Sospechas infundadas (Cosas que pasan - 2)

Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 9 de octubre de 2011)

          Hace unos días, un buen amigo, sufridor propietario de un supermercado de un popular barrio de Santa Cruz (cuyo nombre omitiré, por petición de mi amigo), me contó esta singular anécdota:

          Un caluroso lunes de este agosto pasado, como todos los lunes, miércoles y viernes de cada semana, desde hacía muchos años, doña Candelaria, entró al supermercado a primera hora de la mañana. Octogenaria ya, doña Candelaria es una mujer amable y cariñosa con sus vecinos, y respetada y querida a sus vez por todos ellos. Mujer menuda, de andares todo lo elegantes que sus cansados huesos le permiten, ofrece una mirada viva y una perpetua sonrisa. Decían que de joven había sido muy bella, y cortejada por muchos hombres -me apuntó Manolo-. Aunque ella sólo tuvo un amor: Juan Alberto, profesor de literatura y afamado poeta, del que enviudó hace ya quince años.

          -Buenos días, Manolo -saludó la anciana a mi amigo, que, como siempre, atendía la caja registradora, mientras su esposa, Lola, se ocupaba del mostrador de frutas y verduras, y el de quesos y embutidos, ambos contiguos y situados a la derecha de la entrada al establecimiento.

          -Buenos días, doña Candelaria -contestó al saludo mi amigo Manolo.

          -Buenos días, doña Candelaria -repitió Lola, alargando el cuello para dejarse ver por la anciana, que en ese momento retiraba de la fila de una docena de carritos el primero de ellos.

          La anciana inició su habitual recorrido por el local rectangular (de unos ciento cincuenta metros cuadrados), introduciendo en el carro el paquete de fideos, el bote de tomate frito y la lata de piña en almíbar; generalmente poca cosa. Siempre dejaba para el final el paso por la frutería, donde entablaba conversación con Lola mientras ésta le atendía. Pero esa mañana Manolo notó extraña a doña Candelaria. Parecía nerviosa, inquieta. En dos ocasiones que la observó dirigirse hacía la frutería, ella retrocedió sobre sus pasos, entreteniéndose en el fondo del autoservicio sin motivo aparente, donde no alcanzaba la vista de Manolo ni la de su esposa.

          El hombre se intranquilizó. El matrimonio cruzó sus miradas. Él frunció el ceño y ella se encogió de hombros. No podía creer mi amigo Manolo que su clienta más antigua y querida estuviera ocultando algo entre sus ropas. En aquel fondo alguien había estado robando tabletas de chocolate últimamente, y no había logrado cazar al sinvergüenza. Se negaba Manolo, siquiera a suponer, que fuese la buena de doña Candelaria la autora de aquellos robos. ¿Y si así fuese? Sería incapaz de desenmascarar a la anciana. Manolo se sintió fatal. No obstante, se acercó sigiloso hasta dónde se encontraba la vieja clienta.

          Escondido tras la esquina de una estantería distinguió la parte delantera del carrito, no se atrevió a asomarse más. Entonces, de súbito, escuchó lo que sin duda era un largo y amortiguado pedo y, a continuación, el aliviado suspiro de la anciana mujer.

          De puntillas, Manolo, aguantando la risa, y tan aliviado como su apreciada clienta, retrocedió hasta la caja registradora. Ya desde allí hizo señas tranquilizadoras a su mujer, que lo miraba expectante. Por fin vio a doña Candelaria, sonriente, dirigirse a la frutería, y charlar con Lola mientras ésta le despachaba la fruta, hortaliza y verdura habituales.

          -Bueno… ¿Y que tal se encuentra hoy, doña Candelaria? -inquirió Manolo, amable y cariñoso, con la feliz sensación de haberse quitado de encima una carga tormentosa y desagradable, mientras la anciana colocaba la compra en la cinta de la caja.

          -Bien, mi niño, bien… Bueno, un poquito molesta del vientre sí que estoy… pero, gracias a Dios, por lo demás bien, Manolo… para qué nos vamos a quejar -afirmó doña Candelaria, esbozando su inigualable y casi perpetua sonrisa.