Prólogo al libro de Rafael Zurita Molina "Tenerife con olor a tinta"


A cargo de Luis Cola Benítez  (Febrero de 2003)

  

          Plagiando al infelice Segismundo, desconozco “qué ley, justicia o razón” -más bien creo que sinrazón- ha impulsado al autor de este trabajo a pedirme unas líneas que sirvan a manera de prólogo o introducción. El único motivo que se me ocurre es la amistad con que me honra, y que agradezco, de la que me siento sinceramente orgulloso y a la que siempre trato de corresponder. La verdad es que mi vinculación con el tema de su libro, las Artes Gráficas, se sitúa bastante lejana en el tiempo; tanto, que tengo que remontarme a mis ancestros, aunque es posible que como sin duda le ocurre a él, y como consecuencia de las inevitables leyes de la herencia, algún vestigio de tinta de imprenta corra también por mis venas.

          La cuestión es que Rafael Zurita Molina ha dado a luz un libro. Y lo ha dado a luz, “felizmente”, como se suele expresar en las notas de sociedad, pero sin duda con todas sus consecuencias, dolores de parto incluidos. Porque no es fácil escribir lo que ha escrito: es un libro que trata de cómo se imprimen los libros, de cómo se hacen, así como también los periódicos y todo lo que implica papel impreso, y de las personas que lo hacen posible. Y es tanto lo que ha indagado sobre procedimientos, imprentas, litografías, impresores, que el libro es un auténtico -y ya imprescindible- inventario de esta actividad en Tenerife.

          Pero ocurre que la palabra inventario parece implicar un frío y deshumanizado listado de empresas, sistemas, técnicas, empresarios, gerentes, responsables, maquinistas, cajistas, etc., y... nada más lejos de lo que este libro es. Porque es cierto que se trata de un casi exhaustivo inventario, pero al mismo tiempo -y no sé si ha sido esa su intención- le ha salido un verdadero libro de amor. De amor a una profesión, que es un Arte, a su historia más cercana, que es parte de nuestra Historia, hacia los hombres que la han hecho posible y que han sido y son sus protagonistas. Es decir que junto al dolor del alumbramiento se hace patente, como no puede ser menos, el amor al ser que se ha gestado durante tanto tiempo con ilusionada  esperanza. Y aquí está su gozosa realidad.

          Cita Rafael Zurita a S. H. Steinberg cuando decía que la imprenta logra “propagar la verdad y extender el amor”. Y a W. Wordsworth cuando expresaba que el singular invento posee “el mayor poder para hacer vasto y absoluto el dominio del pensamiento”. A mí me gusta citar a alguien más cercano del que puede decirse que consagró su vida a los libros, Agustín Millares: “Desde que la imprenta pudo arrojar a los cuatro puntos del horizonte el torrente de luz, que de sus máquinas brotaba, el imperio de la libertad quedó asegurado en la tierra”. Pero sea cual sea la referencia que tomemos, lo cierto es que dar la bienvenida a un libro, siempre constituye una grata y venturosa ocasión. El simple hecho de sostener entre las manos un libro nuevo, aún antes de haberlo hojeado es, al menos para mí, una grata sensación plena de ilusión y expectativas. Y a ello hay que añadir, como bien resalta Rafael Zurita en su obra, las indescriptibles evocaciones que pueden llegar a anegarte envueltas en el característico y singular “olor a tinta”. Por todo ello no puedo estar de acuerdo con el autor cuando asimila a los impresores con artesanos y comerciantes en busca de clientes. Al menos no sólo tan simplista definición. La persona que es capaz de transmitir a través del resultado de su trabajo y dedicación, incluso sin haber escrito el texto, tal cúmulo de enriquecedoras sensaciones, responde más al perfil del artista, del verdadero artista, -sublimación del artesano-, que al tiempo de realizar su trabajo deja en él algo de sí mismo.

          A Rafael Zurita le llama la atención, y con sobrada razón, la tardanza que sufrió la llegada de la imprenta a las islas. Desde su aparición en Europa de manos de Gutemberg en 1450, hasta la llegada a Tenerife del primer impresor de Canarias José Pablo Díaz Romero en 1750, son trescientos años exactos de exacta tardanza. ¿Cuáles pueden ser las razones? La primera, naturalmente, la ausencia de demanda motivada muy posiblemente por el analfabetismo generalizado de la mayoría de la sociedad isleña. Sólo un limitado y privilegiado estrato con inquietudes de ilustración personal tenía acceso a los libros, que con el tráfico comercial llegaban a nuestros puertos. Pero precisamente por dicho motivo, por las tempranas relaciones de las islas con las principales plazas europeas, llama más la atención la tardanza en la llegada de la imprenta, cuyos productos llegaban de Flandes, de Londres, de Génova. Llegaban obras de arte, muebles, tejidos... y también libros, pero no las prensas o máquinas para imprimirlos ni los hombres que las pusieran en funcionamiento.

          No puedo entrar a valorar la exposición del autor concerniente a la evolución tecnológica de la imprenta en Tenerife, pues reconozco mi falta de conocimientos sobre dicho aspecto del libro, pero sí que le agradezco los rudimentos de las Artes Gráficas que forman la primera parte de la obra, en lo que creo que coincidirá la mayor parte de los lectores no avezados en la materia. Y algo más hay que agradecer a la casta de Rafael Zurita Molina...

          Esta casta, que lleva en lo más hondo de su ser, que le hace extasiarse ante una rotativa en pleno funcionamiento provocándole muy íntimas reflexiones, y que le lleva a enfocar la personalidad de los profesionales del Arte como seres cordiales, entusiastas de su trabajo, amables y de grato trato, no es más que el reflejo de su hombría de bien, orlada por un tinerfeñismo integral a toda prueba, exento de localismos pueblerinos. La distribución y delimitación geográfica que tan acertadamente impone a su trabajo -Área Metropolitana, Norte, Sur- son buena prueba de ello. Y entusiasmado con lo que en su itinerario con “olor a tinta” va descubriendo, paso a paso, con dedicación y amor, no tiene inconveniente -yo diría que disfruta- en mostrarnos las pequeñas anécdotas, algunas, auténticas interioridades de los talleres familiares o de las grandes industrias, y enlaza el noble oficio de impresor con las vocaciones musicales o hacia las artes plásticas de los protagonistas, o trae a colación, sin que le duelan prendas, a Manuel Verdugo, García Cabrera, Antonio Machado o Gutiérrez Albelo.

          Se trata, en definitiva, de un libro que era necesario, instructivo, ameno y amable, y del que -estoy seguro- aquel gran maestro del periodismo y del patriotismo que se llamó Don Víctor, allá, en la muy alta mesa de redacción que hoy ocupa, debe sentirse satisfecho y orgulloso.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - -