Tsunami en Tenerife (Retales de la Historia - 22)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 4 de septiembre de 2011).
Es evidente que Tenerife es, en su conjunto, un volcán. Un eminente volcán, que alcanza la máxima altura del territorio nacional, y que es todo un símbolo para nuestras gentes por su incomparable valor geológico, estético, paisajístico y ecológico. Cualquier parte o zona de Tenerife, exceptuando tal vez los más antiguos macizos de Teno y Anaga, constituyen los cimientos, la base de la estructura del Teide.
Por tanto, debe admitirse que estamos sometidos al destino que nos pueda deparar las inescrutables leyes a que están sometidos los magmas, las placas tectónicas y las fallas geológicas. Así ha sido a través de los tiempos y así seguirá siendo. En consecuencia, no nos son extraños los movimientos sísmicos de mayor o menor intensidad, que de tarde en tarde nos recuerdan dónde estamos, pero lo que es menos frecuente, y casi nadie recuerda, es que alguna vez Tenerife ha sufrido los efectos de un tsunami, ola gigantesca de inesperados y catastróficos efectos. Cierto es que la última vez que así ocurrió fue hace muchos años y el aciago episodio yace casi olvidado en la memoria colectiva.
Es posible que el fenómeno estuviera relacionado con el famoso terremoto que destruyó Lisboa en noviembre de 1755, con epicentro en la zona de las Azores, acompañado de gigantescas olas cuyos destructores efectos también se sintieron en toda la costa atlántica peninsular y norteafricana.
El litoral portugués, Huelva, Cádiz –donde su acción fue devastadora–, y las poblaciones costeras de lo que hoy es Marruecos, sufrieron las consecuencias de un impresionante e inesperado tsunami que asoló gran parte de aquellas tierras.
Un par de meses más tarde, tal vez réplica del anterior terremoto o por el asentamiento de las placas afectadas, se detectó un temblor de tierra, al parecer no demasiado intenso, que se sintió en La Laguna y otros pueblos, sin que se tenga constancia de que se notara en Santa Cruz. A continuación, en la misma mañana, y especialmente en las costas norteñas de la isla, pudo observarse el extraño e insólito fenómeno consistente en que el nivel del mar se retiró y dejó una ancha franja en seco, que se estimó en un cuarto de legua. Puede parecer una exageración –más de kilómetro y cuarto–, pero así lo narran las crónicas de la época, que insisten en que era algo que jamás se había visto, resultando aún más asombroso lo que ocurría ante lo apacible de los vientos y la calma del mar, sin que se observara temporal alguno.
Pero la cosa no quedó así. Una vez cesó la retirada del mar, volvió en sentido contrario hacia tierra, pero lejos de detenerse al alcanzar su nivel habitual, continuó avanzando tierra adentro casi tanto como antes había menguado. Según nos cuenta José de Anchieta y Alarcón, refiriéndose lógicamente a las zonas costeras que tenía más cercanas a La Laguna, Bajamar, Tejina, etcétera, el pánico cundió entre los habitantes de aquellos pueblos, que huyeron a la carrera tierra adentro, tratando de alejarse todo lo posible del avance del mar. Unos religiosos de la zona iniciaron públicas plegarias, llamando a la penitencia y arrepentimiento ante el castigo que al parecer representaba la inminente inundación de la isla.
Aunque se carece de datos sobre los daños causados por el tsunami, tuvieron que ser incalculables en todas las zonas costeras, además del temor e incertidumbre que tuvo que anegar el ánimo de los habitantes afectados por tan insólito fenómeno.
Es cierto que en este año 1756 todo no fueron desgracias y que alguna buena noticia llegó también para los vecinos de Santa Cruz. Una fue la resolución sobre la venta de vinos, después de veinticinco años de pleito, que finalmente se falló a favor de los vendedores locales. Otra fue una Real Cédula que disponía que el importe de las doce toneladas de permisión a las Indias se dedicara a los gastos del Hospital de Desamparados de Santa Cruz, en lo que mucho tuvo que ver la eficaz intercesión del general Antonio Benavides. También otra R. C. por la que se ampliaba el tope de 300 ducados en que podía conocer el alcalde del Lugar y Puerto, que lo era entonces el importante comerciante Francisco Javier de Lima Pereira y Ocampo.
Pero tampoco todo fueron buenas noticias. El año siguiente se sufrió otro terrible tsunami en forma de invasión de langosta berberisca que asoló los cultivos y todo lo verde que cubría los campos. Las consecuencias fueron la hambruna, la pobreza y la enfermedad, que se cebaba en los más desvalidos, a pesar de los esfuerzos del Cabildo y demás autoridades en la lucha contra el insecto. Como consecuencia, poco después el Cabildo se vio obligado a certificar que no había existencia de trigo ni en la ciudad, La Laguna, ni en Santa Cruz. Por si era poco, los mares de leva arrasaron la cabeza del muelle de Santa Cruz.
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