El Guernika de Picasso y sus diez años de exhibición en España

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 7 de diciembre de 1991).
 
 
           Estamos entre esos casi seis millones de personas que acudieron en los últimos diez años al Casón del Buen Retiro de Madrid a contemplar el Guernika, de Picasso, de cuya llegada a España se cumplió un decenio, según cifras aportadas por el Museo del Prado. Como se sabe, la obra llegó a Madrid junto a sus  treinta y tres bocetos preparatorios, después de que el Gobierno español consiguiera trasladarla a España.
 
         En diciembre del 88, sin portar nuestro DNI, acudimos al Casón del Buen Retiro, donde nos hicieron pagar 400 pesetas, porque a pesar de nuestro inmarchitable deje canario, nos confundieron:
 
               - “Lo sentimos. Usted puede venir de Canarias, pero si no nos muestra su DNI tendrá que abonar la entrada, como si fuera extranjero, que también le dará opción para visitar el Museo del Prado. Además, por su acento, parece usted como mejicano, como cubano..”.
 
          Con el ticket en la mano se nos olvidaron muchas cosas, sobre todo cuando, de entrada, y ya en el mismísimo salón donde se exhibía el cuadro picassiano, contemplamos fresco el napolitano Lucas Jordán “Origen y triunfo en España de la Orden del Toisón”.
 
          Luego, tranquilamente, nos sentamos. Los termómetros interiores marcaban veintidós grados, temperatura ideal para toda pinacoteca.
 
          Un guardián y una guardiana, deambulaban muy despacio ante el cuadro más celosamente guardado del mundo. Jamás habíamos visto tan extremadas medidas de seguridad. Ni La Gioconda, ni Las Meninas han gozado de este mimo y de este arropamiento. El Guernika estaba dentro de una mastodóntica y ciclópea urna. Parecía una urna para votaciones entre Gulliveres.
 
          (Las difíciles conversaciones para el traslado del Guernika fueron efectuadas por Javier Tusell, entonces director general de Bellas Artes y el gobierno de Adolfo Suárez. Tusell, que empleó más de tres años en negociar con los herederos de Pablo Picasso y el Museo de Arte Moderno de Nueva York –Moma-, donde entonces se  encontraba el lienzo, se mostró partidario de suprimir el citado blindaje de seguridad -que todavía protege la obra-, agregando que el acristalado protector se instaló porque España atravesaba un momento en el que la democracia todavía no estaba muy bien asentada, se acababa de producir el fallido golpe de Tejero, y había determinados sectores no muy partidarios de la presencia de la obra en Madrid). 
 
          Los que en aquel lejano día de diciembre del 88 penetramos en el amplio salón enmoquetado lo hicimos con un silencio casi religioso. Y eran muchos los que se sorprendieron de la austeridad cromática del cuadro; sólo en blanco y negro, como el celuloide de las rancias películas, posiblemente para acentuar más profundamente el drama, el lamento, el desgarro que quiso reflejar aquel genio malagueño de escrutadora mirada de hulla. Los chinitos, los japoneses, a los que uno siempre confunde, parecían extasiarse, de forma muy especial, con la figura de la derecha, la que mira  al cielo con brazos suplicantes.
 
          En efecto, era el propio público el que imponía su recato y su silencio en el recinto. Parecía como si estuviésemos en una catedral gótica: se hablaba, si es que se hablaba, muy bajito. Se musitaban las palabras y se originaba el susurro con un afán casi de no distraer ni molestar a aquellas atormentadas figuras que salieron de la paleta hace ahora cincuenta cuatro años.
 
          (Picasso pintó el Guernika para el pabellón español de la Exposición Universal de París de 1937 por encargo del gobierno de la República -que le pagó por él 150.000 francos- a través de Josep Renau, director general de Bellas Artes y autor de la evacuación en plena guerra civil de importantes obras del Prado).
 
          Figuras psicodélicas, troceadas, distorsionadas, como las de Juan Gris, que también acompañaba a Picasso en la misma sala como legado de un importantísimo mecenas.
 
          El citado cristal blindado de la urna separaba al público como unos cuatro metros del cuadro. Había que evitar a toda costa, y entre otras casuísticas, el desaguisado que podría cometer el trastornado mental de turno o la venganza de aquel conservador ante pintura tan descomunal como extraña, considerada como la más cruda y virulenta representación de la mentada guerra civil española.
 
          En aquella fría mañana de invierno del 88 el Guernika del Casón del Buen Retiro seguía teniendo su duende, su misterio, sus múltiples interrogantes. Se había convertido en un auténtico mito: era un descomunal fetiche, que muy pocos entendían y muchos, no todos, admiraban, aunque -según algunos- no había que entender “sino imaginar”. No era un cuadro; era un desgarrador lamento. Por lo menos nosotros, como simples y llanos observadores, lo vimos así. Todo esto se le podía perdonar a un genio como Picasso que cansado de tanta perfección en sus primeras etapas, y ahí sigue estando el Louvre para ratificarlo, es como si le hubiese dado por destrozar casi toda su obra para esparcir luego sus fragmentos, como a voleo, de forma anárquica, en sus lienzos.
 
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