Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974 - 2004) (III)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974 - 2004)  publicado en 2006).
 
 
El “reparto de matrimonios” y el rechazo
 
          ¿Cómo explicar el impacto que producía el “reparto de matrimonios” entre los componentes del grupo estudiantil? Era algo realmente digno de presenciar.
 
          ¿Por qué, por ejemplo, aquella criatura de apenas once años que durante el largo trayecto que nos trajo a Clacton-On-Sea no dejó de sonreír, hacer reír y contar toda serie de chistes con innato salero ( a los “verdes”, ellos, los niños, los llamaban, por aquel entonces, “bastos”); ¿por qué, decíamos, rompía a llorar en contagioso llanto ante un delicado matrimonio que junto a sus dos hijas, se las vieron y desearon para contener el “bico” de aquella niña que ahora, de repente, añoraba a su tía Marta ?
 
          ¿Cómo narrarles a Vds. el semblante de aquella otra niña que se quedó perpleja, anonadada, impávida, haciendo grandes esfuerzos para evitar el más ligero esbozo de sonrisa -que precisamente en aquella coyuntura podía resultar tan contraproducente como insultante- cuando comprobó que le había tocado en suerte a un matrimonio cuya mujer tenía medidas auténticamente liliputienses? ¿O el caso de aquella jovencita que también se asustó un poco porque el cabeza de familia tenía un rostro acromegálico?
 
          Excepciones, sí curiosas y de inicial amargor que, afortunadamente, no confirmaban la regla.
 
          El impacto podía resultar aún más delicado si hubiésemos escenificados estos encuentros en marcos nocturnos, cuando el niño, la niña o el joven venía cansado, desmadejado por el trajín de bultos y maletas; por el trasiego de aviones y autobuses. Y casi, casi, de sopetón, los poníamos al cuidado de un matrimonio de los que apenas, personalmente, conocíamos rostros y ambientes, aunque de antemano todos sabíamos las garantías que ofrecían.
 
          Podían o no tener hijos, albergar o no a más de un estudiante de este tipo, aunque siempre de distinta nacionalidad para evitar, por ejemplo, el encuentro de dos españoles, que por mucha voluntad que ofreciesen, siempre se expresarían en su lengua, que era precisamente lo que aquí siempre se quiso evitar a toda costa.
 
          Allí, como en las clínicas del doctor Barnard, estábamos esperando, de un momento a otro, el “rechazo”, que podía surgir por la inadaptabilidad del expedicionario. Jamás solía tener circunstancias graves. Lo más, una incompatibilidad de caracteres que se solucionaba al instante enviando al estudiante con otro matrimonio a ver si con éste lograba una mejor adaptación.
 
          El niño suele ser muy susceptible ante cualquier reacción. Si un matrimonio es cariñoso y no sabe o no puede exteriorizar esta expresión afectuosa, es muy difícil que lo comprenda el nuevo inquilino, que la mayoría de las veces ve en aquella aparente frialdad auténtico desdén.
 
          Se cuidaban estos detalles con enorme delicadeza para evitar el menor número posible de “rechazos”. Para estar en condiciones de aceptar niños estudiantes no sólo bastaba ofrecer una casa más o menos cómoda. La organización -tras recibir la petición- visitaba al matrimonio, observaba sus reacciones, su ambiente y su forma de vida. Luego estudiaba el caso, sus posibilidades y tras arduas deliberaciones podía dar luz verde a dicha solicitud, que algunas veces se llevaba a cabo por puro entretenimiento, simple costumbre de intercambio o por auténtica necesidad crematística.
 
Pueden tirar la casa; pero la fachada, no
 
          La primera impresión es que nos encontrábamos en una ciudad muy antigua en el que el tiempo había respetado la decoración del pasado. Y esto se observaba en los treinta y dos barrios de Londres, cada uno con su propio Ayuntamiento, en los que sólo dos podían alardear de llevar realeza. Para salir del casco urbano era necesario recorrer unos ochenta kilómetros. Y predominaba, pues eso, el pasado. Si usted tiene en Londres una vieja mansión y quiere edificar un esbelto edificio puede hacerlo pero respetando la fachada, cuando ésta reúna ciertos y determinados estilos que los londinenses se resisten, por todos los medios, a destruir para siempre. Ellos se enorgullecen, y lo repiten a cada instante, que allí, prácticamente, no existe la pobreza. Y es detalle que podía comprobarse penetrando en los suburbios, en la periferia, cuajada de coquetonas casitas, todas ellas con jardines en su parte delantera y primorosos huertecillos en la trasera, al lado de enormes parques de tan explosivo como monótono verdor, donde en algunos de ellos campeaban a sus anchas ciervos y gamos, que miraban sorprendidos, por entre castaños de Indias y sauces llorones, el galopar de los briosos caballos que aprovechaban aquellos formidables espacios clorofilados para que sus dueños practicasen equitación, que junto con el “cricket” son manifestaciones deportivas que se desarrollan con asiduidad por los contornos de aquella esmeralda vegetal. Dicen que el “cricket” casi siempre termina en empate. Y que intentar explicarle a un español su práctica es como pretender que un inglés capte el “ángel” del flamenco.
 
          También en uno de aquellos jardines -concretamente en el Hyde Park- se ubicaban los “Speakers Corner”, donde los charlatanes podían ser oídos, desahogando sus querellas con la política y la sociedad, todos los días de las semana, asegurando los más suspicaces del ramo que algunos de ellos se ponían sobre un cajón para no pisar suelo británico...
 
          Sí; permanecía en Londres la decoración del pasado, que seguía acicalándose tras vencer, en ejemplar batalla, a la contaminación. En los aristocráticos colegios de Eton y Harrow las mesitas de robles, usadas hasta el punto de no ser ya sino una delgada lámina de madera, no habían sido reemplazadas desde hace varios siglos.
 
          En los siniestros edificios de la Torre de Londres, supervivencia de la conquista normanda, aún permanecían los famosos “Beefeaters”, apodo cariñoso que se le da a los alabarderos que guardan las valiosas joyas de la Corona, expuestas al público en la subterránea “Casa de las Joyas”, donde había más timbres de alarma y células fotoeléctricas ocultas que en las películas de James Bond.
 
          Pues bien, como ejemplo de “non plus ultra” de tradición, esos “Beefeaters”, que nos seguirán sonando a marca de ginebra, aún daban de comer a una legión de cuervos, ya que hace varios centenares de años un soberano intentó desaparecerlos de aquellos lugares pero desistió al instante pues los sabios consejeros del Reino le aseguraron que si los cuervos se iban de allí se hundiría a continuación el floreciente Imperio Británico, como nos lo explicó una guía minifaldera en aquella tibia mañana del verano de 1978.
 
Descontaminación
 
          Lo habían logrado. Habían logrado que Londres oliera a Londres. Y esto se notaba nada más pisar el Aeropuerto de Heathrow, asaetado cada minuto por aquellos monstruos contaminadores de espacios. Pues allí no se olía a gasolina ni a fuel-oil. Ni en Picadilly Circus, ni en Trafalgar Square ni en Oxford Street se percibía la asfixiante atmósfera de humos y escapes automovilísticos.
 
          En 1974 había más de siete millones de habitantes en Londres. Y un río, el Támesis, que era la obra máxima de los ingleses; el mejor lirismo de Gran Bretaña. A principios de siglo, por verter en él residuos industriales, no había una sola especie piscícola. Ahora había más de setenta. Hasta salmones. Era un río versátil; de andar por casa, con traineras, batales, con preparadores desgañitándose tras enormes megáfonos; con innumerables pescadores bajo verdes paraguas de idénticas dimensiones a los usados por los porteros de los grandes hoteles para despedir y recibir, en un día de lluvia, a encopetados clientes. Su navegabilidad era proclive a la amistad y al “ligue” en aquel bosque de mástiles y quillas sin grandes pretensiones. Sentarse en sus orillas, llenas de tabernas y deliciosas tasquitas, era un lujo casi oriental. No extrañaba nada que en uno de aquellos lindos establecimientos se leyese por vez primera Alicia en el país de las maravillas. Allí se podía amarrar el barquito al árbol como el vaquero ataba su caballo fuera de los “saloons” del inagotable Far West.
 
          Antes, el Támesis era maloliente. Ahora era un orgullo nacional. Millones de chimeneas ataviadas con graciosas y minúsculas antenas de televisión. Antes, con el esporádico “fog” (esa neblina que tanto han exagerado en las películas de Sherlock Holmes y Scotland Yard) y los humos, Londres estaba abocada a la tragedia de una contaminación brutal. Supieron no solamente combatirla sino destruirla. Y para insuflar aún más oxigeno ahí permanecían sus parques y jardines, que según decían los londinenses de pura cepa, no sólo representaban a la naturaleza sino que la superaba; y se enorgullecían en añadir que cada cinco minutos había jardines para que pudieran jugar los niños. Encantadoras zonas verdes –en suelo que valdría millones de libras de cogerlo alguna inmobiliaria- donde se podía oír constantemente el canto de los pájaros, sin que el ruido del tráfico lo interrumpiera; donde se podía ir a merendar, jugar al tenis, remar, nadar o montar a caballo, oír música, o ver representaciones teatrales al aire libre. Menos coger flores, se podía hacer todo en estos núcleos de verdor cuidados con una delicadeza casi sobrenatural
En Londres, repetimos, se olía a Londres. Pero al doblar una esquina, de vez en cuando, llegaba a nuestras pituitarias el olor a cebolla, mostaza y salchichas de los inevitables “perros calientes”.
 
Lleve el paraguas
 
          Lleve un paraguas a Londres. Es tan imprescindible como llevar libras, ahora más fáciles de entender por aquello de haber entrado por el surco del sistema decimal. Si viaja con “surmenage”, con “stress” o cansancio tendrá rápido sedante desde las alturas. Porque Londres, sin sus clásicas y algodonosas nubes, a dos mil metros de altura, es visión que levanta el espíritu, con parcelas de un verdor desconocido; calles de modélica simetría, contoneándose entre ellas una descomunal serpiente conocida por Támesis, que se ufana de sus barrios y de sus habitantes, algunos menos que en años anteriores por la descentralización de algunos servicios oficiales.
 
          Posarse en Heathrow, el aeropuerto de Londres, era caer suavemente en un “tótum revolútum” admirablemente organizado. Tenía dos pistas de aterrizaje y otras dos de despegues. Aseguraban que cada minuto del día entraba uno de aquellos dragones silbantes, que vomitaban a miles de inquilinos de Torres de Babel, con las más estrafalarias, exóticas y distinguidas vestimentas, atendidos por los dieciséis mil operarios que, en diferentes turnos, atendían a aquel Arca de Noé, en donde empezaba a notarse que las “colas”, para los ingleses, eran algo tan religiosamente respetadas como sus tradiciones, algunas de las cuales, más que desfasadas, eran auténticamente pueriles.
 
          (A los guías de viajes organizados no había que tomarlos muy en serio. Aquel río de palabras no siempre solía venir de una montaña de sabiduría, aunque la mayoría de las veces se nos presentaba con agradable gesto y bien timbrada voz. Cuando se tenía la oportunidad de hacer idéntico viaje con distinto cicerone se podía observar que en lo más que fallaban era en matemáticas… Mientras un día se nos decía que en Heathrow entraban alrededor de los novecientos aviones diarios, al siguiente se nos aseguraba que lo hacían dos mil quinientos… Y no les digo nada cuando empezaban a mencionar ciertos y determinados episodios históricos presentándolos a nosotros, españoles, las figuras del Sir Walter Raleigh, la Reina Virgen y Drake…).
 
          Cuando salimos de aquel espléndido laberinto, “cacheaban” a los que sólo inspiraban desconfianza; desconfianza que se había acentuado al entrar en el avión y llevar paraguas, por aquello del “Chacal”. Una gentil señorita nos previene:
 
          -Es preferible que ustedes cambien su moneda en el Banco. Salgan a la calle con poco dinero. Dejen el resto en la caja fuerte del hotel. Aquí, en verano, hay muchos ladrones…
 
          Por la noche, en Picadilly Circus, se podía observar que los ingleses estaban o bien durmiendo o viendo televisión ya que por allí sólo merodeaban chinos, toda una invasión de chinos; pakistaníes, hindúes y africanos tocados con vestimentas que parecían extraídas de retales del Rastro madrileño, agolpándose todos ellos en los cines que anunciaban películas de terror, vampirismo, magia y aquelarres…
 
          Y empezaba a llover. Todos llevaban atuendos veraniegos. Todos sabían que aquella especie de posmilla lagunera duraría un parpadeo. Pero todos llevaban paraguas.
 
 
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