Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XXVI)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
 
EL FANTASMA DE LA ÓPERA   LOS MISERABLES
 
 
          Más de la mitad de las aproximadamente cuatrocientas salas de espectáculos existentes en Londres se encuentran en un radio de sólo cuatrocientos metros, alrededor de Trafalgar Square, corazón de esta capital con doce millones de habitantes "en toda su área de expansión"; un corazón dónde oímos hablar todos los idiomas del mundo.
 
          La guía oficial de espectáculos londinense, la "London Theatre Guide", estaba expuesta en las estaciones de ferrocarriles y terminales de las compañías aéreas. Una edición de bolsillo de ésta podía obtenerse gratuitamente en los centros de información, en los buenos hoteles y las taquillas de los teatros, aunque en éstos siempre estaban mucho más pendientes e interesados en exponer, y en vender, los programas -también en edición de lujo- de las obras que representaban. Además, la Prensa londinense -no toda- publicaba diariamente la generosísima cartelera de espectáculos. 
 
          El Palace Theatre, abarcaba toda una manzana. La entrada de artistas se efectúaba por la Greek Street, donde solían agolparse los cazadores de autógrafos. En el frontis figuraba esta inscripción: "Los artistas más grandes del mundo han pasado y pasarán a través de estas puertas". ¿Y quién lo podía dudar si allí dramatizó Sarah Bernhardt y bailó la Pavlova; quién lo podía discutir si allí, en aquel hermosísimo teatro -sin aire acondicionado, por aquello del "conservadurismo británico"-, Song and Dance consumió 795 representaciones; King's Rhapsody, 839; The Sound of Music, 2.385 y Jesus Christ Superstar, 3.358...? No había que olvidar que allí, en Londres, la obra teatral The Mousetrap (La Ratonera), de Agatha Christie, llevaba en cartel !38 años! Se exhibía en el St. Martins Theatre, muy cerquita del citado Palace. Estamos en el mes de junio de 1991.
 
          Desde diciembre de 1985, permanecía en el cartel del Palace Theatre el musical Los Miserables, que basado en la novela de Víctor Hugo venía sorprendiendo a todo el orbe. El espectáculo no comenzaba dentro del recinto, sino fuera de éste, con aquellos “pubs” abarrotados de un público que intentaba paliar el dramatismo que le esperaba ahogándose casi en la clásica cerveza británica, sin espuma y no necesariamente fría ni "rubia", como pedía la canción de Conchita Piquer. Aquellos clientes estaban sentados en la acera, y para sus enormes vasos el pavimento peatonal servía de circunstancial mostrador. El espectáculo, también, estaba en aquella serpenteante cola -la respetada y popular "queue" inglesa- donde muchos esperaban las ansiadas y posibles devoluciones de entradas, mientras el revendedor ponía toda su picaresca en marcha para que de sus manos desapareciera lo antes posible aquel fleje de entradas de precios cuadruplicados. La policía metropolitana, los famosos "bobbies, lo únicos en el mundo que no llevan armas, apenas merodeaban por los teatros. Hacían la vista gorda. Aseguraban que mantenían el orden por "su inteligencia y tacto, así como por el prestigio de su autoridad".
 
          Los Miserables era un desfile de voces privilegiadas, de acrisolada profesionalidad. Uno se quedaba absorto ante aquel alarde de luces y de sonido, donde el fallo, prácticamente, era impensable. Sorprendía vivamente la ambientación, aquel escenario rotativo donde la sucesión de etapas interpretativas era casi parpadeante; donde el papel del traspunte cobraba un papel vital y de extraordinaria importancia con tanto personaje que lanzar y asesorar previamente en aquel tablado donde entre tanto variopinto decorado surgía una logradísima barricada, desde donde los tiros parecían herirnos de muerte y donde los lamentos flagelaban, una y otra vez, nuestros tímpanos, que se apaciguaban en las insuperables inflexiones de aquellas voces que conjugaban con gran versatilidad lo histriónico con el evidente tinte dramático que acarreaba la obra de Víctor Hugo, que inmortalizó un personaje: Jean Valjean. Tenemos que añadir que el dibujo de la afligida y pequeña Cosette, original de Alain Boubil y Claude-Michel Schönberg, había servido para confeccionar el cartel de aquel musical.
 
          (Desde muy pequeño se nos quedaron grabadas las escenas cinematográficas de aquella popular pareja formada por la guapísima Jeanette Mc Donnald y el galán Nelson Eddy, ambos luchando con aquel fantasma de la ópera, deformado facialmente, que si la memoria no nos traiciona era protagonizado en el celuloide por el irrepetible Lon Chaney, "el hombre de las mil caras".)
 
          En otro teatro, en el Her Majesty's londinense, había un cartelito que, sin duda alguna, debía ser el sueño dorado de todo empresario. En el cartel se leía lo siguiente: "Las entradas para este musical están agotadas hasta el 30 de marzo de 1992”. Y estábamos, como hemos apuntado, en el mes de junio de 1991…
 
          La obra en cuestión era El Fantasma de la Ópera, que basada en la novela de Gastón Leroux ahora había musicado Andrew Lloyd Webber, aquel portento de cuarenta y dos años que en 1971 ya había sorprendido al mundo del espectáculo con el ya mencionado Jesus Christ Superstar, junto a Tim Rice, sin olvidarnos de sus otros éxitos: Evita (1976), Cats (1981), Song and Dance (1982) y Starlight Express (1984), por mencionar sus cotas. Decían los críticos más fiables que Andrew Lloyd Webber representaba en aquella actualidad musical lo que antaño correspondió a los Bellini, Donizetti, Rossini, Mussorgsky, Tchaikovsky, Offenbach, Verdi, Wagner...
 
          El Fantasma de la Ópera, que se venía representando en el citado Her Majesty's desde octubre de 1986, podía alcanzar las cotas del Jesus Christ Superstar, aquella impactante “ópera rock”. En el elenco artístico, unos eran mejores que otros, pero todos, evidentemente, eran primeras figuras. Tanto los actores como las actrices estelares siempre tenían la tranquilidad de saberse sustituidos por compañeros de la máxima garantía. Quienes interpretaban la primera función, no solían repetir en la segunda, como ocurría, por ejemplo, los sábados. Ante aquella coyuntura, ya podíamos imaginar la categoría que poseía la compañía.
 
          ¿Por dónde empezar? ¿Por la insuperable iluminación; por los lujosos decorados; por el logradísimo maquillaje; por el bello e impecable vestuario; por la cronométrica compenetración de los números coreográficos? Al público con insuficiencias cardíacas y proclive al susto habría que avisarle que si acudía al patio de butacas no saliera enloquecido, ni en tromba, cuando en la escena número diez, o sea, al final del primer acto, veían "desplomarse" aquella maravillosa lámpara que hasta entonces había estado suspen¬dida sobre todas nuestras cabezas de Damocles. A los románticos tendríamos que recordarles aquel enternecedor paseo en barca, que sorteando sombras fantasmagóricas se deslizaba entre tenebrosos candelabros, donde el posible pánico era erradicado por una música casi celestial. A los amantes de la aventura y sobresalto, invitarles a presenciar a aquel fantasma haciendo como equilibrios circenses en un elevado pasadizo de débiles estructuras, desde donde zarandeaba aquella hermosa y descomunal lámpara que parecía seguir los pasos del conocido botafumeiro compostelano. Equilibrio que por pura simbiosis había heredado aquella señorita que en el descanso vendía las chucherías, los cornetos y los refrescos, suspendida en el bordillo del anfiteatro, como número fuera del variadísimo programa musical.
 
          Y entre toda aquella conjunción de arte y de belleza plástica, el increíble complemento, ya lo hemos apuntado, de unas voces únicas, simplemente inolvidables. Y la música de aquel joven compositor que respondía por Andrew Lloyd Webber, el de Jesucristo Superstar.
 
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