Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XX)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra  (1974-2004) publicado en 2006).
 
  
LA CAMPIÑA ELIMINA LA TENSIÓN DE LONDRES
 
 
          Tendremos que irnos olvidando un poco de aquel Londres atosigante y masificado. De aquella Oxford Street -sólo para buses y taxis- donde se hacía muy difícil encontrar un londinense de compras ante tanto turbante, sedas orientales, coreanos, japoneses, chinos, hindúes, pakistaníes y africanos, con los peinados más artesanales y sofisticados. A cada instante, el sincopado y angustioso decibelio de la ambulancia que irrumpía ante aquella babélica riada humana, que se diluía totalmente cuando dejábamos el núcleo central y optábamos por adentrarnos, a pocos metros, en otras vías de cierta tranquilidad.
 
          Londres había cambiado tremendamente en los últimos veinte años. Otrora fornida capital del Reino inglés, Londres se había convertido en una de las capitales más internacionales del mundo. Pero no se trataba de un internacionalismo corriente, común a todas las grandes capitales y esencial, por supuesto, en las ciudades de inmigrantes, como Nueva York. Era algo más. Tenía una gran dosis de conquista, por lo que, por primera vez en muchos años, el londinense estaba mostrando síntomas de una xenofobia que ya había detectado Jan Morris. Y esta velada aversión al extranjero se podía observar, entre bromas y veras, paseando y observando “souvenirs”, entre “punks”, “tecnos”, chiquillería y numerosísimos grupos estudiantiles de franceses, alemanes, italianos y españoles, serpenteando por Carnaby Street, donde en ceniceros se podía leer en inglés “Mantenga limpia la ciudad…abandónela”.
 
         Italia, Alemania, Suiza o España parecían tener muchas ciudades; pero Gran Bretaña, como Francia, parecía tener una sóla, la capital, como señalaba José María Carandell. Y no era que el Reino Unido careciera de toledos, bolonias, hamburgos o basileas. Las había y tan interesantes como Liverpool, Glasgow y Edimburgo, por no hablar de las universitarias Cambridge y Oxford. Pero Londres era un mundo gigantesco, que no podía ser bien conocido ni tras largos años de estancia, y, lo que era más, centralizaba de una manera casi radical las energías de todo el país. Londres era la capital del ex Imperio británico, que era casi tanto como decir de medio mundo. Para los extranjeros que no conocían bien las Islas, o las conocían insuficientemente, viajar a Gran Bretaña era viajar a Inglaterra, y viajar a Inglaterra era hacerlo -como seguía apuntando Carandell- a esta conurbación de siete millones y medio de habitantes. Compárese esta cantidad con el millón de Birmingham, la segunda importancia, y se comprenderá el peso que Londres tenía en el Estado.
 
          Manuel Blanco Tobío, en el ABC, decía: “Ningún dirigente de un país miembro de la Commonwelth quiere irse de Londres con la responsabilidad de haberse ido de la Commonwelth, que para los africanos es como irse de un “club de prestigio”.”
 
          Algunas veces resultaba tétrico hablar de Londres, que Hollywood plasmó en su celuloide con eco, humo y niebla. Pero el autor estima, y nunca se cansará de decirlo, que lo mejor que puede descubrirse en Gran Bretaña es su campiña. Contemplar aquellas amplias llanuras con un verde cuajado de frescura y vida. Se olía a hierba fresca, a tierra húmeda, a fragancia de flores. Se respiraba hondo para inundar unos pulmones sentenciados otrora con ambientes de capital, enrarecido, adulterado, peligroso y no precisamente en Londres, ya que ellos, los londinenses, por verdadero milagro, habían sabido combatir y gozar de ambientes no tan saturados. En aquellas largas y frondosas praderas se podía contemplar aquel vivificante espectáculo de centenares de vacas rumiando un alimento que de tan verde y lozano parecía no acabarse nunca. 
 
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EL CLIMA ES BUENO PERO MALO EL TIEMPO
 
 
          El británico era orgulloso y altivo con la temperatura aunque la resignación presidiera muchas de sus circunstancias. Siempre se ha mantenido que en Gran Bretaña “el clima es bueno pero malo el tiempo”. Conocemos el desconcierto de los propios nativos cuando les venía encima un verano loco de truenos, rayos y relámpagos. Pero aquel último estío había sido, en determinados días, un prodigio de luz y tibieza en la campiña británica. Resultaba impagable, por ejemplo, un paseo mañanero con el complemento de un simple haz de sol que convertía los aledaños de aquellos innumerables lagos y prados en visión imborrable, pacificadora, de relax, con bancos de descanso como para no levantarse nunca; bancos que nos otorgaban el papel de espectadores ante paseantes jubilados de sombrilla y perro, que de vez en cuando se apartaban un poco más de la orilla para que las excursiones escolares de franceses, alemanes, tunecinos y españoles, diesen migajas a los patos y se fotografiasen con los cisnes, que con solemnidad de ballet se deslizaban por aquellas aguas de balsa y espejo.
 
          Ningún problema en los servicios higiénicos, muy limpios, sin personal permanente -o, por lo menos, visible-, incluso perfumados, con grifos que convertían el líquido en hilo fino, otra forma de manifestar el ahorro, porque llueve a menudo en Inglaterra pero no hay embalses ni presas, para hacer frente, por ejemplo, a una prolongada sequía, como les ocurrió hace algunos años cuando se tuvo que prohibir lavar coches y regar jardines, dos de los grandes “hobbies” del pueblo británico. Por otra parte, allí, en Gran Bretaña, el agua no se cobraba por lo consumido sino por la superficie que ocupara la propiedad, una forma de manifestar la seriedad de esta colectividad al despilfarro, que sabía perfectamente iba aparejada al detrimento de todos.
 
          En aquellas localidades periféricas a Londres, ciudades satélites o dormitorios, habíamos vuelto a gozar de aquellos diálogos campechanos, desenfadados, rústicos, que creíamos erradicados, entre chóferes y pasajeros de líneas urbanas, donde el cobrador había sido desplazado por una ranura y un cartelito: “Por favor, traiga el dinero exacto”. A nadie, o casi a nadie, se le ocurría dar gato por liebre. Eran autobuses verdes -los de la metrópoli eran rojos-, como el césped circundante, donde el aire acondicionado era un insulto y la calefacción una bendición de Dios. Eran receptáculos del Good morning! y del Bye, bye!, con gente de vestir anticuado, algún que otro tirabuzón, gruesas medias y calzado de retal.
 
          En la mayoría de aquellas “ciudades dormitorios”, creadas para desmasificar a Londres, se había resuelto perfectamente el problema del aparcamiento y nos percatamos que después de una intensa lluvia el drenaje resultaba modélico: a la media hora, apenas se observaban charcos; y las calles, con la tibieza del sol, se secaban al instante.
 
          En los “Towns Centre”, cómodos, peatonales y bulliciosos, había rótulos en los Woolworth, Boots, Marks Spencer, etc: “Los ladrones serán perseguidos”. Pero en los hogares de aquellos contornos, próximo al babélico y cada vez más intransitable Londres, se dejaban las puertas casi abiertas; y los jardines y huertas, apenas tenían verjas y vallas. Y algunos inquilinos hasta dejaban “las cosas tiradas” en el cuarto de estar para que los posibles cacos desistieran de la irrupción al comprobar “que dentro había niños jugando”.
 
          En los veranos de 1985 y 1986, Gran Bretaña no gozó, como hubiese deseado, de esa “caricia cercana del sol”, que apuntó Gabriel D’Annunzio. En los más recientes estíos se habían prodigado amaneceres de cielos cubiertos por nubes de colores indefinidos; frescor en el ambiente; alguna que otra chimenea con el humo del desayuno; un “breakfast” con termómetro invernal, con la observación de un panorama de casas terreras, con un jardín frontal y huerto trasero; desayuno de “corn-flakes”, otros cereales, leche fresca, tostadas y mermelada, con aquel estimulante “cup of tea”, léase té, con un chorrito de leche, que jamás caía pesado. Los sábados y domingos, posiblemente, “bacon” y huevos fritos.
 
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