Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (VIII)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006)
 
 
 
Margaret Thatcher, “La Dama de Hierro”
 
          Ir a Londres un día de julio sin pizca de sol pero con una brisilla agradable, podía constituir un chasco de mucho cuidado ya que no sólo Oxford Street era un hormiguero de Babel sino que la seria y vetusta abadía de Westminster se convertía en un “kinder” ante tanto aluvión de pequeños colegiales uniformados con toda gama de colores. Mientras, el Big Ben parecía picar el ojo de su enorme esfera ante aquella especial zaragata y la descomunal alfombra de césped del St. James Park quedaba hecha un asquito ante aquella incesante feria donde los participantes olvidaban muy fácilmente el manoseado eslogan del “Mantenga usted limpia…”.
 
          Los niños seguían provocando a los caballos de la Guardia de la Reina, haciéndole toda clase de contorsiones faciales a aquellos personajes de peluche y cascos dorados que aguantaban hasta un estornudo, coyuntura que no repetían los hermosos equinos ya que a las primeras de cambio, y ante la mayor solemnidad, soltaban la cuadratura de su habitual función fisiológica ante la algarabía de los pequeños y los esbozos de sonrisas de los mayorcitos, que incluso pulsaban obturadores de filmadoras y cámaras para el recordatorio familiar e íntimo.
 
          En los albores del mes de julio de 1980, le estaban limpiando la cara negrusca al Parlamento. Había quien opinaba que tal azabache le daba carácter y era pátina que había que conservar. Y ya que hablamos de conservadurismo añadir que en estos alrededores del Downing Street muchos ingenuos esperaban que saliese a saludar Margaret Thatcher, reciente vencedora de Edward Heath; un personaje que -aseguraban- había puesto en números rojos a Gran Bretaña con un manual para arruinar una economía antaño fuerte. Afirmaban que esta “Dama de Hierro” -así la bautizaron los rusos-, que tenía “odio zoológico al comunismo”, iba a interpretar a rajatabla su doctrina conservadora: “El derecho del hombre a trabajar como le plazca; a gastar lo que gane; a poseer los bienes y a tener el Estado de servidor, no de amo”. No sólo era partidaria de que “Gran Bretaña trabaje mucho y ahora”, sino que también se pronunciaba por el capitalismo, la iniciativa privada y los beneficios, añadiendo “no sé de ningún país del mundo en que haya perdurado la libertad después de desaparecer el capitalismo”.
 
          Pero también decían que aquella mujer incansable y polifacética convertida en primer ministro en más de siete siglos de historia parlamentaria británica, era severa, fría, imperiosa y tenaz. Los periodistas afirmaban antes de su espectacular triunfo que su “mirada tenía algo de rayo láser” y “un devastador instinto de destrucción”.
 
          En fin, y en otro orden de cosas, esta ex-química investigadora, a sus cincuenta y cuatro años era todavía atractiva -por lo menos en televisión-, con un aire inglés clásico y un cuerpo esbelto, que contrastaba, eso sí, y enormemente, con aquellas funcionarias que entraban y salían de la famosa fachada de Downing Street, número 11, con unas minifaldas y chubasqueros recortados que acentuaban aún más sus proporciones de “Moby Dick”, visión que pronto se disipaba al virar nuestras miradas hacia los aledaños de la Cámara de Comunes y observar que en aquella época, “el año la mujer británica”, en líneas generales, y tras el escaparate de sus atrevidos escotes, se descubría un estimable crédito pectoral apoyado en una cintura de avispa.
 
          Y ya que hemos mencionado la minifalda, añadir que esta atrevida prenda femenina se ha sumado al Big Ben y al “cricquet” como símbolo de lo que los británicos consideran lo mejor de su país en un proyecto que busca iconos que definan la identidad inglesa, como en la primavera de 2006 informó el Daily Express.
 
          La minifalda está incluida en una lista en la que aparecen otros objetos con los que se identifican los británicos como la novela de Jane Austen Orgullo y prejucio, el teatro londinense Globe, donde William Shakespeare estrenó sus primeras obras, o el libro El origen de las especies del científico Charles Darwin. La mencionada minifalda, creada en el año 1966 por la diseñadora Mary Quant, causó escándalo entre los más conservadores que no veían con buenos ojos la escasez de tela. Esta nueva lista de iconos británicos es la segunda de un proyecto promovido por el gobierno. La primera relación apareció en enero de 2006 e incluía el conjunto megalítico de Stonehenge y el libro Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll
 
Scotland Yard: sin un solo disparo
 
          En el Politécnico de Hatfield -con una extensión de 380.000 metros cuadrados entre aulas, internado, oficinas, canchas deportivas y zonas verdes- existían cuatro escuelas: Ingeniería, Humanidades, Información de las Ciencias y Ciencias Naturales. Allí, en época veraniega se congregaban alumnos de diversas nacionalidades cuyos principales objetivos estaban centrados en el aprendizaje del idioma inglés. Había una treintena de tinerfeños. El resto de isleños -también había algunos peninsulares- se encontraban en el “Ware College” que, como Hatfield, estaba integrado en el condado de Hertforshire, famoso por su prestigio docente.
 
          El primer día no hubo clase. Miembros de la Scotland Yard, con film, proyector, porra y libro de recomendaciones, irrumpieron, en plan didáctico, en las aulas. Allí no se pretendía asustar a nadie. Se intentaba, eso sí, mentalizar al gremio estudiantil sobre esos pequeños robos que, como “hobby”, solían cometerse en los grandes almacenes donde todos los dependientes parecían “despistados” pero donde los circuitos de televisión, e incluso el personal sin uniformar, hacía de inesperados y avispados sabuesos.
 
          Toda clase de accidentes y peleas callejeras, pérdida de niños, choques, manifestaciones multitudinarias, suicidios, alteraciones del orden público, etc., etc., quedaron reflejados en una película instructiva, oportuna y tonificante; tan tonificante como ingenua porque tras media hora de proyección ni se usaron porras ni se oyeron disparos. Y es que los miembros de Scotland Yard seguían ufanándose de ir armados “sólo cuando surja la urgencia y peligro adecuado” y de emplear la porra de madera “ante casos de extrema necesidad aunque algunas veces nuestro consejo les hace desistir…”.
 
           Seguía la añoranza, el “homesick”, la nostalgia de algunos estudiantes isleños, que no podían olvidar a los suyos a pesar de observar las vetustas torres del castillo de Windsor; el taconeo de sus guardianes con zapatos a lo Fofó y Miliki; el asaetamiento constante de unos aviones con la proa hacia el cercano Heathrow. Aquello seguía siendo un perfecto carrusel, un tropel de gentes, donde a pesar de los veinte peniques que solo costaba visitar “La casa de muñecas”, hubo algún personajillo, como Débora, que salió diciendo:
 
          -Esto es una estafa.
 
          Tristeza, sí, que se atenuaba en los demás con la hilaridad, cuando al poco madrugador de turno le interrogaba su profesora sobre lo que prefería hacer en la preceptiva jornada de tarde: ir de compras, visitar museos, nadar o jugar al tenis, contestándole casi bostezando:
 
          -Dormir.
 
          Melancolía, en efecto, que se acentuaba cuando Sandra pulsaba las teclas de un piano familiar ante la exquisita delicadeza de Elvirito y la irrepetible sonrisa de su hermano, Agustín, el benjamín de la expedición, con rostro de Disneylandia. Y melancolía que solía disiparse en la espaciosa, oxigenada y formidable discoteca del Politécnico de Hatfield -que abría sus puertas a las veinte horas y las cerraba a las veintidós-, al compás de los intérpretes de moda con aquella escasa luz y decibelios vesánicos tan en boga, tándem que Juan Oscar lo justificaba, así:
 
          - La música alta sólo te penetra cuando hay oscuridad.
 
¡No ha caído una gota de agua!
 
          Cuando aún faltaba una semana para que finalizara el mes de julio, el pueblo inglés se encontraba seriamente preocupado. No es que la Reina tuviese sus problemas con los habitantes de Malawi; ni que Margaret Thatcher anunciase su dimisión a los conservadores; ni tan siquiera que se parase súbitamente el Big Ben. Lo que ahora tenía realmente preocupados a estos blanquísimos británicos es que ¡hacía quince días que no había caído una sóla gota de agua!
 
          El césped iba tomando un intranquilizador color ocre; el gremio bovino dosificaba su cadencioso rumiar; los canales empezaban a cerrar sus compuertas, mientras los charlatanes de Oxford Street se estaban arruinando en su vano intento de querer vender paraguas foráneos y similares. ¿Qué ocurría aquellos días en Inglaterra? Los meteorólogos de la televisión estaban quedando a la altura del té mozambiqueño porque cada noche afirmaban que “tomorrow” habría nubes y llovería y estaba sucediendo lo primero, pero lo segundo parecía una invención para llenar de ánimo y sosiego a aquellos impenitentes jubilados que habían tenido que sacar del baúl de sus recuerdos aquellos artefactos del riego por aspersión para saciar la sed de aquel césped al que mimaban, podaban y modelaban como a su mejor ejemplar de concurso canino. Incluso tenían sus precauciones por sus reservas piscícolas ya que hacía unas horas, me decía el menudo Juan:
 
          - La familia con la que estoy está loca o son unos deportistas modélicos. El otro día me invitaron a ir de pesca y cuando lograban las capturas las arrojaban inmediatamente al río….
 
          Pero Juan, que ponía en tela de juicio los cabales de su familia, a cuyos antepasados se les debía el “fair play”, hizo una apuesta con su compañero José, que muchos amigos tildaron de sala psiquiátrica: ir a clase vestidos de ciclistas.
 
          Miki, que no sólo quería emular a Bahamontes sino que deseaba adquirir el prestigio de su ínclito abuelo, le prestó los atuendos que él estaba usando para sus “trainings” en estas oxigenadas parcelas de Herfordshire. Huelga decir la maragatería que se armó por la mañana cuando en el Politécnico de Hatfield aparecieron ambos personajes a lo Hinault. Hay que recordar el semblante de aquellas profesoras que observaron en sus respectivas clases tales vestimentas y la seriedad de aquellos simulados ciclistas que no ganaron la apuesta porque ésta consistía en “a ver quién se atreve” y los dos corrieron e interpretaron idéntica aventura.
 
          Ni vencedor ni vencido pero casi ganan una pulmonía de mucho cuidado porque a las ocho de aquella mañana el termómetro se había detenido en los trece grados, temperatura que al atardecer privaba al paseante de observar en aquellos interminables parques de césped ese espectáculo ahora tan en boga donde una juventud de determinado anaquel empleaba por almohadas los abdómenes, las pantorrillas y los glúteos de camaradería.
 
          Con respecto al césped habrá que recordar las palabras de Pat:
 
          - Siento una especial sensación al pisarlo. Será porque allá, en Tenerife, césped es sinónimo de prohibición.
 
          Y aquí, como siguió sin llover, el césped se convirtió en crujiente y molesto filamento, que incluso hizo cambiar las atildadas maneras del “finóstico” -como decía mi madre-David Niven, que seguía en la televisión anunciando descafeinado, mientras Carolina seguía sufriendo o gozando en este paraíso de la confitura, al confesarme:
 
          - Aquí los anuncios que vemos por televisión le hacen a uno la boca agua.
 
Almuerzo con la familia de Mr. Laws
 
          Hace siete lustros se comparaba a la sociedad británica a una pirámide cuya cumbre era el Rey, estando los peldaños superiores formados por los pares del Reino y de sus familias; los siguientes, por los “squires”, los “clergymen”, hombres de leyes, oficiales, altos funcionarios del Civil Service y profesores de las universidades; los peldaños intermedios, por las clases medias (la alta: comerciantes, industriales y financieros; la baja: empleados de comercio, tenderos y maestros de escuela); y la base, en fin, por las clases populares: obreros, campesinos y marineros.
 
          (Ante esta antañona escala, nosotros no nos atrevemos a clasificar a Mr. Laws y familia, ya que en aquella época, entre otras cosas, después de las comidas se veía levantar súbitamente de la mesa a la dueña de la casa. Era el momento en que las mujeres se retiraban. Los hombres se quedaban solos durante el tiempo de fumar un cigarro. Corrían entonces las botellas de oporto y coñac, de las que no se abusaba. El dueño de la casa iba a sentarse entre sus dos invitados principales y relataba anécdotas coloniales o deportivas…).
 
          Sí; los tiempos parecían haber cambiado, como veremos más adelante. En todo inglés había un poeta bucólico. El cuidado de la belleza era aquí extremadamente vivo. Mr. Laws era uno de esos poetas. Cuando terminaba de dar sus clases en el Politécnico de Hatfield, donde ejercía como ingeniero industrial, Mr. Laws, sin quitarse su corbata ni dejar apagar su pipa, cogía su máquina de podar y comenzaba a rasurar el césped, a fumigar sus rosas y frutales para introducirse luego en aquel pequeño invernadero donde mimaba tomates y habichuelas.
 
          Sus manos untuosas y uñas de luto -que denotaban su especialidad en motores, válvulas y grasa, sin proclividad alguna hacia la manicura- cobraban ahora la delicadeza de la gacela cuando recolectaba esos característicos frutos de todo jardín británico que se precie; y cuando nos descolgaba del “hall” principal de su casa -mucho más práctica que suntuosa- aquella liliputiense maqueta-ciudad llena de lagos, campesinos, ganado, “cottages”, canales y trenes, muchos trenes, que no sólo hacían la delicia de sus dos pequeñas hijas, Nancy y Jennifer, sino de su esposa, Anne; y de Wendy, la hija mayor, que trabajaba en el departamento de joyería de Woolco y, por las noches, como “maid-bar”, en un “pub”, con la ilusión de ahorrar lo suficiente para pagarse luego sus estudios en la Universidad.
 
          No podemos omitir que los Laws vivían en una casa que poseía un hermoso jardín; y tenían cuatro coches, que sólo gastaban gasolina ya que todas las reparaciones las realizaba el cabeza de familia, que en sus escasos momentos de ocio también hacía de carpintero y pintor de brocha gorda y, por las noches, cuando los programas de televisión bordeaban lo macabro a cargo de los Christopher Lee, Bela Lugosi o Boris Karloff -y allí eran muy aficionados a esta clase de films-, se sentaba en uno de sus dos pianos o en su modernísimo órgano y comenzaba a desarrollar las inolvidables notas de un Chopin o de un Beethoven, sones que agradecían aquellos inquilinos que habitaban unos anexos de la citada casa.
 
          Mr. Laws tenía el suficiente laconismo como para justificar aquellas apreciaciones del desaparecido Andre Maurois en las que recalcaba que “los ingleses quieren hacerse perdonar el brío de su espíritu por la oscuridad de su dicción” Y tenía el suficiente optimismo e ironía no sólo para convencerse de que “su país es el más grande del mundo” sino para recordarnos que“no hay que olvidar que, fuera de las Islas Británicas, todos los automovilistas conducen por el lado malo de la carretera...”
 
           Almorzar con una familia inglesa era, ante todo, ser invadido por un olor totalmente extraño a nuestras pituitarias ibéricas. No se comía mal en Inglaterra, aunque solíamos pensar lo contrario; lo que realmente necesitábamos era “amoldarnos” ya que en la Rubia Albión estimaban quedar como reyes al invitarnos a lo clásico, a lo que se “comía los domingos”: al cordero en lonchas, papas horneadas, coles de Bruselas, zanahorias y salsa de menta, todo en un solo plato y con una salsa especialísima que decían sacarla de un extracto de carne, gusto que, según ellos, jamás se podría paladear fuera de estos contornos ya que, por ejemplo, ese sabor dulce de las zanahorias sólo se conseguía con las cultivadas en estas campiñas. Y tras este único plato, un riquísimo cóctel de innumerables frutas, regado con una lechosa crema que le proporcionaba un gusto tan especial como refrescante, anunciándose a continuación, como epílogo gastronómico, un café con nata. 
 
          Y como ya había pasado el reinado de George VI y se habían modificado ciertas costumbres ahora el marido era quien partía raudo y veloz hacia la cocina para fregar y secar la loza, mientras su mujer, que trabajaba como mecanógrafa en una financiera, comenzaba a entablar una conversación mucho más doméstica y familiar que colonial y deportiva.
 
          Puede que a estas alturas los británicos le rindan auténtica pleitesía a las féminas como reconocimiento a que Inglaterra no ha estado nunca mejor gobernada que en tiempo de sus dos grandes reinas: Isabel I y Victoria.
 
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