Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XXIV)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
 
DARTMOOR: EL PAISAJE MÁS ENCANTADOR Y RELAJANTE
 
 
           Con aquella templada caricia que pregonó Gabriel D’Anunzzio, aquellos paisajes resultan únicos e inolvidables. A su espalda, oliendo a salitre, a marisco e invadida de turistas, se encuentra la “RivIera inglesa”, con la trilogía, ya lo hemos apuntado, de Torquay, Paignton y Brixham.
 
          Torquay es la reina del litoral, con sus siete colinas y sus mansiones mirando al mar. Paignton presume de largas playas y gran variedad de deportes náuticos y, además, por poseer “un teatro, un zoo, un cine y muchas discotecas”. Brixham es aún un puerto pesquero de calles estrechas y con un muelle donde los artistas no pueden resistir sus encantos, donde las gaviotas, grandes como gallinas navideñas, ponen la constante de sus graznidos por toda la ciudad, que se acentúan cuando los turistas sacian sus apetitos volátiles con papas y pescado frito.
 
          En época invernal, estas tres localidades tienen una población total de cien mil habitantes; en verano la cifra sufre una importante alteración ya que suele llegar a millones. Con el estío se llenan aquellos hotelitos de caprichosas y primorosas estructuras arquitectónicas; se llenan los “Bed and breakfast”, donde la cama y el desayuno resulta módico; y se llenan todas aquellas casas particulares donde ondeen estos cartelitos y rótulos: “Vacancies”, “Guest house”, “Evening meals”… La tercera edad y los convalecientes suelen tener un tratamiento especial. En los “Nursery home”, los impedidos o los recién operados, disponen de la persona adecuada para su ayuda o restablecimiento.
 
          En efecto, en “La Riviera inglesa” está el bullicio, la algarabía, el “shopping”, las “playas para tobillos” y las terrazas cuajadas de turistas que miran con avidez el firmamento en busca del sol, rogando que las constantes nubes corran y se disipen. Pero un poco más allá, a sus espaldas, está la quietud, la tranquilidad, la paz, está la campiña. Está Dartmoor…
 
          En Dartmoor no hay señales para indicar a los automovilistas que moderen la velocidad por la proximidad de una zona escolar. Sí que hay señales indicando que por la vía pueden irrumpir vacas, muchas vacas, tantas como en las películas de aquel centauro llamado John Wayne, ¿recuerdan?.
 
          Ocupando una gran franja central, de costa a costa, de la península occidental de Inglaterra, se encuentra Devonshire, uno de los más bellos territorios del país que, con casi un millón de habitantes, es el tercero más largo de los condados británicos. Posee 8.300 millas de carreteras, lo que quiere decir que tiene más de dos mil millas que cualquier otro condado y, por supuesto, con su Riviera, una afluencia anual de tres millones de visitantes, muchos de ellos del extranjero.
 
          Pues bien, en el corazón de Devonshire, que a simple vista parece un condado masificado, está Dartmoor: un área de 945 kilómetros cuadrados (como si soldáramos, más o menos, la isla de La Palma con La Gomera) de gran belleza natural y agreste esplendor.
 
          Dartmoor, designado actualmente como Parque Nacional, es probablemente la última de las regiones silvestres que aún se conservan casi intactas en el sur de Inglaterra. Un lugar de leyenda e historia, con el mosaico multicolor de sus colinas, ondulantes, presididas por rocas de granito llamados tolmos. Allí, repetimos, se encuentra esa paz, esa tranquilidad, que nos da tiempo para detenernos y descansar de la agitación que produce la vida moderna.
 
          Dartmoor es un lugar donde el ganado pasta en calma. Ni los autobuses turísticos inmutan a aquellas vacas incansables en su rumiar; ni a las ovejas, todas blancas y marcadas de rojo. En muchos puntos, carreteras estrechas, angostas, adornadas en sus cunetas por tupidos bosques. Por cielo, ramas y follaje. Y tractores, muchos tractores, que frenan la velocidad de nuestro vehículo como invitándonos a contemplar con sosiego aquella impagable estampa bucólica. Aldeas rodeadas por granjas de construcciónes sólidas y generalmente centradas en una bella iglesia de granito coronada por aquellas “spires” que parecen pinchar para hacer gritar a tanta quietud. Arroyos a cada vuelta del camino; senderos que se deslizan suavemente sobre las rocas en el verano para convertirse en impetuosos torrentes en el invierno, que alimentan ríos de corriente más rápida, cruzados por antiguos puentes de piedra, que a su vez desembocan en el mar a través de los hermosos estuarios de Devon. En un recodo, la cantera, que ha suministrado el granito de Dartmoor a muchos edificios famosos. Y también vestigios más recientes del hombre industrial en las ruinas de las minas de estaño agotadas.
 
          Ante este goce visual resulta obvio que en este magnífico escenario y dentro del Parque Nacional, Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes, decidiera trasladar a su personaje tras su primer caso: el triunfo del profesor Moriarty, lejos de la neblina londinense, para situarlo en uno de los lugares más grandiosos del “West Country” de Inglaterra: Dartmoor, que según los críticos también constituye uno de los parajes más literarios del Reino Unido, que recalcan que hoy el viajero puede disfrutar de la belleza de una manada de caballos salvajes, pero difícilmente -y nos consta- encontrará el fiero perro de los Baskerville. Sí encontrará, en cambio, un Parque Nacional cuya principal atracción, según algunos autores, en su dramatismo y misteriosa belleza.
 
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BRIGHTON, EL MAYOR NÚCLEO VERANIEGO DEL SUR DE INGLATERRA
 
 
          Ya se sabe que el clima de Inglaterra es uno de los más caprichosos del mundo. Imposible prever, al contemplar por la mañana el estado del cielo, qué tiempo hará durante el día. Al sol de las once sucede el nublado del mediodía. De ahí el paraguas siempre colgado al brazo del londinense. Decía André Maurois "que tal vez la causa de la incertidumbre inglesa había sido el espectáculo y los efectos de este clima tan variable, pues no existe en el mundo pueblo más voluble, más fantástico que éste", añadiendo que “los resultados de las elecciones son, en Inglaterra, tan imprevisibles como las tempestades”. Mientras el viento del Oeste infunde en los ingleses optimismo y salud, el viento del Este ejerce sobre ellos una acción deprimente.
 
          A sólo una hora de viaje del centro de Londres está Brighton, que como dicen los reclamos turísticos "es el mayor núcleo veraniego del sur de Inglaterra". Brighton era un pequeño pueblo pesquero y agrícola antes de 1750, cuando los visitantes descubrieron su pintoresco atractivo, y la moda de usar su agua de mar como una cura restauradora para la vida del siglo XVIII, aseguró el futuro de la población que comenzó a prosperar. La gente estaba tan interesada en los personajes de la realeza entonces como ahora, de manera que cuando el Príncipe Jorge, que más tarde pasó a ser Príncipe Regente y después Rey Jorge IV, decidió construir su palacio marítimo en Brighton, la popularidad de la ciudad aumentó rápidamente. A este palacio se le ha conocido posteriormente como el Royal Pavilion.
 
          Es precisamente el Royal Pavilion lo que más llama la atención de Brighton al mostrarnos exteriormente aquellas fantasiosas cúpulas abulbadas y pináculos de estilo hindú, que contrasta enormemente con todo el entorno donde aún puede apreciarse la influencia del estilo regencia en gran parte de la hermosa arquitectura de Brighton, que sigue atesorando sus muchos y extensos "crescents" (calles en semicírculo) y plazas, erigidas en su tiempo "para satisfacer el exuberante estilo de vida del Príncipe y el de la sociedad brillante y cultivada que él reunió a su alrededor".
 
          Si nos "choca" aquella visión oriental que nos traslada a los pala¬cios de la India, ésta se atenúa en el interior de dicho recinto, a pesar de que en algunas parcelas predomina un marcado estilo chinesco, reflejado primordialmente en sus lujosos muebles que apenas podemos admirar por el extremo recelo que muestran sus guardianes ya que durante todo el santo día parecen que tienen el disco rayado pues no hacen sino decir al visitante: "¡Por favor, no se detengan; dejen paso a los otros grupos!".
 
          Que allí hubo esplendor y comidas pantagruélicas se comprueba al observar el salón de banquetes y su cocina. Muchos aseguran que el Rey le dio "carta blanca" al arquitecto John Nash y a éste le entró "la venada" y la locura, reflejando su delirio de grandeza en aquellas cúpulas acebolladas y en aquellos pináculos que parecen herir y pinchar al firmamento. A nosotros, particularmente, la fachada del Pavilion se nos asemeja a una tarta oriental, a una descomunal tarta de boda hindú.
 
          A los londinenses les sigue gustando disfrutar del fin de semana en lugares de la costa algo pasados de moda. Las playas preferidas están un poco de capa caída y descuidadas pese a los esfuerzos por mejorarlas. Un vivo ejemplo lo tenemos en el mismo Brighton, al que los propios británicos han etiquetado como "seedy place", algo así como un sitio que floreció en una época pero donde ahora sólo hay semillas...
 
          Ahora, sin un Rey amante de la brisa marina, sin aquellos cortesanos proclives al baño embutidos en liosos ropajes y sin caballerizas ni cenas palaciegas donde las carnes se nos antojan como en las comilonas de Nerón, pues Brighton es el típico "English Resort", es decir, una simple playa, fría, muy fría, con su sempiterno malecón (Pier) lleno de entretenimientos infantiles; su pescado y papas fritas, que siempre son engullidas con la ausencia de tenedores y cuchillos.
 
          Y como Brighton está en Inglaterra y ésta, como ya hemos apuntado, tiene un clima variable, no era de extrañar que a pesar de que estuviésemos alcanzando el mes de agosto, este centro veraniego, tras recibirnos con un tibio sol, nos despidiera con todo un festival de lluvia precedida de los clásicos truenos y relámpagos. Y a pesar del mal tiempo, se podía ver a los turistas en “shorts” y paraguas... Y otros más precavidos llevaban el chubasquero (pantalón y chaqueta plástica) que a las primeras gotas lucían con cierto y no disimulado orgullo.
 
          ¿Cómo describirles el aspecto de aquella inmensa playa de guijarros color hueso? Los escasísimos bañistas habían cogido sus toallas, sus sombrillas, sus bolsas y sus esterillas y habían corrido hacia el interior de la ciudad en busca de un techo menos amenazador. Los numerosos grupos estudiantiles y el gremio de la tercera edad, que eran los núcleos más frecuentes por aquellos lugares, se habían refugiado, respectivamente, en los Mc Donald's y en aquellos otros establecimientos donde la hamburguesa y el "cup-of-¬tea" eran los pedidos mas solicitados.
 
          Así como Napoleón, camino de su exilio, descubrió “la Riviera inglesa" por las inmediaciones de Devon, Jorge IV popularizó y ennobleció a Brighton, "ahora sin flores, sólo con semillas", donde el turismo acude a no bañarse en sus playas sino para "chocar" con aquella tarta hindú que responde por Royal Pavilion.
 
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