El Greco y el escolapio Padre Antonio

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 2 de noviembre de 1988).
 
 
          Cada vez que visito Toledo me acuerdo, inevitablemente, del Padre Antonio. Viene a mi memoria la figura y el verbo de aquel sacerdote escolapio que durante tantísimos años, y dentro de aquellas almenas de castillo roquero, aún enhiestas, nos explicó su sempiterna Geografía e Historia.
 
          ¿Qué generación de cincuentones –o más- no recuerda aquella fisonomía seca como un zarzal, de difícil sonrisa en el aula, de marcada susceptibilidad, que cuando explicaba sus clases, antes sus inconfundibles y deteriorados mapas, realizaba aquellas flexiones de piernas, arriba-abajo, abajo-arriba, que junto a un palmoteo muy “suis géneris” componían un cuadro irrepetible?
 
          Ahora, en efecto, en esta ciudad de Toledo, que parece sumida en un sueño de piedra y recuerdos, reserva para los amantes del arte y la nostalgia, ha venido a nuestra mente el Padre Antonio, aquella austera sotana negra bruñida por el uso… Y de nuevo le hemos recordado porque fue él, con sus libros deshilachados y sus láminas borrosas y casi transparentes, quien primero nos entusiasmó con “El entierro del conde de Orgaz”, gestado por el pintor de las alargadas, de las estiradas figuras de santos extáticos y graves caballeros, que respondía por Doménico Teotocópuli, “El Greco”.
 
          ¿Cuántas veces nos enseñó el Padre Antonio aquella lámina? ¿Cuántas veces, intuyendo nuestra despreocupación de imberbes bachilleres, nos dijo que no la tocáramos sino que, de lejos, le dijésemos todo lo que representaba aquella reproducción?
 
          Ahora, allá, en Toledo, ciudad ceñida por la profunda hoz del Tajo, rio que se hace meandro en la Ciudad Imperial, nos parecía escuchar por boca del guía de turno las cadenciosas explicaciones de aquel sacerdote religioso que rompió, con su óbito, junto al Padre Julián, el trío que completaba el Padre Rufino, al que ahora, agazapado, absorto y con exquisito recogimiento, hemos saludado, con no disimulada sorpresa y alegría, en los mismísimos pies de la diminuta Pilarica zaragozana, etapa obligada antes de su llegada a Peralta de la Sal, cuna de San José de Calasanz, fundador de las Escuelas Pías.
 
          Querido y recordado Padre Antonio, ¿me deja recordarle como nos han explicado ahora “su cuadro”?
 
          El guía nos ha dicho que El Greco no es ni mejor ni peor que Tiziano. Es distinto, diverso. Estoy de acuerdo de que se trata de un pintor moderno que irrumpió en el siglo XV y que por ello la gente no aceptó, por aquel entonces, su revolucionario estilo. Era, por decirlo de algún modo, el Picasso de la época. Ese fue el drama de El Greco. Sus cuadros no van a ser valorados durante 300 años. Cuando llegue el impresionismo y el expresionismo es cuando se van a aceptar estos cuadros como pioneros del arte moderno.
 
          En “El entierro del conde de Orgaz” (cuadro de encargo por el que recibió mil doscientos ducados) existe una síntesis de los dos estilos del pintor; el de la parte baja es de un realismo impresionante; la parte alta es una escena mística, cortada en casi todas las postales y souvenirs. El cuadro representa una leyenda de Toledo y la teoría del astigmatismo del autor se viene abajo ante este lienzo, al observar, por ejemplo, el ropaje, el profuso bordado de los dos santos, San Agustín y San Esteban, representados por dos obispos; o la increíble transparencia que consigue. El Greco en el alba del sacerdote de la derecha, ese blanco sobre negro, todo un goce visual. En esta pintura subjetiva, sin modelos ni referencias estáticas, también se puede apreciar esa serie de retratos de caballeros toledanos, entre los cuales, dicen se ha autorrepresentado el mismísimo pintor. El guía advierte al grupo: “Si alguien quiere conocer el posible autorretrato de El Greco, que cuente las cabezas, de izquierda a derecha, siete de éstas. El séptimo rostro es el que se acepta puede ser del autor; es la única cabeza que mira hacia nosotros, de frente, los demás miran o bien hacia abajo o hacia arriba. Les advierto –termina diciéndonos- que los críticos serios no admiten esta posibilidad”.
 
          La explicación del cicerone ha sido fugaz, parpadeante, pero convincente. El cuadro, muy bien iluminado, parece haber sido pintado hace un par de meses. Aún conserva, incólume, su lozanía, su impresionante realismo, su misticismo, su duende. Ahora, mejor que nunca, comprendo por qué siempre fue la debilidad pictórica de aquel escolapio, del Padre Antonio, al que todos sus alumnos siempre vimos embutido en aquella sotana bruñida por el uso…
 
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