El Teide y Sabino Berthelot

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 12 de junio de 2010).
 
 
          Seguro que en el Más Allá, Sabino Berthelot (Marsella, 1794- Santa Cruz de Tenerife, 1880), coadyuvó a que el día 28 de junio de 2007 el Parque Nacional del Teide pasara a la historia de Canarias por ser la fecha en la que el emblema de todos los canarios, en general, y de los tinerfeños, en particular, el Teide, fuese encumbrado como Patrimonio de la Humanidad. Y es que resulta que el citado y destacado polígrafo fue uno de sus más competentes trovadores; fue quien, en el verano de 1827, escaló el Pico por donde nadie, hasta la fecha, había osado hacerlo, es decir, por sus peligrosas laderas meridionales. Y aquellas vivencias nos la dejó escritas con un matiz científico hábilmente atemperado por un ingrediente literario, con frecuencia poético que, como nos ha indicado el erudito Luis Diego Cuscoy, “aligera y sensibiliza el relato o la descripción”.
 
          La mirada del botánico e historiador galo, que fue una de las figuras más notables del siglo XIX en Canarias,  se remansó, en su escalada, en aquel paisaje aislado y concreto que,  a veces, se reducía a formas sorprendentes y armónicas y a colores llamativos. Ante aquel amplio y complejo horizonte vegetal de  impresionante entorno, Berthelot solía sugerirlo a través de especies a las que nombraba con hermética nomenclatura científica; pero no rehuía, sino todo lo contrario,  en describir una puesta de sol, en transmitir el rumor y la frescura de una fuente, el misterio de las brumas sobre las montañas, la pureza del aire, el sofoco del viento de levante, la diafanidad del cielo, el silencio del campo o la belleza del pájaro azul del Teide.
 
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Sabino Berthelot
 
          Sabino Berthelot, que estuvo plenamente incorporado a la sociedad isleña durante varias décadas, fue un naturalista excepcional que se convirtió en prehistoriador y en uno de los pioneros de la antropología física en Canarias e, insistimos, en el Más Allá, se ha tenido que emocionar en lo más íntimo de su ser cuando la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), decidió otorgar al  Teide tal galardón, en el transcurso de la 31ª sesión de la Convención de Patrimonio Mundial, reunida en la localidad de Christchurch, en Nueva Zelanda, en base a sus importantes valores paisajísticos y geológicos.
 
          El sabio marsellés , que fue nombrado en 1847 cónsul de Francia en Canarias y vivió en Tenerife hasta su  fallecimiento en 1880, desarrolló una activa labor investigadora en nuestro Archipiélago e intervino en los principales eventos culturales y científicos e, incluso, económicos- expansión de la cochinilla, declaración de puertos francos- de las Islas, siendo declarado Hijo Adoptivo de Santa Cruz de Tenerife en 1876. Fue tanto su apego por la  Isla que en su lápida funeraria del cementerio santacrucero de san Rafael y san Roque, y entre otras líneas, figura ésta: “Esta fosa se ha abierto para mí; aunque dicen que he muerto vivo aquí”. Decíamos que ahora, en el Más Allá, Berthelot habrá comprobado con la lógica algarabía que, en su concesión, la UNESCO venía a reconocer los “poderes” del Parque Nacional del Teide, es decir, sus ya mencionados valores. Un espacio en el que se representan con magnificencia las sucesivas fases de formación de la tierra y sus estructuras. A este respecto, su relevancia se centra en que es un vivo testimonio de los procesos geológicos subyacentes a la evolución de las islas oceánicas y, por lo tanto, viene a complementar otros sitios volcánicos incluidos en la Lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO.
 
          El 8 de julio de 1827, nuestro personaje, junto a Marcos, el arriero; dos guías y una mula, iniciaron la marcha desde el pueblo de Chasna (nombre aborigen del cantón dependiente de Adeje, situado en el actual municipio de Vilaflor),  donde entonces residía el inquieto investigador. Dos horas de marcha a través de pinares les bastaron para alcanzar las últimas estribaciones de las montañas del centro de la Isla, es decir, Las Cañadas y, enseguida, franquearon el desfiladero de Ucanca. En estos parajes encontraron “fuentes de agua acidulada salutífera” de un agradable sabor y cuyas propiedades medicinales atraían hacia Chasna, en la época estival, “a los viejos, achacosos y enfermos”. A los que le gustaban  tomar el “agua agria” se construían sus propias chozas de ramas y pasaban varias semanas en aquella tremenda soledad.
 
          Después de pasar la garganta de Ucanca, Berthelot tuvo que sortear grandes masas rocosas y después gozó del codeso, “ de flores amarillas, arbusto que sustituía a los grandes árboles” y al que le seguía el ornato de Las Cañadas, las retamas, “cubiertas de flores, de una deslumbrante blancura y de una intensa fragancia”.
 
          En la costa soplaba el “terrible viento del sureste”, y aunque las montañas protegían a la reducida  expedición, no por eso dejaron de sentir menos sus efectos. Este viento, nos dice Berthelot, “es el azote de Canarias”, ya que tan pronto hacía su aparición, los pájaros cesaban en sus cantos, el sol tomaba un color amarillento, el día  se oscurecía y las cosas se veían como a través de un velo. Este viento resecaba la tierra, quemaba las plantas y traía la desolación. En todos los países se le temía: era el “sirocco” de los italianos; el “harmatan” del Senegal; el “simún” de Egipto...
 
          El agua que brotaba de la Fuente de la  Piedra era de una deliciosa frescura y, gracias a ella, que reconfortó a las huestes del investigador, “pudimos continuar nuestra  penosa ascensión”. A la fuente acudían para abrevar las cabras que pastaban por aquellas alturas. También las abejas, cuyas colmenas estaban asentadas en los alrededores. Las cabras comían los tallos de la retama mientras que las abejas libaban sin cesar en las flores de delicado aroma; la próvida naturaleza, analizaba Berthelot, “surte a las necesidades de estos seres, ya que sin la retama, tan abundante en este extenso paraje, ni los rebaños ni los enjambres podrían subsistir, con lo que los habitantes del sur de la Isla se verían privados de sus mejores recursos”
 
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El Teide
 
         
          Convendría recordarle ahora al ínclito Berthelot, para redondear  su satisfacción, que la candidatura del Parque Nacional del Teide, un pétreo longevo de 180.000 años, integrado por un total de 18.900 hectáreas y que limita con 14 de los 31 municipios de la Isla, fue el producto de cinco años de trabajo y esfuerzo  por parte del Gobierno de Canarias y otras administraciones y sectores sociales . Y que  ahora El Teide es el espacio natural más visitado de España- con 3.142.418 entradas en el año 2008-; y el cuarto parque nacional de nuestro país que atesora el título de Patrimonio Mundial, tras el Garajonay, en La Gomera( que fue el primero que se hizo acreedor de tal distinción); Doñana, en Andalucía; y Ordesa y  Monte Perdido, en Aragón. Y también hay que decirle a quien introdujo en Canarias el término “etnografia” , que Tenerife , a  quien tanto él llevó en su corazón, puede presumir de contar con dos lugares que llevan la “vitola” de Patrimonio de la Humanidad: La Laguna y El Teide. Es más, recientemente, al Parque Nacional del Teide se le ha considerado como uno de los “Doce Tesoros” de España, codeándose, por ejemplo, con la Mezquita de Córdoba, las Cuevas de Altamira, la Catedral de Sevilla, la Alhambra de Granada, la Basílica del Pilar, el Teatro Romano de Mérida, la Catedral de Santiago, la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, la Sagrada Familia de Barcelona, la playa de la Concha de San Sebastián y el Museo Guggenheim de Bilbao.
 
          Hace ahora casi ciento ochenta y tres años, en la nocturnidad teideana, Sabino Berthelot, en su aventura, nos describió la serenidad del cielo, la soledad del lugar, las fantásticas formas de los roques volcánicos que les rodeaban, las densas sombras que llenaban las profundas gargantas por donde habían pasado y cuando, al amanecer, culminó los 3.718 metros del Pico- la cima de España- , se extasió con el impresionante espectáculo que presenció: “el inmenso océano; Lanzarote, en el lejano horizonte; después, Fuerteventura, que se alarga en dirección a Gran Canaria. Hacia el oeste, la sombra del Teide abate sobre La Gomera su triángulo de oscuridad ; un poco más lejos, La Palma y la isla de El Hierro destacan sus agrestes montañas. Todo el Archipiélago aparece como un mapa en relieve. Bajo nuestros pies, Tenerife, con sus macizos montañosos y sus profundos valles...”
 
          Antes de su regreso a Chasna, los guías llevaron el jefe de la corta expedición a la Cueva del Hielo, helero de donde se extraía el  gélido producto que aprovisionaba a todos los pueblos de la costa. “¡Sorprendente maravilla la de este Pico! “, exclamó el marsellés-tinerfeño, que añadió: “en su cima, el azufre y el fuego; poco más abajo, un reservorio de hielo” .
 
          En 1798, tuvo lugar la última erupción en el interior del Parque. En las laderas del Pico Viejo se abrieron una serie de bocas, las denominadas “Narices del Teide”, que durante tres meses derramaron enormes cantidades de lava cubriendo una gran superficie de terreno y dando lugar a los sugestivos malpaíses del oeste del Parque. Obviamente,  El Teide es un volcán en actividad. En su ascensión, ya lo comprobó  Sabino Berthelot:
 
          “De las grietas y hoyos de su interior se escapan gases calientes y sulfurosos: los bordes de esos respiraderos están calcinados, llenos de una tierra pastosa y rojiza y colmada de materias volcánicas. Esta especie de lava no es incandescente, pero el calor que desprende nos obliga a alejarnos...”
 
 
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