La Fábrica de Gas de Santa Cruz de Tenerife (y II)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en el Diario de Avisos el 29 de septiembre de 2024)
 
La demolición de un patrimonio paleoindustrial
 
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  Imagen del edificio de la Fábrica de Gas, obra del pintor tinerfeño Gregorio González Hernández.
         
          Como analizamos en nuestro capítulo anterior, la Fábrica de Gas santacrucera no sólo se limitó a producir y vender gas sino que, incluso, llegó a comercializar el coque, que en las postrimerías de la década de los 20 del pasado siglo, adquirió una gran importancia como combustible barato sustituyendo con gran ventaja al carbón vegetal y mineral. En todas aquellas partes de Santa Cruz donde por falta de urbanizar las calles no había posibilidad de instalar las tuberías de gas, se empleaba el coque, como también en los pueblos del interior, donde el consumo era cada día mayor. Resolvió, sin lugar a dudas, un problema económico para los menos pudientes, proporcionándoles un medio de calefacción asequible a la vez que solucionaba el de la conservación de los montes, pues, sin duda alguna, de no haber coque, en su lugar se hubiese seguido empleando el carbón vegetal, que aparte de resultar caro, sólo podía obtenerse con gran detrimento de los montes públicos.
 
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Desde el Rascacielos de la Avenida Tres de Mayo, panorámica de la Fábrica de Gas y sus aledaños,
a principios de la década de los 90 del siglo pasado.
 
          Estos matices, y otros, que hemos dejado plasmados en un libro, se enriquecieron con la inestimable aportación del profesor Álvaro Díaz Torres, que otorgó a dicha publicación un gran rigor científico. Y también se enriqueció, insistimos, cuando tuvimos la oportunidad de ver y conocer a doña María Luisa Hanke, hija de uno de los primeros órganos volitivos que tuvo la fábrica. Martin Emil Hanke que, en 1913, y procedente de Alemania, llegó a Tenerife contratado por la compañía del gas para montar unos hornos en dicha instalación. Vino por unas semanas y permaneció en la isla veintitrés años. Se casó con la tinerfeña Carmen Darias Padilla, que le dio una hija, la citada María Luisa.
 
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De izquierda a derecha, gasómetro principal, jardines interiores y vivienda del técnico alemán Hanke.
         
          Doña María Luisa, junto al profesor Álvaro, y varios vecinos encariñados con la fábrica, intuíamos que aquel patrimonio paleoindustrial único desaparecería de una momento a otro, que sería pasto de la voraz y especulativa piqueta municipal como había sucedido, por ejemplo, y en épocas ya lejanas, con el torreón neobarroco de la, en su día, imprenta de Anselmo J. Benítez, en la esquina de Villalba Hervás y San Francisco; o como ocurrió con la vivienda de don Juan Martí Dehesa, bello prototipo del más delicado art nouveau, anexa al palacete de su hermano, Nicolás, ambos en la Plaza de los Patos; como, en fin, había acontecido con el Gran Hotel Battenberg, luego Clínica Acosta, que abarcaba la manzana comprendida entre las calles Viera y Clavijo, Jesús y María y Rambla General Franco, todos ellos desaparecidos de nuestra riqueza local porque en este materializado mundo ya no había sitio para el romance ni para el sueño. De nada sirvieron intervenciones especialmente críticas con aquellas actuaciones públicas que habían permitido, por varios motivos, la pérdida de valores vinculados a la historia y desarrollo de Santa Cruz como ciudad, que así iba perdiendo su memoria urbana, dándole cancha a quienes despreciaban la cultura, es decir, nuestra vida, y esa es la peor desgracia que le puede tocar a un pueblo.
 
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 ¿Dónde fue a parar esta arboleda?
 
          El 24 de abril de 1993, cuando Santa Cruz estaba en los umbrales de conmemorar el 500 aniversario de su fundación, algunos políticos de esta ciudad no reflexionaron sobre lo que había sido, no aprendieron de los errores que por falta de sensibilidad habían contribuido a la pérdida de alguna de sus señas, de sus símbolos de identidad, como núcleo urbano. En dicha fecha, con artería, la fábrica de gas de Santa Cruz de Tenerife, fue demolida. Y doña María Luisa se entristeció. Y a nosotros se nos entristeció el corazón. El progreso, una vez más, mandaba. Se imponía. Barría. La vieja estampa de aquella olvidada joya arquitectónica, que iba destinada para museo del gas y de la electricidad; aquel singular edificio que pudo haberse dejado al lado de otros respetables longevos como la ermita de Regla, el castillo de San Juan y la Casa de la Pólvora, fue aplastada, sin justicia, por la desafiante verticalidad del Palacio de Justicia.
 
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Panorámica de los dos gasómetros que poseía la Fábrica.
 
          Aquella estructura, de estilo ecléctico industrial, que en su época se erigió para “vender mucho la imagen externa”, como luego sucedería con las fábricas de tabacos “La Lucha” y “Águila Tinerfeña”, palacios en su época; y “Muebles La Moderna”; aquella estructura, decíamos, tuvo muchísima menos suerte que el trío mencionado, que aún mantiene sus respectivas vigencias.
 
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Así quedó la antigua Fábrica el día de su demolición, 24 de abril de 1993.
 
          De aquella fábrica, ya sólo nos queda su figura en el mencionado tomo; en un logrado óleo de Gregorio González y en las fotografías que el tiempo se encargará de amarillear con algunos ribetes de desazón entre los nostálgicos amantes de la antigua Santa Cruz. Y entre esos nostálgicos, surgieron, tras el implacable derribo, los poetas, que cantaron:
 
Cual si una mano alevosa
de pronto hubiera arrancado
una página gloriosa
de su ínclito pasado,
cual si ahogan con inquina
de aquel gas la postrer luz
así perdió aquella usina
tu querido Santa Cruz.
 
 
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El autor de estos artículo, días antes de la demolición de la Fábrica.
 
 
 
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