Una gesta olvidada de la Historia de España

 

 

Una gesta española en suelo isleño que los historiadores británicos han tratado de ocultar

 

 

Por Jesús Villanueva Jiménez   (Publicado en Canarias 7 el 24 de julio de 2011)

         

 

          Era la 1:30 de la madrugada del 25 de julio de 1797 cuando el contralmirante Horatio Nelson, jefe de la escuadra británica, alcanzando la costa de Santa Cruz de Tenerife, alzó la diestra esgrimiendo el sable recién desenvainado, a la cabeza de sus hombres. Miró tras de sí. Una veintena de lanchas de desembarco aún le seguían. Al cúter Fox, sobrecargado de marineros y marines, de pertrechos y munición, lo engullían las aguas luego de ser alcanzado de lleno por el fuego de los cañones españoles. La noche no le permitía vislumbrar las bajas ocasionadas en los otros botes por el incesante fuego de mosquete que llegaba de la arboleda sobre la playa y de la fortaleza, y especialmente del cañón que barría la orilla. Pero sí pudo ver sobre las tablas de su bote, malheridos o muertos, a un tercio de los cuarenta hombres de su dotación. Apretó los dientes. Se abrió paso entre dos cadáveres, y alcanzó la proa. Alzó más aun el brazo armado y gritó: “¡Adelante!”. Entonces apreció de soslayo el resplandor del maldito  cañón y sintió un golpe terrible en el codo. El sable cayó a sus pies. El dolor era insoportable. Se miró el brazo herido: la metralla le había destrozado el codo. Cayó de rodillas. Dolor, náuseas y desesperación. Oscuridad y silencio.

          No llegó a pisar Nelson tierra española en esa batalla, la única derrota de su carrera militar. Todo había empezado a gestarse cuando Nelson informó al almirante John Jervis, jefe de la flota del Mediterráneo, en carta fechada el 12 de abril de 1797, de la presencia del virrey de Méjico en Santa Cruz de Tenerife, donde custodiaba una partida de oro valorada entre 6 y 7 millones de libras. La Armada española se encontraba bloqueada por la británica en la bahía de Cádiz, tras ser vencida el 14 de febrero en el cabo de San Vicente. La intervención de Nelson fue decisiva para la victoria, lo que motivó su ascenso a contralmirante. Se sentía exultante y las circunstancias no podían ser más favorables, ya que las Canarias se encontraban aisladas. La Armada británica era dueña del Atlántico.

          En ningún momento se planteó Nelson una posible derrota: “Pero ahora viene mi plan, que no puede fallar, que inmortalizaría a quienes lo pusieran en ejecución, arruinaría a España y tiene todas las probabilidades de elevar a nuestra Nación al mayor grado de riqueza que nunca haya logrado aún”.

          Santa Cruz de Tenerife, con apenas ocho mil habitantes, era en 1797 el principal puerto de Canarias y la única plaza fuerte. Su primera autoridad era el teniente general Antonio Gutiérrez de Otero, que ya había expulsado a los ingleses de la Gran Malvina y de la isla de Menorca al mando de las tropas de desembarco. Conocía bien al enemigo. Por eso, desde que Carlos IV declaró la guerra a Gran Bretaña en octubre de 1796, reanudó la vigencia del plan de defensa de Santa Cruz, que había planificado en julio de 1793 con motivo de la guerra con Francia. El robo de la fragata Príncipe Fernando y de la corbeta francesa La Mutine, en la rada de Santa Cruz, las madrugadas del 18 de abril y del 28 de mayo, por dos fragatas inglesas, además de algunos acercamientos de buques enemigos con el descarado objetivo de estudiar las defensas costeras, no hizo más que convencer al general de las intenciones británicas.

          Para su defensa, Santa Cruz contaba 60 artilleros veteranos y 300 de milicias (para servir 89 cañones en 16 baterías), 247 soldados del Batallón de Infantería de Canarias, 60 de las banderas de La Habana y Cuba, 110 de La Mutine y los regimientos de milicias de La Laguna, La Orotava, Garachico, Güimar y Abona, unos 900 campesinos con escasísima formación militar y armados con aperos en su mayoría.

          La madrugada del 19 de julio, la luna dejó ver al vigía Domingo Palmas, desde su atalaya de la Punta de Anaga, las velas de ocho barcos acercarse a la isla. Con señales de fuego preestablecidas avisó al cercano pueblo de San Andrés, desde donde partió un mensajero a caballo hasta el Castillo de San Cristóbal, centro de reunión de Gutiérrez y su plana mayor.
Se trataba de una poderosa escuadra formada por los navíos Theseus (donde enarboló su insignia el contralmirante), Culloden y Zealous, las fragatas Seahorse, Emerald y Terpsichore, el cúter Fox y la bombarda Rayo. El  navío Leander, procedente de Lisboa, se unió a la expedición la mañana del 24. Un total de 393 bocas de fuego y 2.000 hombres instruidos, experimentados y bien armados.

          La madrugada del 22 de julio los ocho buques se situaron frente a la costa de Santa Cruz. Aprovechando la negra noche botaron 30 lanchas con 900 hombres, al mando del capitán Trowbridge. La marea contraria retrasó el avance y fueron descubiertos al amanecer. Desde el castillo de Paso Alto, el fuego de los cañones les hizo retroceder a los barcos. La sorpresa se había frustrado. A las 9 de la mañana del día 22, Nelson ordenó otro desembarco, costase lo que costase. El plan consistía en asaltar el castillo de Paso Alto y desde éste cañonear al de San Cristóbal, mientras la infantería atacaba desde tierra. Esta vez los 900 hombres lograron desembarcar en la playa del Bufadero, pero 200 españoles les cortaban el paso desde la cumbre de Paso Alto, lo que obligó a los invasores a resguardarse en el alto del Ramonal. Entre ambas fuerzas, el amplio Valleseco. Disparos de mosquete y de algún cañón de campaña. El sol rajaba las piedras, y sin agua ni alimentos ni posibilidad alguna de avanzar, Trowbridge ordenó la retirada al atardecer.

          Nelson, desesperado, decidió un ataque masivo. Esta vez embarcarían 1.300 hombres para desembarcar en tromba por la playa a la derecha del castillo de San Cristóbal, y por las desembocaduras de los barrancos a su izquierda, para asaltarlo y rendirlo. A la 1.30 horas del 25 de julio fueron descubiertos los botes desde la batería de la cabeza del muelle. Bajo el fuego incesante de los cañones, en torno a 700 hombres consiguieron desembarcar, la mayoría por las desembocaduras de los barrancos de Santos y del Aceite y la caleta de Blas Díaz. Pocos lo lograron en la playa masacrada por la metralla de El Tigre, cuya tronera, enfilando la playa, se había abierto el día anterior, por feliz iniciativa del teniente Grandi. Nelson, gravemente herido, fue reembarcado al Theseus, donde se le amputó el brazo derecho a la altura del codo.

          A lo largo de la madrugada del 25 de julio, las fuerzas españolas, posicionadas según las órdenes del general Gutiérrez, lograron acorralar en el convento de Santo Domingo a todas las tropas desembarcadas. Los enfrentamientos en las playas, las calles y plazas de Santa Cruz eran continuos y sangrientos. Nelson, recién operado, ordenó un último desembarco de 200 hombres de refuerzo en quince lanchas, pero a la luz del amanecer, la artillería de costa los masacró. Los sitiados en el convento, ignorantes de la situación de Nelson, decidieron rendirse. Esa mañana se firmó la capitulación. Gutiérrez aceptó un reembarque con armas con la condición, bajo la palabra de honor del propio Nelson, de que ninguna otra escuadra inglesa atacase Canarias, además de que los propios vencidos llevaran a Cádiz una misiva con destino Madrid, con la noticia de la victoria española. Palabra que cumplieron los ingleses.

          De los 1.300 británicos que desembarcaron, en torno a 600 resultaron muertos o heridos, por 24 españoles caídos. En Santa Cruz quedaron armas, pertrechos y, especialmente, dos banderas británicas (que hoy se exhiben en el Museo del Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias) capturadas en combate aquella jornada del 25 de julio de 1797. La Victoria de Santa Cruz sobre aquella potentísima escuadra británica, comandada nada menos que por Horatio Nelson, uno de los marinos más reconocidos de la historia universal, es uno de los patrimonios más importantes de todos los canarios, de una y otra provincia, de cada una de las siete islas. La Gesta del 25 de julio de 1797, de la que celebramos en estos días el 214 aniversario, engrandece nuestra Historia; y digo nuestra: la historia de Canarias, que es decir la historia de España.

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