Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XXV)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
 
SIEMPRE SERÁ IMPOSIBLE HARTARSE DE LONDRES
 
 
           Andrew Eames ha dicho cosas muy importantes y curiosas de la capital del Reino Unido. Pero nosotros, por encima de todo, nos quedamos con esta simple frase: "Siempre será imposible hartarse de Londres".
 
          Para conocer bien Londres hay que callejear. Y haber tenido en cuenta aquella máxima que tanto hace reír a mi compañero y locutor consolidado Manolo Negrín, y que dice: "Poco plato, poca cama y mucha suela de zapato". ¿Por dónde empezar para ver Londres?
 
          Pues mire, coja usted una silla, de no encontrar bancos en Oxford Street, y allí, sentadito, provisto de un paraguas, por si las moscas, empiece a contemplar, muy detenidamente, lo que tiene a su alrededor. Oiga, y verá de todo. Y se imaginará el resto: ”saríes” y “sarongs”; mezquitas y mandiras; calipso y palillos chinos, turbantes y “tandooris”; embozos y solideos... Y entre col y col, verá el modelo de última moda mezclado con un "skin-head", una de las inevitables tribus urbanas de Londres. Y sus ojos no darán crédito a ese inmenso conglomerado multicultural formado por una variopinta etnia de hindúes, antillanos, paquistaníes, chinos, japoneses, africanos, vietnamitas... En esta atosigante metrópoli, que sigue siendo la ciudad más grande de Europa, se albergan casi siete millones de habitantes. Y, para más inri, recibe a más de veintitrés millones de turistas al año. Un millón de personas utilizan diariamente el transporte público dentro del área del Gran Londres, mientras que unas doscientas cincuenta mil se mueven en vehículo propio. La red de metro, la más antigua del mundo, atiende a setecientos cincuenta millones de pasajeros al año y son tres millones los que utilizan el autobús a diario.
 
          Ante esta increíble "invasión" no es extraño que por Carnaby Street consigamos un cenicero de “souvenir” con la siguiente y sintomática inscripción en inglés: ¡Mantenga limpia la ciudad; abandónela!
 
          ¿Por dónde empezar para ver Londres? Pues coja ahora su sillita plegable y vaya a Leicester Square, ahora acotada por reformas. Allí, entre otras cosas, las palomas, como en Trafalgar Square, te arrojarán desde las alturas, sin piedad, el resultado de la ingestión de los granos y migajas que el turista generosamente les ha proporcionado. Allí está el universal e intemporal Charlot, con su bastoncillo de bambú e inseparable bombín, inmortalizado en una sencilla escultura donde una inscripción nos recuerda "al genial cómico que dio tanto placer", que parece mirar con cierta turbación a la sensual Madonna, donde los próximos carteles cinematográficos la muestran invitándonos a su cama. Aquí, en Leicester Square, parece que siempre es fiesta ante tanta aglomeración de público, donde el peatón observa que sobre los bancos y el césped de la citada plaza se congregan la flor y la nata de los dipsómanos más acrisolados del Reino, que hacen un conjunto inconfundible entre jubilados de todo, tatuados, “hippies” y “punks”.
 
          Henry James dijo que "Londres es una enorme enciclopedia animada por personas en lugar de páginas". Y estamos de acuerdo en quien añade que son acertadas dichas palabras ya que tan importantes son las gentes y la cultura como las piedras de este babélico Londres desde donde cada cuatro días sale un nuevo libro sobre su embrujo, su masificación y su encanto. De esta ciudad cariñosa y conservadora donde en sus calles se repite el nombre de Winston Churchill por doce veces. Los taxistas saben más de la historia de Inglaterra por los nombres de las calles que por lo que aprendieron en la escuela.
 
          Londres es como un festín que se renueva. Sus encantos de siempre nunca decepcionan. Te pueden crear ciertas y determinadas taquicardias si, por ejemplo, se te ocurre penetrar en la elegante New Bond Street, una vía casi solitaria a pesar de su proximidad con la multitudinaria -siempre lo fue- Oxford Street. New Bond Street "huele bien", diferente, y es asaetada de Rolls Royce y Porsche; gente maquillada, tan limpia y reluciente como alfileres nuevos. Allí preguntas el precio de aquella tela que te ha embelesado en el escaparate. Y el empleado, con mucho estilo, atildado y con amplia sonrisa, te responde muy respetuosamente que el metro de aquella tela cuesta setenta mil pesetas...
 
         Pero no bajes la guardia, no te decepciones, no pienses, ni en un momento, en aquel "no somos nadie". Introdúcete ahora en los divertidos y amenos mercadillos londinenses. Se dice que en Petticoat Lane los rateros son tan rápidos que uno puede acabar comprando su propia bufanda antes de llegar al último puesto. Paradójicamente, es ésta una ciudad en la que el repartidor de la leche deja las botellas en las puertas de las casas sin que nadie se las lleve. Porque, amigos míos, el que se las lleva y lo pesquen, está "aviado". Y es que en Inglaterra, el ladrón, aparte de ser una especie de "enemigo público número uno", paga, sin contemplación alguna, su infracción, su debilidad por lo ajeno. Allí no se andan con pañitos calientes sobre este particular. En las grandes tiendas, en los grandes almacenes, los guardias y los vigilantes van disfrazados desde delicadas amas de casa hasta de harapientos “hippies”. Y el "listillo" de turno cree que puede andar a sus anchas sin darle importancia ni a los personajes antes señalados -que por supuesto nunca levantan sospechas-, ni a los circuitos cerrados de televisión que desde que ven entrar al recinto a un individuo "de mala pinta" pues no le dejan ni a sol ni a sombra. Hasta que el "listillo" comete la torpeza de meterse en el bolsillo lo apetecido y prohibido. Al instante, una mano, por detrás, le indica ¿me puede acompañar? El destino mas próximo es la comisaría.
 
          En este Londres se puede observar tanto el cinismo y la evidente picardía de los vendedores callejeros como esa antítesis protagonizada por el "bobby", el policía urbano que, como recalca Eames, es casi un monumento en esta ciudad, ya sea hombre o mujer, tan centro de atención y de las cámaras fotográficas como el mismo Big Ben. El “bobby” inglés goza de una imagen familiar que contrasta extrañamen¬te con la que tiene la policía de todo el mundo. No lleva pistola ni gafas oscuras, tan sólo una porra más o menos escondida, un pequeño silbato y un par de esposas. Esta ausencia de "arsenal personal" refleja lo poco peligrosa que es la ciudad, teniendo en cuenta su tamaño.
 
          Ahí sigue este Londres que, a Dios gracias, milagrosamente ha descontaminado su Támesis. Y combatido la polución con pragmática positividad. En Londres nunca hemos olfateado humos de coches ni de guaguas. Y sigue respetando pulmones ya que al que se le ocurra fumar en los autobuses podría pagar, como máximo, una multa de ochenta mil pesetas, que se atenúa en los trenes, donde la cota es de diez mil pesetas. Ahí queda esa inconfundible Oxford Street, siempre bulliciosa y llena de sorpresas, con el sempiterno y familiar hombre-cartel que ensalza a los vegetarianos y repudia las proteínas de la carne. Ahí quedan esos monjes de cabeza rapada y túnicas rosadas repartiendo folletos de captación haciendo sonar flautas y tambores. Ahí quedan esas descomunales pamelas rancheras y esos gorros multicolores, como guacamayos, que sólo pueden verse en este Oxford Street, donde los poquísimos británicos que vemos siguen chupándose los dedos al degustar un helado porque, "God made fingers before serviette", es decir, Dios hizo primero los dedos que la servilleta.
 
 
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SURGIÓ LA LLUVIA, EL SOL... Y EL CÉSPED
 
 
          El 3 de agosto de 1990, y precisamente a las tres de la tarde, Gran Bretaña veía, con no disimulado estupor y sobresalto, cómo sus termómetros marcaban 98,8 grados Fahrenheit, o sea 37,1 Celsius. El tórrido -para ellos- récord había sido batido ya que la cota se había mantenido desde el 9 de agosto de 1911 con un grado menos, según apuntó el renacido The Times.
 
          Tras aquellos insólitos calores, incluso, se atrevió a decir, que el Todopoderoso les había castigado con aquellos agobios ya que era conocido -por mediación de Greenpeace - que Gran Bretaña era el productor y exportador más grande en Europa Occidental de las sustancias químicas consideradas como principales responsables de la destrucción de la capa de ozono, que protege a la Tierra de los rayos ultravioletas del Sol, los cuales provocan grandes daños a la vida del planeta.
 
          El sol británico parecía que "picaba" como ningún otro, y ya no podía decirse que Londres conocía cada día las cuatro estaciones... Aún se recordaba con escalofríos la sacudida de aquel huracán que tres años antes había arrasado unos quince millones de pulmones -léase árboles- en el sureste del país.
 
          Pero en el verano de 1991, el Todopoderoso fue indulgente con los británicos: les devolvió su lluvia, sus días nublados -muy propicios para caminar durante horas-; les devolvió sus ocasos teñidos de rojo, sus truenos, sus relámpagos, sus tormentas... Y, por encima de todo, les devolvió su césped, aquel increíble y generoso verdor, que lo inundaba todo. De nuevo, y como antaño nos dijo André Maurois, habíamos comprobado que "en todo inglés hay un poeta bucólico", aunque entonces no podíamos presenciar rebaños de carneros en Hyde Park. De nuevo, habíamos advertido que la gente de la campiña, de las zonas periféricas, experimentaban un sentido de profunda lástima hacia los habitantes de la capital, porque mientras aquellos veían cubiertas sus carreteras, sus caminos y sus senderos por exuberantes malvas y ortigas; por petunias, flores de mundo, rosas y amapolas, amén de un sinnúmero de flores silvestres, entonces bajo protección oficial; allá, en Londres, por ejemplo, los más conservadores clérigos y oficinistas que se movían entre las pocas agraciadas moles de cemento de "la nueva City", solían decir que los responsables de la reciente ordenación urbana y los arquitectos habían hecho más daño al paisaje urbano de la ciudad, que el bombardeo alemán...
 
        ¿Quién podía ser más feliz que aquél que trabajaba en Londres y que después, a partir de las cinco de la tarde, volvía a su casa, a su campiña, regaba sus flores, cenaba en el jardín, oía el canto de los pájaros y dirigía su mirada a aquel próximo e impenetrable bosquecillo? Aseguraban que el ejemplo de haber triunfado socialmente consistía en poseer un pequeño alojamiento en la capital, en el que se pasaba el tiempo requerido por los negocios; y una casa de campo en la que, durante un fin de semana prolongado, se consagraba a la familia y se dedicaba al cultivo del jardín y a la vida al aire libre. Este modo de vida, que era el de la aristocracia, se había convertido en el ideal de las demás clases sociales. Los ricos de la City lo practicaban ostensiblemente. Hasta el "cockney", profundamente apegado a su East End, soñaba con ganar una buena quiniela futbolística para poder dedicarse a criar caballos de pura sangre en aquella campiña que con la "cercana caricia del sol" era, simplemente, insuperable, máxime si encontrábamos a unos enamorados de las flores como nuestros entrañables amigos Ian y Peggy, que habían convertido su casa en un paraíso terrenal, con peces incluidos.
 
          A los canarios nos seguía llamando poderosamente la atención aquellas interminables llanuras verdes con que Gran Bretaña cubría una buena parte de sus tierras. Uno, particularmente, sentía una sensación muy especial al pisarlas sin tropezar con aquellos cartelitos que se prodigaban en el Parque Municipal de nuestra infancia, que decían: prohibido pisar el césped...
 
          El césped no debería cortarse, decía la Organización Fruitarian, de Maryland, Estados Unidos, ya que según ellos "la hierba siente dolor cuando la cortan". Pero respondían los británicos que si no la cortaban se convertía "en algo muy grande", que dificultaba el paso de la gente. Para el canario no sólo era un goce visual la contemplación de tal manto, sino después, tras el corte, percibir su olor, su inconfundible fragancia, su frescor, que se nos ofrecía cuando había "lluvia y sol" -imprescindible tándem para su crecimiento-, una vez a la semana, cuando aquellas ruidosas cortadoras se encargaban de peinar el paisaje y, las sierras eléctricas, de adornar los jardines y paseos públicos. Cortar el césped en Inglaterra era como un rito que había que mantener por encima de todo. Ningún hogar que se preciara dejaba crecer el césped hasta que éste se confundiera con la simple hierba. Nada entusiasmaba más al británico que, primero, le halagasen su jardín y, después, la uniformidad y cortado de su césped, que en ciertas ocasiones rompía su verdor con la incursión de una solitaria amapola y, en otras, con las invasiones de mirlos que parecían como guiados por la mano del genial Alfred Hitchcock.
 
          Seguía siendo el británico tan conservador como previsor. A pesar de aquella abundante lluvia que les había caído, aún no querían humedecer sus jardines con la fácil manguera sino aprovechando, en depósitos al efecto, las gotas del cielo, que luego dosificaban al máximo con sus antañones regadores. Se habían aprendido de memoria y la llevaban a la práctica esta advertencia: "short in water", es decir, que, a pesar de todo, se tenía que seguir ahorrando el líquido elemento.
 
          Lejos de la ciudad más grande de Europa, que recibía veintitrés millones de turistas al año y donde unos diez mil vagabundos dormían en sus calles; lejos de aquella urbe que alardeaba de poseer la red de metro más antigua del mundo; lejos de aquel Londres menos peligroso de lo que se pensaba y sin tanta neblina como en las películas de Sherlock Holmes y Jack El Destripador, pues aún se mantenían las casas con las puertas abiertas y los jardines y huertas sin apenas rejas ni vallas. Y entonces, con tanta lluvia como sol, su campiña estaba francamente deslumbrante, con ortigas y malvas descomunales y con un florido ejército de rosas y petunias, todo ello rodeado, como pudimos comprobar en la localidad de Hatfield, de generosos bosquecillos que por las noches nos proporcionan un sonido muy “sui géneris” cuando la brisa acariciaba sus ramas y, por las mañanas, nos ofrecía no sólo el lagrimeo de la "serenada" sino las divertidas piruetas de la siempre encantadora ardilla.
 
 
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