Aldeaduero, un paraíso perdido entre España y Portugal

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 1 de junio de 2014)
 
 
          Cuando el Duero -que constituye el principal centro hidroeléctrico de España- se despide de Zamora y se encaja, de forma progresiva, en profundas grietas abriéndose paso en su viaje hacia el mar, a través de pizarras y granitos, este río va formando un majestuoso cañón de empinados cortantes, auténticos despeñaderos por donde en primavera rosario de cascadas precipitan sus aguas sobre este “río padre”, formando un entorno natural privilegiado, los Arribes del Duero, donde su peculiar zona boscosa permite asomarnos al que Miguel de Unamuno y muchas expertos, como Joaquín Araujo, consideraron y consideran como el paisaje más intenso que podemos contemplar de la denominada España profunda.
 
          Renombrados artistas de la espátula han instado a sus alumnos a salir a pintar directamente de la naturaleza pues ésta, dicen, es el fin del arte y éste se debe a la verdad que solamente reside en este conjunto que compone el universo.
 
          Por todo ello, la búsqueda del realismo de la aludida naturaleza nos ha llevado al oeste de Salamanca, en la frontera con Portugal, donde el Parque Natural de Arribes del Duero acoge a una pequeña ciudad conocida como Aldeaduero. El río que le da nombre, y que desemboca en el Atlántico, rodea a esta aldea que surgió en 1954 para albergar a los empleados de Iberdrola encargados de construir la cercana y espectacular presa de Saucelle. Con total autonomía, este complejo, insertado en plena naturaleza, tenía comodidades poco habituales para aquella lejana época: un casino, un restaurante, piscina e instalaciones deportivas de primer nivel para los habitantes.
 
          En Aldeaduero (La escapada perfecta es su eslogan) la naturaleza se muestra sobrecogedora, envolviendo la hospedería; su hotel de 4 estrellas que tantos miembros importantes de la vida empresarial de entonces ha acogido; los chalets y el barrio, que es como conocen las casas más pequeñas donde se alojaban los empleados de Iberdrola y que ahora son habitáculos de un refinado y escogido turismo rural. La montaña, el silencio y la luz son lujos que entrañan las pequeñas cosas y que pueden acompañar cualquier momento de la vida de una familia, una pareja o el encuentro de la paz en soledad.
 
          Aquí, en Aldeaduero, la benignidad del clima permite tener naranjas todo el año con las que se hacen unos extraordinarios y sabrosos helados artesanales; los olivos que rodean toda la aldea dan aceitunas suficientes como para el autoabastecimiento; y los amantes del vino de Oporto podrán observar la cercana frontera lusa con las faldas de sus montañas pobladas de vides.
Los lugareños, muy amables y serviciales, afirman que el modesto río Huebra llega al Atlántico porque le ayuda el poderoso Duero. En este entorno natural se forma una autentica “raya” donde el aludido Duero pasa a denominarse Douro, en orillas españolas y portuguesas y, sin embargo, águilas reales, perdiceras, halcones peregrinos y alimoches, aunque no entienden de fronteras, anidan preferentemente en los cantiles hispanos, menos accesibles a los humanos que los lusos.
 
          “Por favor, no hablen alto; podemos ahuyentar a las aves”, nos aconseja, con ternura, la guía que, desde el solitario muladar nos indica que allí, con vísceras de otros animales, se alimentan aquellos buitres leonados y milanos reales que, en pausadas trayectorias, sobrevuelan, alto, muy alto, sobre nuestras cabezas.
 
          Por las noches, en cielos profusamente estrellados, puede apreciarse, muy espaciadamente, la presencia de búhos, lechuzas o mochuelos que siguen siendo los señores de la oscuridad. Contemplando las luces y las sombras, se oye ese silencio antiguo, como si todos los desagradables ruidos del mundo real hubiesen desaparecido.
 
          Estas visitas pueden complementarse con la riqueza de sus aledaños, por ejemplo, con la villa histórica de San Felices de los Gallegos, uno de los pueblos más bellos de toda la línea fronteriza de Salamanca que, entre otros detalles curiosos, exhibe su torre del homenaje, un castillo que quisieron comprar un grupo de yanquis -para desmontarlo, piedra a piedra, y llevárselo-, pero lo adquirió un avispado y cercano labriego, padre del cura del pueblo, que terminó por donarlo para que siempre permaneciera allí y no en terrenos norteamericanos.
 
          O Lumbrales, que visitarlo es recuperar el tiempo y reconciliarse con el espacio en el marco de una sociedad cada vez frenética y masificada. O Fortaleza de Sobradillo, desde donde pudimos obtener una espléndida visión de conjunto y admirar la magnitud del complejo defensivo construido en las postrimerías de la Edad Media y donde nos hermanamos con las acepciones, ya casi moribundas, de matacán, almena, parapeto, paradós, garitón, etc.
 
          O Hinojosa de Duero, que se ufana de poseer la mayor ermita de España y que teniendo en cuenta la terrible despoblación a la que están sometidas las tierras del Duero limítrofes con Portugal, ha encontrado fórmulas novedosas e innovadoras para atraer visitantes y turistas a esta singular parcela, que a su vez ha generado una cierta dinámica de riqueza e ilusión, creando nuevas infraestructuras y dando nuevos servicios. Indudablemente, Hinojosa de Duero, con apenas ochocientos habitantes, y con su espíritu emprendedor, viene escapando de los males y problemas que amenazan a los demás pueblos vecinos. 
 
          Es en este contexto cuando desde el Ayuntamiento de Hinojosa surge la idea de convertirlo en pueblo museo, publicitando y dando a conocer su historia, su paisaje y su gente desde una perspectiva distinta, atractiva y global, ofreciendo, en dominios tan limitados, su museo etnográfico, su almazara, su barrio judío, sus senderos y, de paso, sus quesos, dulces, embutidos, miel y almendras, en una iniciativa que podría servir de ejemplo a similares localidades que, por desidia, siguen ancladas en el pasado y en un inquietante ostracismo.  
 
 
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