que había sido hecha con los propios del Cabildo, y que obligó a trasladar a los presos a los sótanos del castillo de San Cristóbal, la máxima institución insular negó su colaboración para la reconstrucción al entonces alcalde Santiago Clemente del Campo, a pesar de que le correspondía hacerlo como titular que era de la misma. Se tardó años en reparar los daños a base de limosnas de los vecinos y acudiendo a imaginativas contribuciones. Por ejemplo, si se decomisaba el pan por falta de peso o deficiente amasado o cocción, una tercera parte era para las reparaciones de la cárcel, otra para los mismos reclusos y la última para el demandante.

          Hay mucho más sobre la instrucción pública en Santa Cruz en los tiempos pasados. Los interesados en esta apasionante parcela de nuestra historia, pueden dirigirse al completísimo trabajo del profesor José Santos Puerto, La casa de la plaza de la iglesia. Historia de los primeros maestros de Santa Cruz (1769-1850).

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