¡Si los cañones habláramos...!

 

Por Emilio Abad Ripoll  (Publicado en La Opinión el 5 de junio de 2005)

 

Gracias a las personas e instituciones que, desde la Milicia y la Política, han hecho posible que el Cañón Hércules haya vuelto a Tenerife.
Gracias a los muchos tinerfeños que se interesaron en el tema, confiaron en los que se afanaban en conseguir el retorno y los apoyaron con palabras o con obras.
Gracias a los escépticos, también bastantes, que dudaban ver algún día al Hércules en Santa Cruz, porque fueron un acicate más en el empeño.
Y gracias, sobre todo, al Coronel de Artillería D. Juan Tous Meliá, cuyo incansable esfuerzo investigador, que tantos frutos ha dado ya en el conocimiento de la historia de Canarias, ha sido absolutamente fundamental para el éxito. 

 

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             Si los cañones habláramos…! ¡Si de mi ánima pudieran surgir esos sonidos articulados con que se comunican los humanos y los que están a mi alrededor pudieran entenderme…!

            Pero, quizás no lo sepa nadie, los cañones sí podemos recordar…

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           Habían pasado bastantes años desde que, convertido en un hermoso cañón, yo, que durante algún tiempo sólo había sido un pedazo enorme de metal, salí de la fábrica. Ya era un veterano en las disputas entre los hombres y había recorrido media Europa guerreando cuando, sin saber por qué, me encontré en la bodega de un barco y, durante muchos días, me meció un extraño balanceo, tan distinto de aquellos dificultosos movimientos por los caminos europeos, a veces enfangados, otras rocosos, pero que tanto daño ocasionaban a las ruedas y los ejes de los montajes que transportaban mi enorme cuerpo y tanta fatiga causaban a los hombres encargados de mí. Barrancos, ríos, cuestas empinadas e impenetrables bosques habían quedado atrás; pero, ¿hacia donde se dirigía aquel buque?

          Una mañana -como todos los viejos me acuerdo muy bien de lo sucedido hace mucho tiempo- allá por 1565 ó 1566, me desembarcaron, con bastantes dificultades, eso sí, pues peso mucho, y con similares trabajos me asentaron en un sitio que llamaban la Fortaleza y que supe luego que era la principal defensa -en verdad que muy humilde al compararla con lo que uno había visto por Europa- de un pequeño lugar y puerto que llevaba el nombre de Santa Cruz de Tenerife. Me gustó aquella denominación, aunque mi alma metálica no podía entonces ni imaginar cuanto tiempo habría de permanecer allí. Pocos años después me trasladaron de nuevo, y sobre una hermosa cureña, a una nueva instalación: el Castillo Principal, que otros decían de San Cristóbal.

          Y allí, orgulloso sobre mi montaje, admirado por mis artilleros y por las sencillas gentes del pueblo, siguió discurriendo mi vida. Mi boca, dirigida al levante, aspiraba día y noche la brisa marina que humedecía aquellas fauces que en otras ocasiones enrojecieron y casi se resquebrajaron por culpa de aquel fuego que me obligaron a vomitar junto a grandes bolas de hierro; todas las mañanas veía salir el sol desde el fondo del mar, contemplaba como superaba el celaje de las nubes bajas y sentía como calentaba mi poderoso cuerpo -por algo me bautizaron Hércules-,  aquel tubo de bronce forjado tan lejos (también recuerdo el lugar de mi nacimiento: Malinas, ciudad de Flandes famosa por sus encajes… y sus cañones; según he oído, y aunque suene a inmodestia, en mí se conjugaron ambas artes). Durante mucho tiempo, las recias y ásperas manos de los artilleros, que no conseguían, sin embargo, hacerme ni unas ligeras cosquillas, me limpiaban a menudo, me aceitaban y me mantenían a punto por si algún día hacía falta, de verdad, mi concurso, pues hasta el momento, los piratas que navegaban aguas canarias, conociendo mi existencia, se guardaban muy mucho de acercarse a Santa Cruz.

          Y falta hizo. Una mañana de 1657, tampoco en esto me falla la memoria, contemplé el pavoroso espectáculo de 10 ó 12 barcos españoles ardiendo en aquella bahía ya tan querida, en la que normalmente se balanceaban pequeños botes de pesca  y grandes navíos procedentes o en dirección a las Américas y otras partes del mundo. Aquel día, más de treinta buques enemigos -recuerdo haber escuchado varias veces entre maldiciones la palabra Blake- comenzaron a tirar contra nosotros, y digo “nosotros” porque yo ya era uno más de aquel pequeño pueblo de pescadores, de aquel rinconcito de España; pero, como cañón que era, tenía la responsabilidad y la obligación de defender a aquellos hombres y mujeres que tantas veces veía pasar a mi vera, y  a los niños que jugaban, cuando se lo permitían, a cabalgar a lomos de mi tubo.

          Pero a fe que los artilleros y mis camaradas -cañones, culebrinas, bombardas, pedreros, morteros,…- cumplimos con nuestro deber. Sentí arder otra vez mis entrañas, como hacía ya más de cien años en Breda y San Quintín (creo que se llamaban así aquellos escenarios de tremendas batallas en las que participé en mi juventud). Noté que, después de varios disparos, del interior de mi cuerpo se desprendían partículas de mí mismo, arrastradas por las balas que dirigía a los barcos enemigos, y cómo los artilleros intentaban con rápidos cuidados aliviar mi tormento; pero nada me importaba: yo quería seguir sufriendo, si ello suponía rechazar a aquellos osados que alteraban la paz de mis gentes. Eran muchos barcos con muchos más cañones que los que nosotros podíamos oponerles, y, sin embargo, a las tres horas de que de mi boca hubiera salido el primer recuerdo que les envié, ya sólo vi sus popas perdiéndose en el horizonte y me regocijé al comprobar que más de uno navegaba renqueante y maltrecho por culpa de nuestras descargas. Mi ardor interior se fue calmando; noté que las manos de los artilleros y de otras personas que no conocía me palmeaban y, tengo que reconocerlo, su contacto me agradaba y su alegría, contagiosa, me llegaba a lo más recóndito de mi alma, a ese sitio que llaman la recámara.

          Y seguí mi vida “de guarnición”, esa vida también heroica porque el mero hecho de “estar en mi puesto” y “estar dispuesto” era una garantía de paz para mis hermanos humanos tinerfeños. Pero ahora no duró tanto la tranquilidad. Otro británico, Jennings, vino en 1706 con las mismas aviesas intenciones que Blake y con una poderosísima flota que, lo sé de buena tinta, montaba 800 cañones. Y así como en el primer caso fui uno más, importante, eso sí, entre mis camaradas de hierro y bronce que batimos a los ingleses, ahora, contra Jennings, mi papel fue fundamental, porque yo, el único cañón de a 36 que existía en las baterías de la Plaza, demostré a los que querían invadirnos que mi alcance era tal que no podrían ponerse a una distancia eficaz de Santa Cruz para bombardearnos con tranquilidad, pues ninguno de sus cientos de cañones podía comparárseme. Y tras pasarse un día entero pasando y repasando frente al muelle, pensando y repensando alguna artimaña para anular mi potencia, dieron media vuelta… y como sus otros compatriotas se perdieron en el horizonte.

          Más los años no pasaban en balde. Mis doscientos años de servicio, las campañas europeas y las actuaciones en Tenerife habían dejado profundas huellas en mi interior. Creo que hacia 1743 oí decir que me encontraba de mediano servicio. Según ellos ya no era tan eficaz, aunque yo, sin quererlo de manera absoluta por el peligro que podía correr mi pueblo, de vez en cuando deseaba que surgiese una nueva ocasión de demostrar lo que valía un veterano. Pero esa ocasión no llegó. Y otro aciago día me dictaminaron unas importantes heridas en mi ánima (¡escarabajos llamaban a mis cicatrices!). Y me descabalgaron de la cureña, mi vieja amiga, y me tendieron cuan largo soy en el suelo, mis más de cuatro metros en tierra en la explanada del Castillo de San Cristóbal. Y allí quedé como centro de reunión de desocupados y asiento de posaderas, un tanto humillado y, al igual que otros ancianos, sintiendo el bendito sol tinerfeño que, más de una vez, me hacía rejuvenecer. Entonces, en aquellos momentos, rumiaba que era absurdo que me encontrase en tan amarga situación. De acuerdo con que ya no era tan resistente, ni tan rápido para el fuego como aquellos cañones jovenzuelos que veía apostados en las troneras del Castillo, ¡pero yo aún podía ser útil, pues mi alcance era muy superior al de ellos! ¿O no lo había demostrado ya? Pero como los cañones no podemos hablar… 

         Siguieron los años, y cuando se iba a acabar el siglo XVIII, concretamente en 1797, rumores de un posible nuevo ataque británico (¿no iban a escarmentar nunca?) hicieron que concibiese vanas esperanzas. Notaba una inusitada actividad a mi alrededor, se acumulaban grandes cantidades de balas y de pólvora y se incrementaba la duración y la intensidad de la instrucción de los artilleros. Nuestro Comandante General, por si no lo saben les diré que se llamaba Gutiérrez, celaba que todo estuviese preparado, y buena prueba de ello eran los correos que, a caballo, entraban y salían sin cesar del recinto militar. Con rubor he de confesar que mi contribución a lo que se avecinaba no fue más que la de dar reposo a las nalgas de aquellos ajetreados jinetes.

          Me fui enterando de que un tal Horacio Nelson, que luego supe que llegó a ser muy famoso, se había empeñado en ocupar Santa Cruz y que, tras un frustrado desembarco, posiblemente lo intentaría de nuevo en fuerza contra el centro de la población, justamente por ambos costados de mi Castillo. Y, efectivamente, tal como había pronosticado nuestro Jefe, así ocurrió. Recuerdo aquella horrible noche del 24 al 25 de julio de 1797, cuando, inerme, oía el intenso cañoneo, sentía la tierra estremecerse, notaba el olor a pólvora infiltrarse hasta lo más profundo de mi cuerpo… ; y yo estaba allí, tirado y abandonado como un trasto inútil. ¡No es verdad! Yo estaba con ellos, con mis camaradas de siempre y, pasase lo que pasase, seguiría su suerte; y por mi Santa Cruz, y por mi España, deseaba sentir de nuevo como me cargaban y como me apuntaban; notar otra vez la  primera quemadura en el grano de fogón y aquel desgarramiento que precedía a la salida de la bala. ¡Ilusiones que no se cumplieron! Pasó la noche, vi entrar los parlamentarios ingleses, oí las voces de alegría de los nuestros y los lamentos de los heridos, nuestros y de ellos… hasta que yo, el más grande, pero también el más humilde y olvidado de los cañones de Santa Cruz, contemplé el gozo de la mañana de la Victoria.

          Aquel mismo día, el 25 de julio, cuando todo a mi alrededor era alegría, tristemente me resigné a mi suerte. Habían vencido los míos, y sin mí, luego tenían razón los que ya me habían apartado del servicio activo. Pero días después la situación giró 180 grados, porque una mañana del inmediato agosto un joven capitán de Artillería alejó de mi alrededor a ociosos y fatigados, y, junto a varios artilleros y otros paisanos, comenzó a pasarme un nuevo y profundo reconocimiento. Tras varias horas en que me dominaba la inquietud, cansado de sentir como me hurgaban el interior una y otra vez, el dictamen fue que, aunque me encontraban viejo y achacoso -inútil osó decir alguien-, aún podría disparar algunos tiros (eso sí, concediéndome un cuarto de hora de descanso entre dos consecutivos). Y como mi cuerpo de bronce aún podía aguantar el tormento del fuego interior y la amenaza de invasión inglesa persistía, se decidió encabalgarme de nuevo.

          Me hicieron una nueva cureña, no tan buena como las primeras que tuve, pero no era cuestión de pedir gollerías, porque lo importante era que volvía a estar en activo, que de nuevo podría ser una amenaza para quienes osaran acercarse a nuestras gentes y sus casas,… a mi Santa Cruz, que, por cierto, desde aquella época empezó a llamarse “Santa Cruz de Santiago de Tenerife”. Y no hace falta que le dé muchas vueltas. Otra vez fui feliz.

          Cuando el siglo XIX cruzaba su meridiano, cesó definitivamente la actividad para mi cansado cuerpo. Habían pasado ya más de 300 años desde que, poderoso y ufano, había salido de aquella fábrica flamenca, y eso es mucho hasta para un cañón tan robusto como yo. Me descabalgaron de nuevo, perdí la noción del tiempo, viajé en barco y en carreta, y un olvidado día llegué a Madrid. Allí me colocaron entre viejos camaradas, en un Museo enorme, cuando corría el año 1876. Y entre ellos he permanecido hasta hace pocas semanas. De vez en cuando me han exhibido por España, como lo que dijeron de mí que era: El cañón más precioso del mundo, aunque la mayor parte de este siglo y cuarto largo lo he pasado sobre unos soportes de cemento, en una gran sala llena de cañones y sintiendo la nostalgia del sol y del aire de Tenerife, rememorando mis andanzas y mis hazañas, como cualquier otro viejo, recordando los casi 300 años frente al mar, en los que mi presencia fue firme garantía contra ataques y mis intervenciones se convirtieron en seguros daños contra los enemigos. Pero sobre todo, insisto, añoraba Tenerife, convencido de que jamás regresaría a sus tierras y con sus gentes.  Porque, ¿quién iba a desear volver a ver a un viejo como yo?,  ¿quién se acordaría ya de mí?

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          ¡Si los cañones lloráramos, hoy lo haría de felicidad! 

         Acabo de atravesar las puertas de un Fuerte que llaman de Almeyda. ¡Si les pudiera contar lo que siento! De prisa y corriendo me sacaron de Madrid, viajé en no sé que extraño artefacto que camina sobre finas vigas de hierro, y luego, en mucho menos tiempo que el que recordaba que duró mi viaje anterior, el rumor del mar, la brisa salada y el graznido de las gaviotas se colaron por los resquicios de la caja que me protegía de los avatares de un largo viaje. Recordé entonces que en mis profundas meditaciones, y en los últimos tiempos, había escuchado varias veces la palabra Tenerife, pero yo lo había achacado a extraños virajes de la mente. Mas cuando volví a notar la ya olvidada oscilación del barco, el eje de muñones se estremeció y la recámara me dio un vuelco. ¿Sería verdad? 

         ¡Y es verdad! Lo tantas veces soñado se ha cumplido: estoy ¡¡otra vez!! en Tenerife. Acaban de liberarme de telas, cartones y maderas y he sentido el primer soplo de la brisa -alisio lo llaman aquí- sobre mi vieja piel. He vislumbrado unos montes oscuros que durante tres siglos tuve a retaguardia; hay mucho más ruido que entonces, mucha más gente que entonces, pero estoy seguro: ¡Esto es Tenerife!

          Aguzo el oído, lo que los entendidos llaman grano de fogón, y escucho que he vuelto para quedarme para siempre, en otro Museo, donde mi viejo camarada, el Tigre, el del famoso zarpazo a Nelson, y yo seremos “las joyas de la Corona”; donde los tinerfeños vendrán a pasar sus manos por mi cuerpo, como lo hacían aquellos artilleros que fueron sus antecesores, y admirarán mi fortaleza y los resaltes que me adornan; y donde los niños, como los de antaño, volverán a jugar a mi alrededor y soñarán con las hazañas que sus tatarabuelos, y yo, y mis camaradas, realizamos hace ya tantos años. Y en mi nueva y definitiva cureña quedará bien demostrado, modestia aparte, que he sido, y soy, el cañón más precioso del mundo.

          ¡Si yo tuviera voz para contarlo!

          ¡Si los cañones habláramos…!