Siempre le había gustado observar a su mujer (Cosas que pasan - 17)
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 5 de febrero de 2012).
Siempre le había gustado observar a su mujer cuando ella no se percataba de ello; como ahora, que la contempla sobre la cama, en silencio, con la tenue luz de la lamparilla de la mesita de noche reflejada en su cuerpo. Ahora la observa, como en tantas otras ocasiones. Contempla su figura como quien disfruta de una obra de arte, embelesado por tanta belleza. La mente le trajo el recuerdo del momento en que la vio por primera vez. La descubrió entre un grupo de mozas en la verbena de las fiestas del pueblo. ¡Cuánto hace ya! Él la vio de espaldas: el castaño cabello, liso y largo, le caía sobre los hombros; la cintura estrecha; anchas las caderas, bailando al compas de la música de la orquestilla. Durante un largo rato recorrió su silueta con la mirada, dibujando con esmero cada una de sus líneas, grabándolas para siempre en su memoria. No necesitó más para sentir por ella el súbito acelerón de sus pulsaciones. Entonces ella se volvió y lo miró fugazmente; pocos pasos les separaban. Pudo ver su rostro: su cara afilada; sus pequeños ojos oscuros; su nariz imperfecta; sus labios carnosos. Aquellos rasgos absolutamente normales formaban el más hermoso rostro. Él se enamoró al instante. Ella se hizo de rogar. ¡Y tanto que se hizo de rogar! Un año de paciente espera, de decenas de ramilletes de flores y multitud de malos poemas de amor.
Él sabe que fue su constancia, su amabilidad, su sentido del humor. Una vez le dijo ella: “Me gusta tanto que me hagas reír, que hasta empiezas a parecerme guapo”. “¡Qué traviesa era ella entonces!”, piensa él, al recordarlo. Ahora vuelve a mirarla… y le llega otro recuerdo, imborrable. La noche de bodas. Un casto beso al encontrarse y otro al despedirse, cada vez que se veían para pasear por la calle principal del pueblo o para ir al cine del pueblo de al lado. Eso era todo lo que ella le ofreció durante el año eterno que duró el noviazgo. Recatada, siempre extremadamente recatada. Pero en la noche de bodas surgió una mujer atrevida y pasional. Muy pasional. Él suspira cerrando los ojos un instante, imaginándola desnuda frente a él aquella primera vez... Y luego fue a mejor. La confianza entre ambos se acrecentó con el tiempo. Ella siguió siendo muy pasional pero más atrevida. Sus juegos lo volvían loco. Cuánto le gusta ella. Cuánto la deseó siempre. La noche de bodas descubrió su cuerpo; el tacto de su piel; el sabor de su boca; su olor. La noche de bodas fue el comienzo del resto de su vida. Nunca ha deseado a otra mujer, ni por asomo, como desea a su esposa. Nunca pensó que pudiese desearse tanto a una mujer.
Con el paso de los años aquella pasión y aquellos atrevidos juegos se fueron tornando en caricias sensuales y expresiones de cariño, en sosegadas manifestaciones de amor. Y él siguió amando y deseando a su esposa, como en la noche de bodas; y siguió admirando su cuerpo, su cintura estrecha y sus anchas caderas. No haber tenido hijos, sin duda, la favoreció. Y quizá, también el no haber tenido hijos los mantuvo siempre tan unidos, tan pendientes el uno del otro. “No tener que compartir tu amor con nadie más que con tu esposa y ella contigo… quizá…“, piensa él, frunciendo el ceño y poniendo morros. “De cualquier forma, no hemos tenido hijos porque no lo ha querido Dios”, murmura él, consolándose.
Él vuelve a mirar a su esposa tendida sobre la cama. Recorre su silueta con la mirada, disfrutando como el primer día, pero sintiendo mucho más amor. Entonces siente mareo, náuseas; le duelen los ojos, los riñones y se siente desfallecer. “Es normal —piensa—, llevo… ¿tres o cuatro días sin comer nada?, y apenas he bebido dos tragos de agua… Además, el olor ya se hace insoportable… Pobrecita mía, quizá vaya siendo hora de decirnos adiós y… llamar… a la funeraria”.