Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XXVIII)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
 
"THE BEATLES" LE DEJARON SIN TRABAJO
 
 
          Estamos en los albores de la década de los 60 del pasado siglo. Se decía que era fácil bailar el “twist”: "sólo tienes que pensar que estás apagando un cigarrillo con la punta de los pies y, al mismo tiempo, secando tu cuerpo con una toalla". En el Reino Unido, solamente una minoría selecta o rectora, se podía permitir un Jaguar tipo E. En Yanquilandia se estrenaba West Side Story, Todo es grande en América. Era el final de Marilyn Monroe y el nacimiento de James Bond, el doctor No y Úrsula Andress, con aquel bikini blanco que trastornó muchas mentes. Mientras Elvis Presley era promocionado a sargento, comenzaba a levantarse el Muro de Berlín, para evitar el éxodo masivo de alemanes del Este al Oeste...
 
          Por aquellas fechas, nuestro personaje, David Warden, que había nacido en la localidad británica de Birkenhoad Cheshire, en la primavera de 1938, había regresado del Ejército y empezado a tocar, en solitario, en el Tower Club,de New Brighton (Wallasey). No conocía el solfeo, pero tenía un oído privilegiado y una buena voz, que adornaba con el instrumento que siempre había tocado, la guitarra.
 
         -¿Sabe usted? Durante mi permanencia en el cuartel fue cuando me dio por cantar y tocar la guitarra. Y como observé que no lo hacía mal y hasta me aplaudían, pensé, entre otras cosas, que si seguía actuando tendría todas las bebidas gratis, que ya era una gran ventaja, si tenemos en cuenta que, como soldado, nuestra paga diaria eran treinta y cinco peniques.
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          Nunca se cansó de tocar. Y tampoco se cansó de aceptar toda la cerveza que sus compañeros le ofrecían. La música que David interpretaba solía calar hondo. Él seguía fijándose mucho en los ídolos del momento. Era la época de Elvis Presley, Tommy Steele, Lonnie Donegan, Marty Wilde, Bill Haley, Little Richard...
 
          Aunque siempre intentó ser amateur, "porque le aterraba pagar los inflexibles impuestos británicos", lo cierto es que David Warden empezó "a tocar en serio", de forma oficial, en el mencionado Tower Club, de New Brighton.
 
          -Yo salía solo al escenario. Sólo, con mi guitarra, que era lo que al principio sostenía y apaciguaba mis nervios de principiante. Allí, durante un año, y todos los fines de semana, yo tenía mi número en dicho recinto. Me fue muy bien. Recuerdo con mucha nostalgia que allí se reunía, en marcada camaradería, todo el gremio de conductores de los autobuses locales. Era curioso observar, por ejemplo, que en un lado de la sala se ponía este grupo y, en el opuesto, el público en general. No era discriminación; era, simplemente, una costumbre que casi se había convertido en ley.
 
          Pero aquel gozo en un pozo. Tras aquel año de alegrías y recuerdos, un día, el dueño de la sala de espectáculos le llama aparte. Se pone entre serio y apenado. Y David intuye que su contrato no se va a renovar. En efecto. El dueño le dice: "estamos muy contentos con usted, pero no venga el próximo sábado. Tenemos a alguien que le va a sustituir. Es un grupo de chicos jóvenes". Y David, perplejo, le interroga:
 
          -¿Y cómo se llama el grupo?".
 
          El dueño rebusca entre sus carpetas, y de una de éstas extrae una nota, que le lee a David:
 
          - El grupo se llama “The Beatles".
 
          -¡Qué horror!", dijo David. ¿No pudieron ponerse otro nombre?
 
          La verdad es que el despedido tenía razón. Y es que “beatle”, en inglés, significa escarabajo.
 
          Por supuesto, aquel grupo era totalmente desconocido para David, que pasaba a engrosar la eterna fila de los parados británicos. Por aquel entonces, y a sus 55 años, David Warden nos recordó esta anécdota con una amplia y sincera sonrisa, acción que ejercitaba con frecuencia.
 
          - Me quitaron el puesto, el trabajo, pero ahora sé que fue un alto honor el que me hicieron. A partir de mi despido yo nunca volví por aquel sitio, por el Tower Club. Huelga decir que, por tal motivo, nunca vi actuar a “The Beatles”. Poco a poco, y de oídas, me fui enterando de que eran unos "chicos extraños", con insólita cabellera, tipo escarabajo, de ahí aquel nombrecito. Eran unos "hippies" que, con sus canciones, empezaron a sublevar a determinada juventud, que fue enloqueciendo con el ritmo del cuarteto formado por Paul, Ringo, John y George. Como inglés, claro que estoy orgu¬lloso con los componentes de este grupo al que la Reina le otorgó el título de Sir. ¿Quién no ha oído a “The Beatles”? ¿Quién no seguirá deleitándose con la música de este excepcional cuarteto? Aunque estimo que el éxito se les subió un poco a la cabeza, tengo que reconocer la auténtica valía de todos ellos. Muchos jóvenes le han querido imitar. Creo que sólo le han podido igualar en el peinado. Sus voces aún son irrepetibles.
 
          David Warden, tras aquel "ilustre” despido" siguió actuando en otras salas de espectáculos; pero cuando se casó y empezaron a venir los hijos, David tuvo que hacer de todo: lechero, carpintero, albañil, gruísta... Pero en un test que le habían hecho en el Ejército, David recordó que en aquel estudio se había detectado sus innatas condiciones para ser conductor. Pero no para conducir, precisamente, turismos, sino autobuses y silimares.
 
          - Hace ya muchos años que estoy metido de lleno en esta profe¬sión. Me gusta conducir. Me gusta este trabajo porque, entre otras cosas, tienes la oportunidad de comunicarte diariamente con muchas personas distintas".
 
          A David Warden le conocimos, precisamente, en una de aquellas guaguas que solían transportar a alumnos tinerfeños por diferentes puntos de Inglaterra. Concretamente, en Hatfield, localidad muy próxima a Londres. Y fue en Hatfield, y en una soleada mañana del mes de julio de 1993, donde conversamos con aquel risueño chófer, que era el encargado de desplazar a los alumnos a distintos centros culturales y recreativos.
 
          - Me gusta convivir, hablar con estos niños tinerfeños, que son mucho más espontáneos y “chillones” que los nuestros, los ingleses, siempre tan reservados y calladitos. Sin embargo el escocés es más comunicativo. El inglés sólo habla con el que tiene al lado, si lo conoce, si no, es una especie de tumba.
 
          David Warden coincidía, en parte, con aquellas estadísticas que se recogían en el seno de las familias donde se hospedaban estudiantes tinerfeños, que afirmaban que las únicas quejas que solían tener de estos alumnos eran las siguientes: ”que nunca pedían las cosas por favor, ni daban las gracias. Que apenas daban las buenas noches ni los buenos días, a pesar de las advertencias recibidas”.
 
          - A mí me encanta la forma que van vestidas las niñas. El carácter cariñoso del grupo. Lo bien que se adaptan al ambiente. Pienso que el niño extrovertido aprende aquí más inglés porque comunica con más facilidad con la familia y sus amistades, a pesar de la evidente dificultad del idioma.
 
          Allí, en su volante, con la sonrisa que siempre tenía en su semblante, dejamos a aquel singular personaje que, como epílogo, nos dijo:
 
          -¿Sabe? Hace nueve años que estuve en Puerto de la Cruz. Me encantó. Y aprendí a decir, primero, amigo y, después: por favor, una cerveza San Miguel.
 
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 UNA CIUDAD, HATFIELD; UNA IGLESIA, ST. PETER'S; Y UN PÁRROCO, EL PADRE KEVIN
 
 
          Como nos lo recuerda André Maurois en uno de sus deliciosos libros, desde principios del siglo XX, en Inglaterra, el domingo se consagraba al servicio divino y a la lectura de la Biblia. En muchas familias, sobre todo en el Norte, cada día y casi cada hora estaban señalados por un ejercicio religioso. Las plegarias familiares, mañana y tarde; la lectura de la Biblia, capítulo por capítulo; la obligación de aprender de memoria algunos versículos, cada día; el canto de los himnos, al son del armonio; la asistencia a la escuela dominical, los tres largos servicios religiosos, cada domingo, con prodigiosos sermones denunciando los pecados y amenazando a pecadores con la eterna condenación; la creencia en la verdad histórica, literal, de cada palabra del libro santo. Y un respeto tan grande por éste, que si, por descuido, una Biblia caía de la mesa al suelo, seguía un silencio como si los mismos cielos hubiesen caído.
 
          Evidentemente, todo esto había cambiado en Inglaterra. Lo que todavía no había variado era la lucha entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Anglicana. En la década de los veinte del pasado siglo, nos decía el citado Maurois que los fieles de la Iglesia Católica aumentaban en número cada año, mediante las conversiones, "pero este aumento no es hasta el presente lo bastante extenso para inquietar a la iglesia establecida". Existía, además, dentro de ésta, un movimiento llamado High Church (Alta Iglesia), de acercamiento al catolicismo por el esplendor de las ceremonias, por la brillantez externa de los altares, por las vestiduras del sacerdote durante los oficios, concesiones que horrorizaban a los verdaderos protestantes, que de paso criticaban las casullas, los vitrales y las flores...
 
          Decían las estadísticas que en la década de los 90 del siglo xx, en el Reino Unido, había un quince por ciento de católicos. Y este porcentaje se detectaba, primordialmente, en las zonas rurales. Por ejemplo, en Hatfield.
 
          Hatfield, que está a cuarenta kilómetros de Londres, aún conservaba el inconfundible tipismo de la campiña británica, donde el césped cubría enormes llanuras y donde proliferaban, aquí y allá, jardines y huertas particulares. Hatfield, con una población de veinticinco mil habitantes, estaba por aquel entonces orgullosa porque acababan de otorgarle el título de ciudad universitaria. En aquella localidad, muy famosa por su industria aeronáutica, a Isabel I le dieron la noticia que había sido erigida Reina; y Carlos Dickens se inspiró para algunos pasajes de Oliver Twist.
 
          Y en Hatfield también se encontraba la iglesia católica de St. Peter's, regentada por el Padre Kevin, donde el autor experimentó nuevas y gratas sensaciones, que ahora intenta reflejar en las siguientes líneas.
 
          Allá, en la recoleta St. Peter's, si la Biblia se caía al suelo, no se hundían los cielos... Todos los domingos, a las once de la mañana, sin previo toque de campanas, los fieles acudían a la cita; una cita que, de entrada, parecía dirigida a niños de diferentes edades.
 
          El párroco, vestido de paisano, recibía a sus feligreses por fuera de la iglesia; luego, a la hora de la misa, tras ponerse la casulla, el alba, la estola y el cíngulo (¡gracias, doña Selina!), comenzaba a impartir la palabra de Dios.
 
          En la homilía, cuando un bebé lloraba, el Padre Kevin, el párroco de St. Peter's, lejos de enojarse, esbozaba una dulce sonrisa, que invitaba a la madre a darle el biberón. En la mismísima consagración, cuando uno de esos niños hacía ruido, correteaba o balbuceaba, nadie dirigía serias miradas hacia él. A los estudiantes tinerfeños, que solían acudir a la cita dominguera, les llamaba mucho la atención aquella especie de pasividad y conformismo que, en realidad, era ejemplar indulgencia y tolerancia.
 
          El Padre Kevin convertía sus homilías en pasajes sugerentes y enriquecedores. Su verbo era abierto, distendido, espontáneo, tocando temas actuales, apoyando sus brazos sobre el atril como para evitar gestos grandilocuentes. Y procuraba ser simple como el pan, nunca altivo, erradicando la frontera y el alejamiento, que solía otorgar el rigor y la desmedida seriedad, que en muchas ocasiones intentaba ocultar la esterilidad de la palabra.
 
          Previo a la Primera Comunión, y dentro de la propia misa, los niños acudían con sus padres para que el párroco los conociera y les hablara. Y lo hacía en medio del pasillo, como si estuviera en una simple reunión, haciéndoles preguntas sobre el sol, la luna, sobre Dios; invitándoles a que si sus explicaciones eran insuficientes las consultasen posteriormente con sus respectivos profesores.
 
          Se cantaba mucho en aquellas misas británicas, donde un trío de guitarras y flauta daban aún más calor y participación al acto, donde todos, siguiendo la letra de unos cánticos ya fijados en unos tablones, interveníamos en el oficio con no disimulada alegría, que contagiaba al propio Kevin, que marcaba el compás de aquellas notas con su cabeza, aún inmerso en su meditación.
 
          La eucaristía no sólo la impartía el sacerdote sino un grupo de fieles, que también ofrecían el vino de la comunión.
 
          Cuando al matrimonio acababa de nacerle un hijo, lo primero que hacía, antes de bautizarle, era llevarlo a la iglesia para presentarlo a la parroquia y a los parroquianos. Y tras la bendición del sacerdote, venía el saludo, una crucecita en su frente, del resto de los asistentes.
 
          También bajaba el Padre Kevin del altar para dar la paz ("Peace, with you"). Por los pasillos iba estrechando las manos más próximas, acción que secundaban sus feligreses, sin convertir el recinto en una romería.
 
          El santo oficio no acababa cuando se apagaban las luces de aquella austera iglesia adornada interior y exteriormente con el clásico ladrillo inglés, ya que los asistentes se reunían luego en el “hall” para tomar el inevitable "cup of tea" o algún que otro café, donde la charla, la comunicación y el diálogo eran piezas fundamentales. Allí, por ejemplo, conocimos a Teresa Henderson, una argentina casada con un británico. Ella, católica; él, protestante. Pero dos hijas, Stephanie y Melanie, de siete y nueve años, respectivamente, se estaban preparando para recibir las aguas bautismales de la Iglesia Romana. La señora Henderson, que ya llevaba muchos años residiendo en Hatfield, nos manifestó que la primera vez que acudió a aquella iglesia, el párroco se interesó por su participación y a los pocos días visitó su casa para charlar con el matrimonio, que era la fórmula que empleaba este párroco no sólo para captar a sus fieles sino para conservarlos, según nos confesaba Margaret Lovatt Duggan, que siempre hablaba de sus creencias con fruición, donde la alegría de su semblante y la mesura de su locución nos hacía pensar que todo ello era producto de aquella paz interior que se fortalecía y consolidaba todos los domingos, a las once de la mañana, en la iglesia de St. Peter's, de Hatfield, donde el Padre Kevin impartía más aproximación que alejamiento y, en sus homilías, no nos incitaba, jamás, al tedio.
 
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