Las tres supervedettes del Louvre

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 21 de mayo de 2008)
 
 
Aquel París de 1975….
 
 
          En aquella época era imperdonable que uno regresara a España y pregonase no haber estado en el museo del Louvre, que sigue siendo todo un emporio de la cultura francesa. Aseguraban los técnicos que para verlo “de pasada” solo había que consumir unas siete horas. ¡Cómo venir a París y no poder decir nada del singular placer que se sentía ante el rostro de la enigmática Mona Lisa, el retrato más popular de la historia y quizás el cuadro más famoso de la pintura occidental; cómo dejar aquella Ville de la Lumière sin observar detenidamente las modélicas sinuosidades de la Venus de Milo que representaba a Afrodita (Venus en la mitología griega), la diosa del amor y la belleza; y cómo, por ejemplo, no regresar con la extraña sensación que producía aquel triunfo alado de la Victoria de Samotracia, posada sobre la proa de un navío, donde su vestimenta, agitada por el viento, dejaba traslucir su anatomía y configuraba el dramatismo, en esta ocasión gozoso, tan característico de una de la escuela escultórica rodia, una de las barrocas del helenismo. 
 
          Eran, evidentemente, las tres supervedettes del Louvre. Eran las esculturas y pintura más concurridas de aquel edificio austero y macizo donde comprendimos que años atrás se llevaran bajo el brazo la obra de Leonardo da Vinci, al observar a aquellos guardianes con empachos de calendarios, paladeando aún recientes viandas, adamascados con el vino de Borgoña, somnolientos, intentando por todos los medios hacer minutos de siesta prohibida, mientras aquella multitud iba de aquí para allá, cegando con sus flashes, consultando guías y catálogos, mientras en el enorme patio del Louvre instalaban un ciclópeo graderío que ninguno de aquellos guardianes con sellos de jubilación y reposo, pudieron explicarnos el objetivo principal de tan aparatoso montaje.
 
          Cuando, el 21 de agosto de 1911, Vicenzo Peruggi se llevó la Gioconda -con aquella célebre sonrisa que había obnubilado a toda la poesía del mundo desde el siglo XVI- pegada a una de sus axilas, no existían los sistemas electrónicos de alarma de hoy. Por aquel entonces aquel cuadro que le costó al polifacético Vinci varios años de trabajo, parecía estar bien protegido para posibles ataques de dementes e inoportunos exaltados.
 
          Allá arriba, tras unos cristales que al romperse nos imaginamos que se hubiesen oídos los timbres hasta en Leningrado, se encontraba aquel mito de la pintura. Ya no se producían codazos  ni guirigáis en torno a ésta con el aluvión de excursiones organizadas encabezadas por la guía de turno ya que, con el concurso de auriculares portátiles que se podían alquilar por un franco, y poniéndose en el “radio de acción” establecido, se podía oír, con suave y cadenciosa voz, todos los pormenores de la Mona Lisa, que seguía sonriéndonos per secuela seculorum, a través del aquel óleo sobre tabla de álamo de 77x53 centímetros (así de pequeñito), `pintado con la técnica denominada sfumato entre 1503 y 1506 y retocado varias veces por el autor, que desarrolló el estudio de las matemáticas, la geometría, la perspectiva y todas las ciencias de la observación del medio natural. Así le salían sus figuras…
 
          En otra dependencia, la Venus de Milo, bañada por un haz de luz que la hacía aún más misteriosa y hermosa a pesar de su conocida mutilación anatómica, no concebida en la imaginación del anónimo artista, ya que aseguran que en su mano derecha tenía una manzana y en la otra sostenía una túnica. La estatua, que medía dos metros y dos centímetros, fue encontrada en Milo (Islas Cicladas) por un agricultor, en 1820. Hubo quien propuso adosarle los brazos, pero el rey Luis XVIII rechazó la idea porque, dijo, debía conservarse tal y como fue descubierta. Pero en la escultura se seguía destacando  el modo en que el artista había logrado un movimiento ondulante del cuerpo dándole vida y vibración al elegante y frío esquema de aquella antiquísima obra.
 
          Aún recordamos que el gremio femenino era quien más contemplaba a la Venus. Y quien más interrogaba, analizaba, y censuraba: “Está metidita en carnes”“Mira esa cadera. No es lo que se lleva hoy” “¿Y son estas las medidas para erigir a la Miss Universo?” “Hoy todas las misses”, afirmaba una visitante, “son delgaditas, altas, estilizadas”… Aún, evidentemente, por aquel entonces la anorexia era un vocablo desconocido.
 
          Fotos y más fotos cuando un poco más allá, en la inevitable tienda de souvenirs se podían adquirir postales y dispositivas por un tercio de lo que costaría aquel relámpago que producía cromatismo sin presencia humana. 
 
          Un consejo de antaño que hoy sigue teniendo plena actualidad: cuando acudan al museo saluden, por supuesto, a las tres supervedettes pero, por favor, no se pierdan la sección de arte egipcio. Saldrán embelesados ante la contemplación de tan curiosos como remotos tesoros artísticos, sabiamente recogidos y cuidados en este emporio de la cultura francesa que responde por Museo del Louvre.
 
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