Una visión marítima del 25 de julio de 1797
Por Luis García Rebollo (Publicado en dos partes en el Diario de Avisos los días 19 y 20 de julio de 2022)
Barloventeando
Con ocasión del 225º aniversario de la derrota de la escuadra del contralmirante Horacio Nelson a manos del pueblo tinerfeño conducido por el Comandante General de Canarias, el mariscal de campo Antonio Gutiérrez de Otero y Santayana, la Tertulia Amigos del 25 de Julio, que se ocupa de la investigación y difusión de la Gesta y de la historia de Canarias, ha confeccionado un amplio programa de conferencias y actos culturales para acercar al ciudadano diferentes aspectos históricos de aquel acontecimiento. Además, con el ánimo de que seamos los tinerfeños los que contemos nuestra propia historia y que también los británicos tengan la oportunidad de escucharla, este año participará en los actos conmemorativos una representación de la Nelson Society.
Reparando así, simbólicamente, uno de los errores cometidos por Nelson y por su superior el comandante de la flota británica del Mediterráneo, el almirante John Jervis, como fue la profunda falta de información sobre Santa Cruz de Tenerife, la que consideraban: “una rada abierta escasamente defendida”. Un error de bulto que en aquella ocasión costó a los británicos varios centenares de muertos, dos barcos y el brazo de su almirante.
Lo que no sabían los británicos entonces, y muchos tinerfeños tampoco saben ahora, es que Santa Cruz de Tenerife era el primer puerto intermedio del Atlántico de la que se saldó como primera potencia mundial tras la paz de Versalles de 1783: España. Un puerto que estaba consecuentemente defendido por 3 castillos y hasta 15, sumando fuertes y baterías, cuya artillería barría completamente toda la bahía. Al mando de un mariscal de campo con sobrada veteranía que ya había vencido a los británicos en Menorca y en las islas Malvinas.
El general Gutiérrez
Si bien, por acercarnos no ya a los hechos que tuvieron lugar en la rada santacrucera, sino a los que los provocaron desde más allá del horizonte. No se puede entender la historia de España, ni la de Canarias, sin entender previamente que el nuestro era un imperio marítimo. Cuya cabeza estaba en la península ibérica y el cuerpo en América y Filipinas. Llegado a este punto, no es difícil imaginar que el “cuello” vendría a ser el Atlántico y Canarias.
Cuando el Conde de Aranda firma en Versalles, el 13 de septiembre de 1783, la paz victoriosa para España contra Gran Bretaña en nombre de Carlos III, le asalta el temor de lo fácil que sería cortar el cuello al Imperio Español y trocearlo después. Llegándole a proponer al Rey: “Que Vuestra Majestad se desprenda de todas las posesiones del continente de América, quedándose únicamente con las islas de Cuba y Puerto Rico… se deben colocar tres infantes en América: uno de rey de Méjico, otro de rey de Perú y el otro rey de los restantes de Tierra Firme, tomando Vuestra Majestad el título de Emperador…”. Curiosamente del análisis político de los territorios americanos escrito por Alejandro Malaspina, encontrado ya bien entrado el siglo XIX, se extraen conclusiones similares.
Ambos eran conscientes de que los españoles éramos los únicos que, en sus territorios ultramarinos, construían: catedrales, universidades, colegios, hospitales, ciudades, carreteras, etc. Y eso exigía tremendos recursos humanos, organización y manufacturas, hasta el punto de que la población peninsular española había caído ligeramente por debajo de la británica y apenas superaba un tercio de la francesa.
Obviamente, desde mediados del siglo XVI, la Monarquía Hispánica había sabido mantener la cabeza sobre los hombros fortificando Santa Cruz de Tenerife, su principal plaza fuerte en Canarias (el Castillo de San Cristóbal se ordena construir precisamente el 25 de julio de 1575). Actualmente la única plaza invicta del territorio español junto con Melilla. Colocando al frente de su defensa a alguien con la suficiente veteranía y experiencia como entonces el mariscal de campo Antonio Gutiérrez. Y también, potenciando una armada que sería a finales del siglo XVIII la segunda del mundo en número de barcos y la primera en calidad, gracias a los avances científicos y tecnológicos de nuestros ilustrados y de nuestra ilustración (esa que dicen que nunca existió). De manera que el flujo sanguíneo, léase comercio marítimo, de aquel imperio corría a raudales entre la Península y sus territorios ultramarinos a través de Canarias.
Sin embargo, había un factor que como espada de Damocles se cernía sobre la cabeza del mundo hispano, era el progresivo aumento de la población francesa en proporción a la española peninsular y su clara superioridad terrestre. Desde principios del siglo XVIII, a propuesta del Marques de la Ensenada, se venía practicando una fórmula política con excelentes resultados. Que consistía en un ligero acercamiento a Francia mediante acuerdos y pactos de familia, que nos garantizaba la seguridad terrestre, mientras en la mar defendíamos cómodamente nuestro comercio y posesiones ultramarinas. Llegamos incluso a anular a la Royal Navy, cortando el comercio marítimo británico, haciendo quebrar la bolsa de Inglaterra y provocando la independencia de los Estados Unidos de América. Victoria que el conde de Aranda firmó en Versalles en 1783. Aún después el almirante Mazarredo acabó con la piratería en el Mediterráneo, un mal que había esclavizado a millones de personas, que ahora extinto permitía la repoblación de las costas españolas, su industria y su comercio. Nuestros barcos llegaron también a Nutka y a la última de las Aleutianas: Unalaska. Y nuestros ilustrados, científicos y naturalistas se pasearon por todo el Pacífico y sus costas más remotas.
La espada de Damocles cayó finalmente sobre la cabeza hispánica con la Revolución Francesa, el fin de los pactos de familia, la Guerra del Rosellón y la invasión francesa de las Provincias Vascongadas y Cataluña. A pesar de ello el Imperio aun respiraba, la Armada superaba con facilidad a su homóloga francesa, una vez guillotinados sus magníficos oficiales reales, y protegía el comercio trasatlántico. Lo que vino a estrangular definitivamente a la Monarquía Hispánica fue el tratado de San Ildefonso de 1796, negociado por el veinteañero Manuel Godoy con el veterano embajador francés Dominique de Pérignon. Un acuerdo que ponía a la segunda potencia naval del mundo, la nuestra, a disposición de la política francesa contra Gran Bretaña. En palabras del historiador naval Fernández Duro: “…tratado funesto, por el que la Nación descendió al abismo del que no ha vuelto a salir, perdida su Armada, arruinada su Hacienda, anulado su comercio”.
Manuel de Godoy
Ante la falta de oxígeno que se avecinaba la Armada envió 143 buques bien pertrechados, en siete escuadras, a los confines del mundo para proteger nuestros territorios ultramarinos. Que gracias a ello saldrían indemnes de aquel conflicto con la sola pérdida de la isla de Trinidad. Si bien durante los primeros meses, a pesar de la desmotivación de nuestros marinos ya sin paga, la escuadra responsable de las costas ibéricas, la del teniente general Juan de Lángara, vence a la del almirante Man en octubre de 1796, que venía a reforzar a la de Jervis en Córcega, obligando a toda la flota británica a abandonar el Mediterráneo y a refugiarse en Lisboa. Por su parte Nelson en aquella salida forzosa del Mare Nostrum pierde una fragata, la Blanche, en un encontronazo con el capitán de fragata Gastón de Iriarte.
La falta de repuestos y tripulaciones empieza a ser alarmante en enero de 1797, cuando Lángara entrega el mando de su escuadra a José de Córdova para dirigirse a Brest siguiendo órdenes francesas. Así lo manifiesta gravemente el teniente general de la Armada José de Mazarredo, que es suspendido y desterrado. Las consecuencias no tardan en llegar tras el desafortunado combate de San Vicente entre las escuadras de Jervis y Córdova, donde Nelson tiene una destacada actuación en su desarrollo y desenlace. El gobierno español reconoce finalmente los argumentos de Mazarredo asignándole el mando de la escuadra de Córdova que es sometido a un consejo de guerra.
Jervis refuerza su escuadra con buques venidos de Gran Bretaña y con órdenes expresas de su gobierno se dirige a Cádiz a destruir la escuadra española. Ahora al mando de Mazarredo, que había desembarcado a la gente de leva inútil, desarmado parte de los navíos para completar las tripulaciones de los restantes y alistado 167 lanchas cañoneras reforzadas con 600 artilleros y 1600 fusileros del ejército. Convirtiendo así la bahía gaditana en un reducto fuertemente defendido insuperable para los barcos de Jervis.
Los británicos, por su parte, tenían serios problemas de amotinamiento de sus tripulaciones. En abril de aquel año de 1797 se había amotinado en Spithead la flota del canal, la última línea de defensa de las islas británicas. Casi al mismo tiempo las fragatas Dido y Terpsichore, al mando del capitán de fragata Richard Bowen, apresaban la fragata mercante de la Compañía de Filipinas Príncipe Fernando en la rada de Santa Cruz de Tenerife, con sorprendente facilidad.
En mayo la situación empeora para los británicos con el amotinamiento de toda la escuadra del Norte, en el estuario del Támesis. Simultáneamente también otras dos fragatas, esta vez Minerva y Lively, apresan en la rada santacrucera a la corbeta francesa La Moutine, con la misma facilidad que el mes anterior.
Parecía que Santa Cruz de Tenerife ofreciera una oportunidad de éxito a los buques británicos entre la pesadilla de la insubordinación de las tripulaciones. A Jervis en Cádiz se le vino a sumar la pesadilla de las cañoneras de Gravina y Mazarredo que frustraban no solo su misión de destruir la escuadra española, ni siquiera llegó a bombardear Cádiz, ni a bloquear completamente su puerto. Así que decidió probar suerte una vez más en Santa Cruz y traer una noticia alentadora a sus tripulaciones y a su gobierno, enviando al contralmirante Horacio Nelson con cuatro navíos, tres fragatas, un cúter y una bombardera. Dotados de tres mil setecientos hombres, trescientos noventa y tres cañones, y cuarenta botes de desembarco.
Lord Nelson antes de Trafalgar
Ya sabemos que Nelson se estrelló contra la veteranía y experiencia de Antonio Gutiérrez, contra sus milicias, contra sus castillos y contra su artillería. Y también contra las rompientes de las playas tinerfeñas, que habían sido tenidas muy en cuenta por los ingenieros hispanos a la hora de fortificar esta rada invicta hasta la fecha.
Para concluir, aprender de la Historia y valorar si los españoles jugamos bien nuestras cartas entonces les dejamos unos cuantos “y sis”: si Carlos III hubiera tenido en cuenta la propuesta del conde Aranda, si no se hubiera firmado la Paz de Basilea ni el Tratado de San Ildefonso, si la corte se hubiera ido a Méjico, si la Armada hubiera tenido las manos libres para defender nuestros intereses…
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