Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (VI)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
¿Una bomba en el avión?
 
          Nuestro vuelo Madrid-Londres tenía prevista su salida a las cinco de la tarde, como en los toros, vamos. Ya, por supuesto, habíamos pasado por aquella “radiografía televisada in situ” a que son sometidos todos aquellos paquetes y maletines que se llevan en la mano, así como el posible timbrazo -al detectar metal- de todos los pasajeros al entrar en un especial umbral bajo la atenta mirada de los vigilantes de guardia y la jocosidad y algarabía de la embajada estudiantil, que nunca pierde detalle.
 
          A las cinco y veinte surgió la orden: los responsables del grupo estudiantil, integrado por cerca de cien escolares, así como el resto de los otros pasajeros, tenían que desalojar el avión y comprobar, a los pies del aparato, sus respectivos equipajes. ¿Qué había sucedido?
 
          - Verá usted -nos explicó una de las azafatas- sólo nos hemos limitado a dar esta orden concreta. Hemos querido evitar, a toda costa, la alarma y la posible histeria de algún pasajero extremadamente exaltado e impulsivo. Se han tomado estas medidas de seguridad porque a un pasajero, como es norma, se le pesó y etiquetó su equipaje y ahora dicho pasajero no se encuentra en el avión. Puede haber ocurrido varias circunstancias: que se trate del clásico despistado de turno que no sabía -o se le había olvidado- la hora exacta de salida; que por imprevisto de última hora, por una urgencia, haya tenido que ausentarse sin tiempo para justificar la misma; o puede que nos encontremos ante el caso de que haya sido depositado cualquier artefacto, cualquier bomba de relojería, en el equipaje…
 
          Abajo, a los pies del enorme “Cornisa Cantábrica”, varios funcionarios, cierta intranquilidad entre algunos pasajeros y cuatro grandes armarios metálicos vacíos. Esparcidas por el suelo todas las maletas y equipajes de los casi trescientos ocupantes, que a medida que iban reconociendo los mismos, se los entregaban al funcionario que custodiaba el mencionado armario y se limitaba a introducirlos en éste.
 
          Ante el cúmulo de actos de sabotaje; ante tanta guerra, sangre y violencia, asesinatos en cadena, el público se había encallecido. El ambiente nos había convertido en carismáticos masoquistas. Nuestra expedición estudiantil, por ejemplo, y que por otro lado ya se había enterado de los auténticos motivos de la tardanza, se tomó la cosa como si estuviese presenciando una película más de James Bond, mientras que los pasajeros más avezados apenas se inmutaron; reconocieron sus maletas, curiosearon el tren de aterrizaje del panzudo aparato, observaron detenidamente el fuselaje, volvieron a sus asientos y más de uno gozó de una reconfortante siestecilla, sin preocuparse para nada, cuando emprendimos el vuelo, si habían aparecido las sospechosas maletas, que sí que aparecieron para luego ser minuciosamente observadas por personal especializado.
 
          En comprobar la falsa alarma se tardó una hora y media. Nos esperaba, en pleno mes de julio, el “fog” de Londres.
 
El frío, los perros y los huertos
 
          Para ver la televisión se necesitaba licencia. Un televisor en color le costaba a cada inglés unas tres mil ochocientas pesetas al año en concepto de canon; el de blanco y negro resultaba algo más barato, no sólo en licencia sino en cuanto a energía eléctrica se refería, ya que, según nos confesaron, consumía menos…
 
          En este condado de Hertfordshire -donde Hertford es la capital- apenas existían casas de alquiler. La mayoría eran propietarios de sus viviendas. Era el Ayuntamiento quien, en las postrimerías de la década de los 70 del pasado siglo, solía construir para luego alquilar, que venía a suponer unas dos mil doscientas cincuenta pesetas semanales –según, claro está, el número de habitaciones-, porque allí, casi todo se pagaba a los siete días, como el pan y la leche.
 
          La electricidad y el gas pasaban sus recibos al trimestre. Algunas de estas casas británicas tenían algo de central térmica, con mandos a distancia, pequeña sala de máquinas y tanques de agua. No hay que olvidar el frío del invierno donde era muy fácil pagar sólo por ese gas industrial -nunca venía en bombonas, sino por tubería- alrededor de las nueve mil pesetas cada noventa días. Pero el gas y sus calorías solían aprovecharse al máximo. El tanque estaba totalmente cubierto por una enorme pieza de lana para conservar aún más sus calorías y en el mismo departamento se había dispuesto de unas repisas de caña de bambú que servían de tendedero para secar ropas y, sobre todo, toallas.
 
          A nuestros estudiantes tinerfeños les llamaba poderosamente la atención aquellos artilugios que para todos nosotros eran prácticamente desconocidos gracias a ese socorrido recurso poético del “Tenerife, con su seguro de sol, es isla de eterna primavera”.
 
          Los perros también necesitaban licencia, que venía costando como unas sesenta pesetas al año; una visita de rutina al veterinario suponía trescientas pesetas; y con vacunación especial, alrededor de las novecientas. Un perro bien alimentado a base de supermercado- podía salir por unas trescientas pesetas semanales; un perro pequeño, claro está, como, por ejemplo un “French-Poodle”, que parecían ser los preferidos de las viudas, longevas y jubiladas.
 
          Ya se sabía la veneración que sentía el inglés por los canes. Cuando algunos de nuestros estudiantes fueron invitados a pasearlos dijeron aquello de “tendré mucho cuidado con los coches”, contestando inmediatamente sus dueñas: ”los coches no preocupan; ellos pararán cuando les vean cruzar la calzada”.
 
          Y así sucedía: el coche aminoraba su marcha e invitaba a la joven y a su perro a pasar la calle o carretera.
 
          En los huertos que normalmente poseían aquellas casas de Hertfordshire, acostumbraban cultivarse toda serie de vegetales y frutas, desde bubangos, calabazas, cebollas y lechugas, hasta ruibarbo, fresas, cerezas y una uva especial -prácticamente desconocida en España- que luego empleaban para hacer un vino agridulce, que durante su fermentación convocaba a una desagradable invasión de moscas azules y grises con decibelios y grosores de nuestros moscardones. Y en los veranos, con la recolección de cierta fruta, el campesino británico atestaba sus despensas de lo que en invierno constituirían nutritivas y caloríficas mermeladas.
 
          Excepto el té, poco se importaba en Inglaterra. Se desayunaba con pan, “bacon”, huevos, mermelada y mantequilla de la región. Lo mismo sucedía con los frugales almuerzos y las más tranquilas y abundantes cenas.
 
          Echando una simple ojeada a aquellos verdes e inmensos prados donde pastaban orondas y lustrosas vacas; donde había huertos, granjas y numeroso campesinado, podíamos comprobar y comprender la independencia gastronómica del británico.
 
El nivel de adaptación y convivencia con matrimonios británicos
 
          Algunos pequeños compañeros de expedición habían constituido modélicos ejemplos para aquel centenar de alumnos tinerfeños que en 1978 se desplazaron a las localidades británicas de Hertford, Ware, Harfield y Nazeing, encorsetadas dentro del condado de Hertfordshire. Ejemplos que tuvieron muy en cuenta, también, y muy principalmente, algunos familiares isleños que, por muy variadas razones, seguían aún estigmatizados con una traumatizada psicosis hacia todo lo foráneo; hacia todo aquello que desprendía el hálito del alejamiento de sus seres más queridos; hacia todo aquello que les incitaba a la despedida y al recibimiento. El isleño, geográficamente enclaustrado, como encerrado en unas limitadas fronteras, solía temer a todo aquello que traspasase dichas fronteras. Miraba con recelo y excesivas precauciones lo que significaba traslado y viajes. Y cuando se trataba de sus hijos tales circunstancias presentaban, incluso, ribetes de histeria y paroxismo. Y cuando uno, en aquellas lejanas tierras, comprobaba el desenvolvimiento de dichas criaturas; cuando observaba sus evoluciones, sus reacciones y sus sentimientos, sin el nexo ni apoyo de sus íntimos ni el nido de faldas maternas, se daba cuenta de lo realmente necesario de esta experiencia.
 
          Porque al niño le era auténticamente necesario aquel alejamiento para observar su nivel de adaptación y convivencia; para erradicar en él la posible huella del mimo o para que se diera cuenta lo contraproducente que podía resultarle un inflexible reacción paternal.
 
          Y decimos todo esto porque en las citadas localidades inglesas habíamos visto a niños de nueve y diez años, con ciertas y lógicas limitaciones lingüísticas, desenvolverse con encantador donaire. Les habíamos visto adaptarse tanto a pantagruélicos desayunos como a frugales almuerzos, a base de Coca-Cola, dos sándwiches vegetales y una manzana; y cenando, a las seis de la tarde, a base de carne, leche y fruta, trilogía de la que Inglaterra jamás estará supeditada a la importación…siempre y cuando siga conservando esos interminables prados y huertos que en aquella época del año formaban una alfombra tan descomunal de como monótona en verdor.
 
          A estos niños les vimos coger autobuses, enlazar líneas, quedarse en sus respectivas paradas, preferir el tren y llegar puntualmente a la cita. Para alguno de ellos, incluso, resultaba hasta vejatorio y “como cosa de niños” el que en las clases y ante una próxima excursión periférica se le hiciese llenar un papel con toda clase de señas personales, domicilio y familia que le acogía, con el objeto de exhibirlo a cualquier policía en caso de pérdida.
 
          - En Santa Cruz -nos decía uno de ellos- mi madre nunca me ha dejado coger la guagua desde la plaza de España hasta el “Camino Oliver” porque dice que soy muy pequeño para estos trotes…
 
          Y ahora tal personajillo se ufanaba de ir casi todos los días desde Ware hasta Hertford en un tren donde casi nadie hablaba su idioma. En él no había rebeldía ni independencia; en él había una serie de interrogantes que poco a poco iba despejando con la mayor soltura y desparpajo.
 
          Otro alumno, más tranquilo, de pelo lechoso y cubierto de graciosas pecas, tras caerse y fracturarse un brazo en juegos infantiles, recomendaba: 
 
          - Por favor, no le digan nada a mi madre; la conozco y sé que mañana mismo estaría aquí. Y esta escayola no tiene la mayor importancia.
 
          Pero el mayor antídoto y orgullo para dicha madre fue precisamente haberle dicho, textualmente, las palabras de aquel hijo de apenas diez años que tras el accidente, con su mano en cabestrillo, seguía riéndose y jugando y estudiando con la mayor naturalidad del mundo, creyendo ingenuamente que cuando regresara a Tenerife iba a darle sorpresa de héroe a su madre cuando le formulase la siguiente interrogante que ya tenía preparada: ¿Sabes una cosa?, para añadirle: ¡Me rompí el brazo y no te enteraste!
 
¡Coma en otro restaurante!
 
          En Londres, donde el tiempo es malo pero el clima sano, los treinta grados de temperatura aplomaba a esta capital con idéntica superficie a la isla de Tenerife; aplomaba a sus turistas que intentaban mitigar la sed con toda clase de refrescos y engañar al estómago con los más variopintos anaqueles de sándwiches y repostería. ¡Aquí usamos leche fresca natural!, pregonaban los carteles. Y añadían: “la leche en polvo no es usada ni en el té, ni en café, ni en batidos”. El té, el popular, protocolario e inevitable hábito inglés, era tomado a cualquier hora y en cualquier momento. Eso del “té de las cinco” encaja mucho mejor para el conservadurismo geriátrico y turístico del Puerto de la Cruz...
 
          Allí, lo del paro y la huelga, era fenómeno frecuente. En aquel verano de 1978, los trabajadores de la famosa cadena de restaurantes Garner’s Steak House, lo estaban para que les fuese reconocido su sindicato por la compañía. Y con grandes pancartas y en las mismísimas puertas de los mencionados establecimientos, anunciaban: ochenta y cuatro trabajadores fuimos despedidos. Nos pagaban un sueldo de cuatro mil trescientas pesetas semanales por cincuenta y cinco horas de trabajo. Y suplicaban: ¡Por favor, coma en otro restaurante! En la misma puerta, dos esquiroles y un policía. Dentro del restaurante, apenas un par de mesas con clientes.
 
          - No son clientes: son familiares “para hacer bulto”, nos dijo un huelguista.
 
          En las ramificaciones del Soho y concretamente en la plaza de Leicester Square el espectáculo era realmente insólito: el césped era como un inmenso colchón que servía de posada a centenares de turistas, que dormían, hacían yoga, se besaban, escribían postales y tomaban el sol sin importarles en absoluto el vecino más próximo que podía estar pulsando las cuerdas de una guitarra o intentando sacar sonidos de una extrañísima gaita escocesa, mientras en los “sex-shops” más próximos, y con unos escaparates de escasísimas innovaciones, el dependiente de turno atendía a sus libidinosos clientes al son y compás de los famosos “Bee Gees”,que habían encumbrado al despatillado John Travolta y su “Fiebre del Sábado Noche”. Un Travolta -decían - aún más insinuante de cadera que la propia Marilyn Monroe, que ahora surgía, de vez en cuando, como motivo decorativo, en espejos trasnochados.
 
          Intuimos que tanto los “sex-shops” como los “lovecraft” del Soho estaban en auténtica decadencia. Podíamos observar con cierta extrañeza como a éstos les venían sustituyendo los “amusements” y “playland”, aquellos trepidantes mundos de los tragaperras infantiles y juveniles, con juegos espaciales y psicodélicos billares, que habían cogido fuerza en el citado barrio londinense del “pecado y del vicio”.
 
          Por aquel entonces, los referidos “sex-shops” habían irrumpido en Canarias. Vaticinamos que no durarían mucho porque el público buscaría una innovación que ya no existía. Era preferible la violencia al morbo. Las carteleras de espectáculos nos daban la razón.
 
          Tras aquellas vorágines de compras -el famoso “shopping” inglés-  “souvenirs”, caminatas maratonianas en busca de la mera aventura o del puro cansancio; tras observar la pícara sauna-masaje y aquellas reducidas y escasísimas salas de porno, por aquel entonces, insisto, muy poco concurridas, uno llegó a pensar que toda aquella gente cuando realmente iba a necesitar de unas vacaciones era cuando regresasen a sus respectivos hogares.
 
          Porque las vacaciones, las auténticas vacaciones de sosiego y relax, no estaban en aquel Londres atosigante y de Babel, sino en aquella hermosísima campiña británica, de inolvidables paisajes bucólicos y pastoriles que ya habían desaparecido de nuestra mente. El descanso se encontraba en la contemplación de aquellos verdísimos prados y huertos vivificadores que nos hacían amar algo tan olvidado como la naturaleza, a la que tendríamos forzosamente que volver si es que alguna vez hemos gozado de ella. La tranquilidad afloraba con el paso de aquel lejano tren; con el río; con sus románticas riberas; viendo el perenne rumiar de aquellas numerosísimas y orondas vacas que al ocaso volvían a sus cuadras cuando las montañas ponían cresta de gallo a sus perfiles con unos atardeceres como los de nuestro Bajamar. A uno se le había abierto el espíritu y se le habían calmado los nervios viendo a aquel pueblo laborioso; a aquel campesinado de pipa, azada y corbata mimando, alimentándose y disfrutando de sus tierras en aquel desintoxicado condado de Hertfordshire
 
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