Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (V)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006)
 
 
 
Jesucristo Superstar
 
          Llevaba algo así como tres años en la cartelera del añejo “Palace Theatre”, inaugurado en 1891 con Ivanhoe. Excepto viernes y sábados, que brindaban dos funciones, en el resto de la semana sólo había una representación diaria. Y aún así, teníamos que ir con un par de horas de antelación para lograr una buena ubicación. La entrada más cara, cuatrocientas pesetas; la más barata, setenta, en el “balcony”, o “gallinero”. Seguían registrándose llenos absolutos. Estamos en el verano de 1978.
 
          ¿Ustedes recuerdan el paroxismo y delirio que produjo en Tenerife, el espectáculo brindado por la Orquesta de Instrumentos Populares Rusos de la R.T.V. Soviética? ¿Recuerdan que la gente isleña contuvo respiración y ánimos durante la acción de unos instrumentos tañidos por prodigiosas fibras y vertió las expresiones más superlativas y entusiastas apoyadas por un maratón de aplausos que casi resquebrajan las estructuras del Teatro Guimerá? Pues allá, en Londres, en el corazón de Tottenham Court, venía ocurriendo algo de tintes más acentuados con esta ópera “rock”, que hacía honor a lo que de ella decían los carteles publicitarios que circundaban el viejo teatro londinense: “Intoxicante. Sensacional. Tumultuosa. Una joya…”.
 
          Una joya, sí, que desde que se había presentado al público llevaba la polémica consigo. En un principio, el Vaticano se opuso, pero terminó reconociendo que no había nada irreverente en aquella visión de Jesucristo situado en la mentalidad de nuestros días, donde el tratamiento musical sólo era un aliciente más para llegar a un público sobre todo joven, que ya no podía sorprender a nadie, después de que los grupos “pop” habían entrado en la iglesia y habían acompañado, las ceremonias, con su música, por otra parte, muy respetable.
 
          Aquella ópera “rock” tenía momentos realmente portentosos. Aquellos sones que en ocasiones parecían estallar tímpanos se convertían en sinfonías celestiales gestadas en un escenario mecanizado, movible, con piso de cristal, donde la luminotécnica sobrecogía el ánimo con sus impresionantes cambios de luces, colores y tonalidades; donde los micrófonos surgían del suelo como las cobras de los fakires al insuflar flautas encantadas…
 
          Y las voces. Era un conjunto muy difícil de superar por su rabiosa juventud, disciplina, uniformidad y excepcionales condiciones. Por encima de todo, como recuerdo imborrable, para nuestros ojos y oídos, la presencia de un joven irlandés de treinta años, Colm Wilkinson, que en su papel del traidor Judas causó profundo impacto por la potencia, flexibilidad y mesura de aquel borbotón de sonidos que erizaban superficies pilosas.
 
          Y la delicada, casi divina y sobrenatural presencia de otro irlandés, Christopher Neil, que encarnaba a Jesús de Nazareth, infundía más respeto y atención que muchos catecismos de bachillerato, quizás porque tras aquella fragilidad y finura brotaba la naturalidad de un hombre, con sus debilidades y virtudes; con sus momentos de ira y recogimiento, reflejados allí, sobre el escenario, donde Herodes daba un curso de amaneramiento en mullidos cojines de moderno harem; mientras Pilatos, en originalísimo recipiente, se lavaba sus manos, cuando ya Caifás ( Paul Barber) nos había extasiado con su cavernosa voz de bajo increíble; y María Magdalena (Anna Macleod) se nos había mostrado proclive a un moderado destape pectoral.
 
          El público se pasó casi las dos horas aplaudiendo. A pesar del entusiasmo frenético de algunas secuencias, ninguna fue repetida. Muchos símbolos a través de toda la representación, donde los coros y la coreografía no desentonaban en nivel de competencia. Y una escena, la de la Crucifixión, inenarrable, con un Jesucristo milagrosamente suspendido en el vacío, haciendo aflorar muchas lágrimas y nudos antes de emitir sus últimas palabras: “Padre en tus manos, yo encomiendo mi espíritu”.
 
          A la salida del “Palace Theatre” y cuando en busca de un taxi prácticamente nos habíamos situado en la trasera del Coliseo, sobre una puertecilla de éste pudimos leer la siguiente inscripción en letras de bronce ya un poco desgastadas por el tiempo: “The world’s greatest artists have passed and will pass through these doors” (Los más grandes artistas del mundo han pasado y pasarán a través de estas puertas).
 
          Era orgullo justificado.
 
El “metro” y los plátanos
 
         Intentar desplazarse en el “metro” londinense -que tenía ocho líneas y cerca de trescientas estaciones- sin saber algo de inglés y sin previo conocimiento de dicho transporte en otras ciudades, es detalle que merecía la más alta condecoración al valor o a la osadía. Si usted no le pronunciaba correctamente al empleado de turno su meta, éste se resistía a expedir el “ticket” que, por otro lado, podía conseguir en máquinas especiales…si iba a tiro hecho.
 
          Pero brindando ojos de angustia y con gestos acordes podía tener suerte. Entonces bajaba por una de aquellas cómodas escaleras de cremallera, que le depositaban en la boca del “metro”, no sin antes tropezar con un matrimonio “hippie”, tan andrajoso como romántico, donde la mujer miraba embelesada a su consorte, que casi siempre tenía una formidable voz, haciéndose acompañar por los sones de una guitarra no precisamente electrónica, pero sí lo suficientemente bien pulsada para brindarnos unas notas que calaban muy hondo, producto no sabemos con certeza de si nos encontrábamos ante un incipiente Tom Jones o que la ubicación gestaba una sorprendente acústica, que se agradecía con los peniques que, aún con las prisas, le arrojaban los ciudadanos.
 
          De pronto, una especie de airecillo tibio que iba convirtiéndose en insoportable ventolera para el neófito. Tras él, con la vertiginosa velocidad de un puño amenazador, el “metro”, limpio, aseado, sin tufo, donde el inglés perdía el ceremonioso ritual que en otros sitios representaba para él las “colas”, apretujándose en las puertas; entrando con calzador, olvidando su clásico “ I am sorry” o “Excuse me”. Dentro de aquel mecanismo tan barato como rápido, el inevitable espectáculo de los ósculos sin respiro; manos rodeando cinturitas de avispas; miradas lánguidas y cansadas; variopinto enjambre salido de una colmena donde el ropero parece sacado de los más antiquísimos retales.
 
          A la salida, con las mismas prisas, por aquellos túneles cuajados de anuncios de cosmética, mermeladas, chocolates y películas de sexo, violencia y terror, podía usted encontrar una frutería ambulante que le ofrecía duraznos, uvas y peras con rotulación de “que pueden comerlas hasta lo que no tienen dientes”, así como plátanos de Canarias, a ocho peniques cada uno (unas diez pesetas y cincuenta céntimos), que cuando intentamos probarlos nos dábamos cuentas de que bajo aquellas ambulantes estanterías había un montón de cajas con etiqueta de “Bananas from Jamaica”
 
          A principios del año 2006, el mapa del metro de Londres, el mítico avión de caza de la II Guerra Mundial “Spitfire” y el Concorde fueron elegidos por los británicos como los tres diseños favoritos del siglo pasado. El Museo del Diseño y el programa de la BBC “El espectáculo cultural” dieron a conocer ese resultado después de pedir a los británicos que eligieran tres entre veinticinco creaciones. Entre ellas figuraban el autobús rojo de dos pisos “ Double-decker”, del que la gente podía saltar y subir cuando estaba en movimiento; el automóvil “Mini”; el coche deportivo “Aston Martin” y las famosas cabinas de teléfono.
 
          Por cierto, el citado “Double-decker”, ha dejado de ser un medio de transporte público. Los últimos autobuses originales fueron retirados en diciembre de 2005, dejando atrás años de historia. El famoso bus rojo recorrió las avenidas de Londres durante casi medio siglo. Este servicio se caracterizó por los cobradores uniformados que recolectaban los boletos de pasajeros que, como ya hemos apuntado, brincaban a la plataforma de acceso trasera.
 
No era mareo; era hambre
 
         Nuestros jóvenes expedicionarios ya se habían familiarizado con este pequeño mundo de los cinturones de seguridad, del “no smoking”, de los chalecos salvavidas debajo de la parte anterior del asiento, del utilícese como recipiente en caso de mareo…
 
         Nadie, absolutamente nadie, parecía seguir los consejos que se pregonaban por los micrófonos cuando nos alertaban con aquello de… “siguiendo las normas internacionales de Aviación Civil…”. Los expedicionarios sí que ponían atención cuando oían que el vuelo de Tenerife a Las Palmas -que sería una de nuestras etapas antes de llegar a Londres- iba a durar, aproximadamente, quince minutos; que volaríamos a una altura de tres mil metros y con una velocidad de novecientos kilómetros por hora.
 
         Como estábamos inmersos en una expedición estudiantil; como nos encontrábamos en el maravilloso mundo de los ¿por qué?, estos muchachos no podían explicarse cómo nos exigían celeridad para entrar en el avión y luego nos tenían por espacio de veinte minutos sudorosos e indefensos dentro de aquella tubular sauna poblada de doscientos pasajeros que apenas podían pedir un poco de aire y ventilación cuando la temperatura ambiental estaba aproximándose a los treinta y dos grados.
 
          Menos se lo podía explicar Agustín, el benjamín de nuestra embajada escolar; de nueve añitos, morenito y menudo; con dentadura de dibujos animados; con ojitos de hulla que podían evitar el diálogo. Agustín nos iba a descubrir sin necesidad de lupa ni fibra detectivesca, que si bien Iberia había cambiado sus uniformes aún no había modificado menús. A mitad de vuelo Las Palmas-Madrid, Agustín confesó estar un poco mareado. El niño mantenía su color habitual, su sonrisa un poco ajada y le veíamos bostezar con cierta frecuencia. De un momento a otro esperábamos fuera a utilizar los famosos recipientes de interior plastificado. Pero cuando se anunció el habitual almuerzo aéreo la criatura pareció renacer de aquella aparente angustia. Se irguió en su asiento, se armó de cuchillo y tenedor y constituyó todo un espectáculo verle deglutir, con exquisita delicadeza, el pescado con salsa rosa, las siempre extrañas lonchas de una carne por determinar, las aceitunas negras y el bizcocho con cabello de ángel. En fin, el menú de siempre. Y no contento con aquella conquista, nuestro pequeño Agustín se guardó las bolsitas de leche en polvo, azúcar, sal y pimienta, así como las olorosas toallitas de papel impregnadas de la inconfundible Lavanda.
 
               - “Se las llevaré a mis padres como recuerdo" -nos dijo-. Y luego nos explicó: "¿Sabe? Lo mío no era mareo; era hambre."
 
          Otros compañeros sentenciaban: esta carne está dura. Y algunos intentaban darle un capotazo a Iberia, contestando: no está dura; lo que ocurre es que el cuchillo no corta…
 
          Sin querer, los niños, en pleno vuelo, ya incluían ese inevitable mundo de los negocios; de los porcentajes y comisiones; porque allí, en el avión, de Coca- Cola, todo; pero de Pepsi, nada de nada. Y algunos seguían en la duda; no comprendían -y no se lo explicaron- por qué no había Pepsi en el avión siendo ésta “más dulcita” que la Coca- Cola…
 
          Como lejano y ausente en su asiento, Carlos, que con su incipiente bigotillo y aires de conquistador, reflejaba cierta perplejidad porque de su Tenerife natal anhelaba salir luciendo una gorrita de Madeira, que en el aeropuerto de Gando motivó la hilaridad de sus compañeros cuando se la vieron a un africanito multicolor, alternativa que venía a corroborar en la práctica los consejos de aquel padre que para Carlos resultaba retro y chapado a la antigua cuando le reflejó la posible jocosidad  que despertaría  la mencionada prenda. 
 
El increíble “peloteo” español en Barajas
 
          ¿Cómo es posible que a una criatura de menos de quince años se le exigiera documentación como si de un auténtico rufián se tratara? ¿Por qué, en el aeropuerto de Barajas no existía una especie de “Departamento de Psicología Juvenil” para evitar el deplorable espectáculo de enviar a su casa a una jovencita, integrante de nuestra expedición, por un quítame allá ese visado, que era muy posible no le supieron explicar, en su momento, la imperiosa necesidad del mismo?
 
          Pues sí; comprobamos con amargura la cerrazón de ciertos y determinados niveles burocráticos de nuestra especialísima piel de toro. Comprobamos en el departamento de pasaportes de Barajas ese mundo del triplicado que tan magistralmente reflejó Narciso Ibáñez Serrador en su irrepetible “El Asfalto”; comprobamos esa total y absoluta carencia de ayuda hacia el semejante; ese increíble “peloteo” cuando, prácticamente, nos estaban llamando a todos para el otro vuelo de enlace hacia Londres y se nos estaba pidiendo que dicha criatura exhibiera una documentación de pesadilla que, insistimos, era producto de una insufrible e inaguantable improvisión inicial de aquel funcionario proclive a llenar crucigramas mañaneros y evitar, en lo posible, la sugerencia o el consejo al prójimo. Ese funcionario con el desolador objetivo de sus ojos en la hora de salida y su hiel para la víctima de turno, que aparecerá por la ventanilla con mirada implorante y borreguil, y que pocas veces sabe que le está llevando el sustento cotidiano a tan exasperante personaje.
 
          La joven jamás olvidó tales escenas. Escenas de comodidad, de confundir al más pintado; de escatimar una simple llamada telefónica; de un lavarse las manos como Pilatos, en aras de reventar el optimismo de una persona que se sabe inocente y a la que parecen tomarla como la más buscada delincuente, ahogándose todo a ello en un despellejante llanto que tuvo su milagrosa solución, en parte, a última hora. Dios -decía la jovencita- no podía permitir tanta maldad e improvisación. No podía tolerar aquel cúmulo de soberbia; aquel rostro de pocos amigos, inflexible y herméticamente cerrado para la mentira piadosa. Un funcionario atemorizado y pusilánime, que se justificaba con estas lapidarias palabras: Soy casado; tengo esposa y una hija. Y comemos los tres. La ley es la ley. No puedo hacer otra cosa
 
          Y nuestra Mónica tuvo que quedarse en Madrid para luego regresar a Tenerife. Y vio como el resto de la expedición seguía el rumbo establecido. Todo, repetimos, por un dichoso visado que pudo haberse solucionado –dada las especialísimas circunstancias- con buena voluntad, teléfono y ganas de colaborar. Todo por no reconocer que iba integrando un grupo estudiantil; que venía a Londres a ampliar sus conocimientos lingüísticos; que nos acompañaba y que residiría luego en el seno de un hogar británico compuesto de un matrimonio y dos hijos.
 
          (¡Para qué tanto alardear, por aquel entonces, de Hispanidad; de tanto “300 millones”; de tantos intercambios con Venezuela; de tanto pregonar Pietro Usslar tan maravillosa conexión con los latinoamericanos si ahora Mónica, de Caracas, había comprobado las insólitas trabas para viajar desde nuestro país cuando de sobra había observado en nuestro Tenerife las quijotescas facilidades que en cambio se le otorgaba a tanto desaliñado “hippie”, sin oficio ni beneficio, sin un domicilio determinado, que luego pululan por nuestras calles como pregonando a carcajadas nuestra proverbial hospitalidad!).
 
          Sí; Mónica tuvo que quedarse en Madrid acompañada por un íntimo familiar de otra compañera de expedición que, circunstancialmente, fue a Barajas a despedirla y que ahora, con exquisita amabilidad y dispuesto a solucionar cualquier problema, se ofreció, desde el primer momento, a alargar la mano de la comprensión y de la caridad humana.
 
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