Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XII)

 
Por Antonio Salgado Pérez (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
 
La mayoría de los británicos desconocen la derrota de Horacio Nelson en Tenerife.  
 
          En las columnas del rotativo tinerfeño El Día y ocupándose de Horacio Nelson, Luis Ortega nos decía “que en más de una ocasión y por imperativos del oficio de periodista se había encontrado con situaciones donde no sabía que actitud adoptar: la risa, el pataleo o el llanto”. Y todo ello porque en cierta ocasión una entidad le pidió un documento divulgativo sobre Tenerife -ya se sabe, itinerario geográfico e histórico, lugares de interés, costumbres, tradiciones- con especial énfasis en el aspecto turístico. De Santa Cruz y de su victoria nelsoniana hablamos, claro está, confesaba Ortega; pero añadía que “brillantes técnicos que presenciaron el visionado consideraron conveniente omitir el triunfo de una plaza fuerte sobre la más poderosa escuadra del siglo XVII y el más famoso de sus marinos, porque -¡lo que hay que oír, señores!- significaba una posible restricción del turismo británico hacia esta provincia y podía herir las suspicacias de nuestros huéspedes ingleses…”.
 
          La verdad es que los ingleses han conseguido su propósito. Allá, en las afueras de Londres, en Hemel Hempstead, con la vecinal presencia de las bucólicas granjas campesinas donde Nelson gozó, con serias oposiciones, de la grata compañía de Lady Hamilton, a quien terminó de inmortalizar el celuloide; allí, entre aquel impagable olor a césped y hierba recién cortada, el núcleo estudiantil isleño se había percatado, entre otras cosas, que resultaba evidente y perfectamente comprobable el desconocimiento que esta gente, y otra más preparada, tenía no sólo de nuestra batalla de Tenerife sino de la ubicación y entorno de nuestra propia Isla.
 
          Uno de aquellos alumnos se vio sorprendido cuando la señora que le acogió, como novedad, le invitó a que “descubriese” la lavadora automática que tenía en la cocina; otra se interesó por si existían automóviles en la Isla e incluso hubo una a la que le extrañó el color de nuestra piel dada nuestra proximidad con África… Obviamente, eran personas de discutible valor cultural que, posiblemente, sólo habían tenido la oportunidad de ver el nombre de Tenerife a través de la televisión, cuando se anunciaba el próximo crucero turístico del Canberra. La leyenda de los tomates y plátanos de Canarias, ya había terminado. Ahora venían, entre otros puntos, de Israel y Honduras.
 
          Pero aún más dolía comprobar, con exasperante reiteración, cómo auténticos profesores universitarios, bañados con la cultura de Oxford y Cambridge, esbozaban sonrisas entre irónicas e incrédulas cuando, en nuestras excursiones por Trafalgar Square, se les recalcaba, con no disimulado énfasis patriótico, que Horacio Nelson estaba allí arriba, en la cúspide de la columna, manco, porque dejó su brazo derecho enfrentándose a las huestes del general Gutiérrez… Había que ponerse muy serio, pero que muy serio, para que se lo creyeran. Allí no valía aquel cuarteto del poeta Estévanez: Cuanto más alto se ponga/ de Horario Nelson la estatua,/ más alto verán los siglos/ el nombre de mi Nivaria/. Vayan ustedes a saber si en los libros de texto británicos se omitían los fracasos y borrones bélicos del contralmirante y se decía que el ojo que perdió en Calvi fue por desprendimiento de retina y el brazo derecho por congelación al intentar subir al Teide...
 
          Sí; dolía que cuando decíamos ser españoles nos dijesen, entre bromas y veras, dónde guardamos las castañuelas y los capotes de torero. Dolía que nuestro idioma, el español, no apareciera en los mejores museos, salas de arte y pinacotecas, que seguían prefiriendo para sus catálogos, folletos y casetes, el alemán, el francés y el italiano, trilogía que también seguía imperando en los urinarios, cuartos de aseo y “toilettes” que menudeaban no sólo en la gran urbe sino en cualquier pueblecito de la periferia capitalina. Y enojaba, igualmente, que Canarias, concretamente Tenerife, fuese, para algunos, algo selvático, inexplorado, sinónimo de sol, palmeras y taparrabos. Nos apenaba que, por repentina indisposición de uno de los profesores nativos que impartían sus clases de inglés al alumnado isleño, éste fuese sustituido por una profesora que nada más llegar a clase y preguntar de qué parte de España procedíamos, invitase a uno de los alumnos a que improvisara un mapa sobre la pizarra para conocer la auténtica ubicación de Tenerife…
 
          Pero el canario seguía siendo generoso, desprendido y resignado. Si supimos defender denodadamente nuestro territorio y nuestra independencia, también supimos ser hidalgos con el rival, que si nos brindó cerveza y queso, nosotros le obsequiamos, tras su derrota, con un par de limetones de vino…Y luego, en la catedral de San Pablo, “que se construyó para Dios y existe para todos”, bajamos a la hermosa cripta donde reposaban los restos mortales de Horacio Nelson, en medio de numerosos monumentos a famosos navegantes y soldados británicos, al igual que hombres de letras, muchos de los cuales habían sido enterrados allí.
 
          Quizá la tumba más humilde de San Pablo se encontraba al pie de la escalerilla a la derecha del tercer alféizar. Una placa sencilla encima del túmulo decía: “si busca un monumento, mire a su alrededor”. Era la tumba de Sir Christopher Wren, el genio de las glorias arquitectónicas de la catedral, el que ideó el impresionante abovedado de aquella cripta que hacía fuese una de las secciones más fascinantes del edificio con dos fastuosas tumbas: las de Wellington y Nelson. Los restos mortales del contralmirante, que fueron conservados en un barril de ron de la Marina, descansan debajo del sarcófago de mármol negro hecho por Benedetto da Rovezzano. Es un túmulo para la meditación. Es una tumba que incluso parece sobrecoger al busto de Lawrence de Arabia que, en un rincón, le mira, fija, eternamente.
 
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