Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (IX)

 
Por Antonio Salgado Pérez (Retazos de su libro Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006). 
 
 
Otro holocausto más: cuando Coventry fue bombardeada…
 
          Valía la pena agotar galones de combustible, cruzar condados y presenciar el “verde más brillante” de la campiña británica con sus canales de juegos infantiles para tener el epílogo de otro holocausto más, teniendo como preludio la desnudez a caballo de Lady Godiva, que así alivió a su pueblo de pesados atributos, dejando, de camino, ciego a un sátiro sastre…
 
          La noche del 14 de noviembre de 1940, la ciudad de Coventry fue arrasada por bombardeos alemanes. De aquella masacre humana, de aquel episodio dantesco quedaron, igualmente, las ruinas de una catedral gótica que había sido modificada. De ella sólo quedó en pie algunas agujas y paredes. Allí, en aquellos despojos que aún se mantenían erguidos en plan de reto, se albergaba no sólo el símbolo de la muerte sino de la resurrección; el óbito besando dichas ruinas, representado por la descomunal y majestuosa obra ya terminada por manos que quisieron y lograron “dejar patente el valor de la indestructible fe cristiana”.
 
          Observar entonces, cuarenta años más tarde, lo bombardeado, era como ser testigos presenciales, sin explosiones ni llamas, de una infernal amalgama de hiroshimas, nagasakis y guernicas, donde los documentos fotográficos de la estúpida tragedia podrían condenarse en los incontenibles rictus de amargura e ira del rey George VI y de Winston Churchil, respectivamente, ante aquel arsenal de antorchas humanas y ocasos históricos, expresiones que eran paliadas, en parte, por el risueño rostro del joven Willy Brandt, haciendo importantísimos donativos del pueblo teutón para la construcción de lo que hoy constituye otra maravilla universal.
 
          No vamos a cometer la osadía de intentar siquiera esbozar la riqueza de arquitectura moderna que albergaba lo que ha nacido al socaire de aquellas ruinas. Si podemos afirmarles que dentro de aquella catedral uno parece personaje de Liliput ante tanta monumentalidad, ante tanto símbolo y psicodélicas esculturas que adornan diferentes capillas y altares. Cristaleras como extraídas del más sabio arco iris y pila bautismal como rescatada de la era prehistórica, todo ello sostenido por unas columnas que pareen empalmar con el firmamento; y presidido por un tapiz de extraordinarias dimensiones, dicen único en el mundo, que algunos aseguraban que tenía un carácter infantil por su policromía, mientras otros sostenían que rompía con la perfecta uniformidad de la obra aunque el público se quedase extasiado ante tal carismático lienzo. Allí los púlpitos sobrecogían sin necesidad de sermones; los velones debían quemarse de otra manera y las estructuras que pendían de las diversas aras le daban al sacerdote el perpetuo papel de estar sufriendo la espada de Damocles.
 
Desde Mortadelo y Filemón hasta Juan Ramón Jiménez
 
          De nuevo el maratón hacía el panzudo avión donde todo el mundo quería llegar primero con la picardía de las dichosas colas, apresuramiento que en esta ocasión algunos frenaron ante la presencia de Alfredo Kraus, siempre joven y abierto al diálogo, también con rumbo a Londres donde iba a grabar; y que ahora se veía invadido por toda clase de bolígrafos en demanda del inevitable autógrafo, que era la servidumbre que tenía que pagar la fama, con gratuidad para los solicitantes, que agradeció de forma especial Rosa Mary, que minutos antes dentro de una cabina telefónica con hilo directo a Tenerife, exclamó:
 
          "¡Dios mío; con qué rapidez bajan las monedas de cinco duros!"
 
          - ¿Queréis los periódicos? –interrogaban las azafatas de vuelo.
 
          - Preferimos leer cuentos y “cómics”; los periódicos nos aburren–contestaban la mayoría de los estudiantes.
 
          Algunos leían a Mortadelo y Filemón y otros a Juan Ramón Jiménez. Era un variopinto panel de reacciones y comportamientos: los había ensimismados con miradas tímidas; dicharacheros; poco comunicativos; solitarios. Había quien se ufanaba y pregonaba sus sobresalientes y los que ocultaban sus matrículas de honor recientemente concedidas. Había quienes, como Santiago, oían música -suponemos que moderna- con auriculares y casete de bolsillo; y Diego con ojos enrojecidos pero semblante sosegado, víctima de esporádica turbulencia aérea, no podía ser mejor galeno para su anatomía y espíritu:
 
          - Ahora que vomité en el cartucho me encuentro más tranquilo.
 
          En pleno vuelo, desde “la caricia cercana del Sol” como apuntó Grabiel D’Annunzio, la joven expedición, que en esta ocasión no pudo tener acceso directo al cuadro de mandos con su magia de relojes, luces y electrónica, miraba a través de las ventanillas y exclamaba al contemplar determinados parajes manchegos: “Parece un enorme parquet”.
 
          Algunos, muy pocos, pudieron entrar en la cabina de mandos y advertir de nuevo no meramente la distinción del mundo y sus entrañas, ni siquiera su lejana fisonomía brumosa y ancestral, como dijera Enrique Vázquez, sino el hecho objetivo de una aeronave de increíble inmovilidad, aunque sabemos de la ambigüedad del vocablo, y más para nosotros, los tinerfeños, con desgraciados récords de colisiones, “cajas negras” y embalsamamientos.
 
         Si los otros compañeros, más madrugadores por imperativos de vuelos, vieron el pabilo del sol naciendo en la línea casi intangible y escasamente terrenal del horizonte, muchos de nosotros tuvimos que recordar las estrofas del poeta mejicano Manuel Maples, que en su Canción de un aeroplano dice: 
 
          "Todo es desde arriba  //  equilibrado y superior,  //  y la vida  //  es el aplauso que resuena  //  en el hondo latido del avión."
 
Los “Commuters”
 
          De la mano de John Field vamos a introducirnos en ese diario mundo, habitual, rutinario y masificante de estos británicos que como cualquier hijo de vecino tenían que levantarse muy temprano para llenar la cesta de la compra. Era un mundo y hábito no tan rutinario para los que estábamos inmersos en otras costumbres.
 
          Cada mañana más de un millón de británicos que vivían en ciudades satélites cerca de la gran urbe cogían el tren para trasladarse a Londres. Se les conocía a estos viajeros como “commuters”.
 
          Un “communter” compraba cada mañana su periódico preferido en la estación y lo “devoraba” durante la travesía. Jamás solía entablar conversación con su vecino de asiento y otro pasajero. Por eso los trenes mañaneros poseían una quietud de biblioteca pública, sólo alterada por excursiones de escolares españoles e italianos que nunca llegaban a comprender aquella concentración y estatismo ante aquellas columnas periodísticas a las que jamás se les privaba del desnudo de turno. Ante la algarabía latin, el inglés respondía con una mirada de soslayo. No decía una palabra y seguía leyendo.
 
          Cuando el tren llegaba a su destino todas las puertas se abrían y cientos y cientos de “commuters” salían en cortejo y comenzaban a caminar rápidamente a través de la estación. Todos ellos llevaban paraguas y periódicos bajo el brazo. Ninguno de ellos miraba a los otros. Todos miraban al frente. Era como una escuela, como una huella de aquella sociedad victoriana encorsetada y encopetada con un ego muy “sui géneris”.
 
          En la mayor parte de las oficinas y establecimientos diversos se comenzaba a trabajar a las nueve de la mañana y a las cinco finalizaba la jornada laboral. Cuando el inglés llegaba a su oficina saludaba a todos con el “Good morning”; se quitaba el sombrero y americana, lavaba su taza de te, preguntaba a su secretaria o compañera o amigo de trabajo si le había gustado el telefilm de la noche anterior, y abría todas las ventanas. Él comenzaba a trabajar alrededor de las diez. Una hora más tarde, una mujer llegaba a la oficina con una gran tetera y el trabajo se paralizaba. Había llegado la hora del “tea break”, donde ningún inglés que se preciara podía seguir trabajando sin probar la dichosa infusión. Allí el té no era una bebida sino un derecho humano. Los británicos se mostraban más aferrados que nunca a esta tradición -para ellos, se suponía- la más importante después de la monarquía.
 
          Pero había otro “tea break” a las tres de la tarde. Era el té “para tapar el hueco”, ya que el mañanero era la “taza estimulante”. Y por la noche se suponía que la infusión que solían tomar los británicos era “la relajante”. Claro que entre el estimulante y el del atardecer el inglés, lógicamente, tenía que comer. No mucho porque el británico jamás llegaba al hartazgo, ni lo hacía ni lo sigue haciendo con los demás; por ejemplo, con sus invitados, por muy importantes que sean…
 
 “Tupperware”, “sandwiches”, museos y cuervos
 
          Siempre se había mantenido que en Inglaterra se comía mal. Pero la verdad es que ya no había problemas para los estómagos exigentes gracias a la invasión cosmopolita que había sufrido Londres desde hacía unos años, cubriendo la ciudad de restaurantes de todo tipo y origen. Los chinos e italianos iban en cabeza en cuanto a número, pero les seguían de cerca los franceses, españoles, argentinos, indios, japoneses, rusos, alemanes, marroquíes, etc. El turista, de momento, parecía estar garantizado. ¿Pero qué acostumbraba comer el inglés de pura cepa, el que trabajaba todos los días, el normal ciudadano de a pie que tenía que batirse el cobre para llenar la cesta de la compra?
 
          Introduzcámonos en cualquier oficina, en cualquier banco o en cualquier tienda de aquellas ciudades periféricas de Londres, como Harlow, Hatfield, o St. Albans, donde nos encontrábamos con la numerosa expedición estudiantil tinerfeña. La gente de dichas localidades no acostumbra comer en un restaurante ni tampoco, por supuesto, en sus respectivas casas, cuando se trataba de almorzar. Ellos dirigían sus pasos a un “sandwichbar” y allí, por espacio de una hora, ante una simple taza de té y un bocadillo vegetal, de pollo, salami, crema de manises, de sardina, etc., etc., deglutía tal frugal almuerzo contemplando de paso el desfile peatonal que según las zonas solía ser masificante o insignificante. Masificante, sí, en aquellas ciudades, por ejemplo, los días de mercado, que solían ser los miércoles y sábados. Los más exigentes iban a un “pub” que, de vez en cuando, ofrecía algún plato caliente; y los había que en estos mismos “pubs” preferían las cervezas al alimento. Ustedes ya pueden imaginar las consecuencias de su retorno al nido laboral. Otro buen número de ingleses llevaban en sus negros maletines de ejecutivos un “tupperware”, que contenía similares alimentos a los descritos, que engullían, junto a refrescos de todo tipo, bajo la frondosidad de los innumerables parques londinenses o sentados sobre aquel césped de lacerante esmeralda que podía encontrarse en aquel Londres que, en época estival, era visitado por millones de escolares que, como hormigas, pululaban entre los faraones, las momias, las pirámides, los vikingos y los budas del extraordinario Museo Británico.
 
          Al inglés le gustan los museos. No había más que verlo en el modo con que arramplaron con media Grecia y medio Egipto y se los llevaron a casa. Pero dejando a un lado estos pequeños detalles, su afición no dejaba de ser muy positiva. Sólo en Londres existían unos cincuenta museos, de todos los tamaños y para todos los gustos: filatélicos, médicos, militares, geólogos, infantiles…
 
          No sólo los escolares sino todo tipo de turistas se hacían fotografiar con los “Beefeaters” de la Torre de Londres, se encandilaban con las joyas de la Corona, a pesar del siempre inevitable maratón tras una espera en serpenteante e interminable cola de embudo, para luego oír, como ensimismados, la popular leyenda de aquellos cuervos -seis de ellos figuraban “en la plantilla oficial” y estaban cuidados por un alabardero que asumía el título de Maestro de Cuervos- que en realidad no eran pájaros asequibles con todo el mundo ya que por lo general eran ruidosos y eran proclives a divertirse quitando la masilla de las ventanas, causando desperfectos a los automóviles vacíos e, incluso, picando subrepticiamente las piernas de las damas...
 
          (La psicosis desatada en las postrimerías del año 2005, por la gripe aviar, ha llevado a las autoridades británicas a encerrar a todos los cuervos de la Torre de Londres para evitar que puedan contagiarse. Cuenta la leyenda que si estas aves desaparecieran, se derrumbaría el reino de Inglaterra, como ya les hemos anticipado en otro capítulo).
 
          Cuando estas almenas, puentes levadizos y torreones se convertían en patio casi de parvulario, era imposible la concentración, el estudio de detalles y la mínima atención. Incluso el lugar donde estaba emplazado el patíbulo era por entonces simple aledaño para multitudinarias comidas de trámite donde el tajo y el hacha de la ejecución, no presentes, serviría más de adorno que de asombro.
 
          No obstante siempre quedaba la compensación de observar que no todo era algarabía, retozo, comer y deambular sin ton ni son. Algún que otro escolar tomaba apuntes, se fijaba y se daba cuenta de ciertos y determinados detalles:
 
          - La gente -decía Pedro- se lo cree todo. ¡Mira que no darse cuenta de que los diamantes Cullinan y Koh-i-noor eran simples imitaciones!
 
          Ignacio, por otra parte, le explicaba a Ramoncito:
 
          - Aquellas armas que llamaron tu atención en la Torre son las llamadas “golpeadoras”, es decir, la porra, la masa y el martillo…
 
          O la opinión del espigado y deportivo Carlos tras su visita al Museo Británico:
 
          - Ha sido un acierto la reproducción a escala de la antigua ciudad de Olimpia ante los Juegos Olímpicos de Moscú. Con un solo golpe de vista uno puede hacerse una idea de muchas cosas. Me encantó tan oportuna exhibición.
 
Cuando nos dicen que en julio puede incluso nevar…
 
          Superada ya la primera quincena del mes de julio de 1980, Inglaterra seguía sombría, triste y “lloraba” constantemente con aquella llovizna que con un poco de brisa no podía evitarse ni aún con paraguas. Los habitantes de las campiñas británicas ya miraban con tanto desconsuelo como intranquilidad sus jardines y, sobre todo, sus huertos, ya que si no venía aquella bendita “caricia cercana del Sol”, sus despensas tendrían que prescindir de las cerezas, fresas, lechugas, coles, tomates, patatas, habas, zanahorias, apio y otros vegetales y frutas que adornaban diariamente sus comidas. Los que poblaban aquellas pequeñas ciudades periféricas al masificante Londres como St. Albans, Hatfield, Helmel Hempstead, etc., solían ufanarse mucho más de su jardín de entrada y huerto en la parte trasera que del propio habitáculo donde se prefería la comodidad a la ostentación. La sala de estar no estaba destinada precisamente para recibir visitas y amistades sino para que los niños jugasen en ésta esparciendo por el suelo toda clase de objetos, de chucherías, de juguetes y puzzles, lápices de colores con los que pasaban horas enteras pintando folios y cartones que luego, con papel adhesivo transparente, colgaban de cualquier mueble o pared con la aprobación, beneplácito e incluso orgullo de sus padres, que en tiempos de vacaciones se volcaban con ellos ayudándoles en sus pequeños trabajos y ejercicios de lectura.
 
          Decíamos que el tiempo, a estas alturas, les estaba jugando una mala pasada a los británicos. Y, por supuesto, a nosotros, los canarios; a estas expediciones estudiantiles que añoraban el sol isleño y soñaban con tostarse en nuestras playas. Ellos, los británicos, decían que en el mes de mayo se les adelantó el verano y ahora, en julio, era posible que incluso llegase a nevar. En el amplísimo zoológico de Whipsnade, entre elefantes, osos, feísimos rinocerontes y elegantes lobos había una temperatura glacial que se pudo combatir con las caloría del excepcional chocolate inglés y los cortos “footings” entre aquella fauna casi toda cobijada en sus respectivas cabañas.
 
          El inglés era orgulloso y altivo hasta con la temperatura. Siempre hemos dicho, y de forma reiterativa, que en el Reino Unido el clima es bueno pero malo el tiempo. Hasta los propios nativos se descontrolaban en aquellas locas fechas de un verano que se les iba de la piel. Amanecía a las seis obligándonos las circunstancias a mirar el reloj por si se te habían quedado pegadas las sábanas y cuando en realidad te dabas cuenta del madrugón ya no podías pegar un ojo; primero, por lo insólito del espectáculo y, segundo, porque con tanta claridad parecía que, postrado, estabas en un hospital. Después venía el “show” de la vestimenta más adecuada para afrontar el día que parecía iba a ser de auténtico verano inglés. Y cuando salías con camisa veraniega y pantalón de “entretiempo”, al sol lo apabullaban y lo obnubilaban nubes grisáceas y negruzcas, que gestaban el “chipi-chipi” y, de paso, nos enviaba brisa y nos demandaba bufanda. Allí el frío era para todos. Los más acostumbrados sin prendas de defensa tenían un boleto premiado para la rifa del constipado y del resfriado.
 
          Los británicos, como para consolarse, aseguraban que en el mes de agosto cambiaría todo. Y les veíamos preparando sus grandes tiendas de campaña o dándole los últimos retoques a la “roulette” particular con las que viajarían al Sur en busca de sol y, quizás, playa y arena. Habíamos comprobado que no les satisfacía el velado reproche hacia este irregular tiempo que procuraban ocultar y convertirlo casi en espejismo. Un pequeño ejemplo podrá aclararnos la cuestión: La Reina Madre, enérgica, entusiasta y de contagiable sonrisa octogenaria, asistía a más de cien ceremonias oficiales al año y casi siempre acudía adornada con un gran sombrero, un collar de perlas y guantes largos. En cuanto al colorido de su vestuario afirmaba que era para animar a sus súbditos en los terribles inviernos británicos…
 
          Cierto día y cuando comenzábamos estas líneas, enfrente de nosotros, en la pequeña pero ubérrima huerta familiar con amplia antesala de césped, los dos hijos del matrimonio que nos acogía, se columpiaban, jugaban al “badminton”, hacían pinitos de “squash”, montaban en bicicletas y corrían tras el can. Una hora más tarde tuvieron que ubicarse en la sala de estar; se había ido el sol y empezaba a llover. Llovizna que se nos antojó como lágrimas de aquella Gran Bretaña que estaba a punto de dejar vacías sus despensas donde frutas y vegetales le otorgaban un olor y fragancia muy peculiar, casi desconocido, como ese otro olor inconfundible, fresco y vivificante que percibíamos cuando las grandes máquinas cortaban el césped en los numerosos y amplísimos parques que gozábamos por aquellos contornos.
 
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