Grandes epidemias en Tenerife (y 2)

 
Por José Manuel Ledesma Alonso  (Publicado en El Día el 29 de marzo y en el Diario de Avisos el 5 de abril de 2020).
 
 
          En el otoño de 1893 comenzaron a llegar alarmantes noticias de la existencia de una epidemia de Cólera en la Península y Europa, lo que haría que en el Puerto de Santa Cruz se aplicaran las medidas preventivas habituales; es decir, obligar a los barcos procedentes de puertos infectados a guardar la preceptiva cuarentena.
 
          Por ello, cuando el 29 de septiembre llegó el vapor italiano Remo con "patente sucia", se le desvió a pasar la cuarentena en el Lazareto, frente al barrio de Los Llanos, donde quedó fondeado y convenientemente aislado y vigilado. El barco navegaba de Río Grande a Génova y llevaba 60 pasajeros en primera y 900 en tercera.
 
          La imprudencia de algún desaprensivo  quebrantando las normas sanitarias haría que el 11 de octubre se dieran los primeros casos de cólera morbo-asiático, y que días después la ciudad se enfrentara a esta epidemia que afectaría a centenares de hogares.
 
          Rápidamente, el resto de las islas y los pueblos del interior se incomunicaron de Santa Cruz. En los cordones de seguridad se colocaron horcas para ejecutar a los que violasen la prohibición. El pánico fue tan grande que los vecinos de Güímar levantaron una pared de piedra seca en la carretera para cortar el paso, aunque de nada les sirvió pues el mal se extendió hasta Arona, Vilaflor, La Zarza, etc. En estos pueblos la labor desarrollada por el doctor Juan Bethencourt Alfonso fue inconmensurable, pues estuvo prestando sus servicios en solitario. 
 
          Rebasados los primeros momentos de estupor, la reacción del pueblo fue inmediata y, lejos de ser presa del desaliento y el desánimo, los vecinos se echaron a la calle para ayudar a las autoridades en cuanto podían. 
 
          Se formaron comisiones de Sanidad, Subsistencia y Beneficencia. En la de Sanidad, los médicos Diego Costa, Juan Febles, Diego Guigou, Ángel María Izquierdo y Eduardo Dominguez, a la vez que publicaron instrucciones y recomendaciones a la población, instalarían hospitales de aislamiento en las ermitas de San Telmo, Regla y Sebastián, contando con la colaboración de los guardias municipales, que entregaban la cal para desinfectar casas, ciudadelas y letrinas, abnegada labor que alguno pagó con su vida.
 
          La de Subsistencia abrió suscripciones públicas para los casos más urgentes,  llegando alcanzar 65.000 pesetas, con las que pudo distribuir ropa, enseres y alimentos. Y la de Beneficencia estableció cocinas económicas en la ermita de San Telmo y en la calle del Pilar para atender a los más necesitados.
 
          Este espíritu de lucha del que hizo gala Santa Cruz, también se trasladó a la compañía de zarzuela del tenor Navarro, a la que la epidemia había sorprendió actuando en el Teatro Municipal, pues durante estos tres meses ofreció dieciséis representaciones de El dúo de la Africana, del maestro Caballero; de la misma manera que ocho toreros que venían de América, de paso para la Península, se incorporarían voluntariamente a las cuadrillas sanitarias, prestando una ayuda inestimable. Al terminar la epidemia, el Ayuntamiento les pagó el viaje de regreso a sus casas.
 
          Por la incomunicación impuesta comenzó a escasear el carbón vegetal, imprescindible como combustible para calentar los alimentos, y el hielo, necesario para el alivio de los afectados. Estas carencias fuero solventadas con el carbón mineral cedido por la consignataria de buques, Halmiton, y el hielo donado por algunos barcos surtos en el puerto, y el enviado por el ayuntamiento de La Orotava, traída de los neveros del Teide.
 
          La enfermedad afectó especialmente a las zonas más deprimidas de la población, especialmente la localidad de San Andrés e Igueste, y los barrios de Los Llanos, El Cabo y El Toscal, dejándose sentir de forma especial en las calles del Humo, San Carlos, San Sebastián, San Juan Bautista, Ferrer, San Antonio, San Martín y Oriente. Como en esta última calle la mortandad había sido muy grande, el Pleno Municipal del 4 de enero de 1894, a instancias del párroco de San Francisco, Santiago Beyro, acordó cambiar el nombre de la calle de Oriente por el de Señor de las Tribulaciones pues, según la tradición popular, la propagación de la enfermedad paró en este lugar poco después de que la Imagen hubiera pasado en rogativa por las calles del barrio. El 14 de enero, la imagen volvería a ser llevada en solemne procesión, desde la iglesia de San Francisco al barrio del Toscal, celebración que se repite cada Semana Santa. El 28 de abril de 2011, el Ayuntamiento capitalino designaría al Señor de las Tribulaciones con el título oficial de “Señor de Santa Cruz”.
 
          El 4 de enero de 1894, después de tres angustiosos meses, el Boletín Oficial publicaba la noticia de que la epidemia colérica había finalizado, y declaraba “limpias” las procedencias de Santa Cruz de Tenerife. Se reanudaron las clases en los colegios y en el establecimiento de segunda enseñanza. 
 
          En señal de alegría y entusiasmo, repicaron las campanas, hubo música por las calles, se tiraron cohetes, y se pusieron colgaduras de banderas en los edificios públicos; pero, mientras esto ocurría, una caravana de mujeres, hombres y niños del pueblo de San Andrés, cruzaba la ciudad en peregrinación al Cristo de La Laguna, para cumplir con la promesa que le habían hecho.
 
          En el solemne funeral por el alma de los fallecidos, oficiado por el Obispo en la iglesia de la Concepción, al que asistieron todas las autoridades, la orquesta de la Sociedad Filarmónica Santa Cecilia interpretó un solemne Te Deum, obra del maestro Juan Padrón, cantado por los artistas de la compañía lírica que actuaba en el Teatro. 
 
          De una población de 19.271 habitantes, fueron invadidos por el cólera 1.744, de los que fallecieron 382; de ellos, 40 eran de San Andrés, lugar donde hubo que hacer un nuevo cementerio.
 
Reconocimientos
 
          Cuando se declaró extinguida la epidemia, y la prensa nacional se hizo eco de las pruebas de abnegación y heroísmo demostrados por los habitantes de Santa Cruz, un periódico decía “…que el comportamiento del municipio, médicos y vecindario había rayado en el heroísmo, y si fuera posible recompensar tantas virtudes no habrían cruces y encomiendas suficientes para cada uno de los merecedores a ellas, por lo que era necesario inventar una fórmula que eternizase el brillante comportamiento de un pueblo de todo corazón…”
 
          Mientras que un periódico local  publicaba “que la corporación municipal había logrado en pocos días convertir el antiguo Lazareto en un hospital de epidemias, montado a la altura de los mejores de su clase, a pesar de los pocos recursos con que contaba.”
 
          Estas circunstancias serían oficialmente reconocidas el 23 de abril de 1894, cuando el Consejo de Ministros concedió a Santa Cruz el título de Muy Benéfica, con la Cruz de Primera Clase de la Orden Civil de Beneficencia, con galardón y cinta. 
 
          En las fiestas de mayo de ese año 1894, en el que se conmemoraba el Cuarto Centenario de la Fundación de la Ciudad, el acto que revistió mayor solemnidad fue el celebrado en la plaza de La Candelaria, ante numeroso público. Con la presencia de la Corporación Municipal, con Pendón y bajo mazas, el gobernador civil leyó el Real Decreto por el que se le concedía a Santa Cruz el título de Muy Benéfica, firmado por la reina regente María Cristina de Austria, madre de Alfonso XIII, a la vez que el obispo bendecía la Cruz de Primera Clase de la Orden Civil de Beneficencia, el gobernador civil la colocaba en el Pendón.
 
Gran Cruz de la Orden de Beneficencia Personalizado
 
Gran Cruz de la Orden de Beneficencia
 
 
Homenajes
 
          Terminada la epidemia, los médicos de Santa Cruz organizaron un banquete-homenaje a todas las autoridades, en reconocimiento de la colaboración y apoyo que habían recibido durante la enfermedad. 
 
          Aunque por los testimonios que hemos comprobado la celebración podía haber sido al revés, pues la entrega y comportamiento de los doctores Diego Costa, Juan Febles, Diego Guigou, Ángel María Izquierdo y Eduardo Dominguez fue excepcional al no disponer de los medios más elementales para paliar el sufrimiento de los necesitados. 
 
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