El nuevo desafío de Tenerife (La segunda cabeza de león)

 
Por Emilio Abad Ripoll (Publicado en la página web del Observatorio de Inteligencia, Seguridad y Defensa -CISDE- en formato de miniserie los días 4, 11 y 17 de mayo de 2013). 
 
 
I
 
          No estaba acabando bien el siglo XVII para España. Nuestra Patria empezaba a perder territorios y prestigio, mientras que Francia llegaba, con Luis XIV, a su apogeo, e Inglaterra se estaba convirtiendo en la dominadora de los mares.
 
          En Madrid, el enclenque aspecto y la enfermiza salud del que, aún sin saberlo, iba a ser el último de nuestros Austrias, Carlos II, disparaban las habladurías y hacían que todas las cancillerías de Europa mantuvieran la duda acerca de su capacidad procreadora, y por ende, de dar un heredero a la Corona española. Pervivía, no obstante, la esperanza, por lo que se le buscaron esposas entre las más bellas princesas europeas como María Luisa de Orleáns, de 16 años de edad y sobrina de Luis XIV, que fallecería pronto, y Mariana de Neoburgo, una princesa alemana de 22 años. Pero en ambos casos no se produjeron los resultados deseados.
 
          Ante la situación, el objetivo de las potencias europeas empezaba a ser el trono español y su Imperio. Y en esa disputa aparecían dos apostantes principales: Luis XIV de Francia,  que jugaba la baza de su nieto Felipe d’Anjou, y el Emperador de Austria, Leopoldo I,  que proponía a uno de sus hijos, el Archiduque Carlos.
 
          Pero para desesperación de todos ellos, Carlos II hizo testamento en 1696 en favor de José Fernando de Baviera, nieto de una hermana del propio rey español y que contaba sólo 6 años de edad. Las Cortes francesa y austriaca se indignaron y se firmó el Tratado de La Haya, acuerdo entre Austria, Holanda, Francia e Inglaterra, por el que se respetaba el testamento de Carlos II, pero modificándolo, de manera que Francia ganaba Nápoles, Sicilia y Guipúzcoa, y Austria el Milanesado, que así, “por las buenas”, se restaban al Imperio español.
 
          Carlos II sería débil de cuerpo, pero no carecía de dignidad. Hizo caso omiso del Tratado, se ratificó en los términos de su testamento y respondió enérgicamente a las Cortes signatarias en La Haya.
 
          Pero la Historia siguió derroteros inesperados. El heredero, aquel José Fernando de Baviera, fallecía a los 9 años de edad, cuando a nuestro rey le quedaban meses de vida. Las consecuencias fueron obvias. Volvieron las pretensiones de Felipe d’Anjou y Carlos de Austria, y, claro, París y Viena rompieron su alianza.
 
          El francés buscó los apoyos inglés y holandés, cosa que consiguió con la firma del Tratado de Londres, lo que causó la indignación del Consejo de Estado español, cuyas simpatías se empezaron a inclinar hacia el Archiduque austriaco. Pero Luis XIV amenazó con el desmembramiento de nuestro Imperio, y aunque puede que se tratase de un “farol”, hay que pensar en la fortaleza combinada de Francia e Inglaterra si se coaligaban contra España. Sea como fuese, el Consejo, ante el temor de ruptura del Imperio, cambió de opinión y se inclinó por Felipe d’Anjou.
 
          Nuestro rey, en aquel triste otoño de 1700, firmaba un nuevo testamento nombrando heredero a Felipe. Y muy poco después, el 1 de noviembre, el pobre Carlos II fallecía cuando estaba a punto de cumplir los 39 años de edad.
 
          Y de pronto Inglaterra y Holanda cayeron en la cuenta de lo que supondría la alianza borbónica entre España y Francia, por lo que decidieron pasarse al bando austriaco.
 
          El 23 de enero de 1701 entraba Felipe V en España por Irún y Fuenterrabía, con entusiastas acogidas. Las Vascongadas y Navarra estaban junto a Castilla en su lealtad hacia el nuevo Rey, lo que les valdría más adelante conservar sus privilegios y fueros pese a la política uniformadora que se recogerá en los Decretos de Nueva Planta. Igual recepción tuvo el nuevo monarca en toda España, incluida Cataluña.
 
          Para Inglaterra, Holanda, Portugal y Austria se confirmaban los peores presagios y, so pretexto de amenazas a su seguridad individual, en Viena, Londres y La Haya se declaraba la guerra a los Borbones. Y en la propia España, la unidad que presidió el inicio del reinado se resquebrajó. Castilla apoyaba al francés, mientras que se oponía a Felipe V la Corona de Aragón, en especial Cataluña, donde se recordaban ahora las últimas guerras, con tres invasiones francesas, a lo que se unía la competencia comercial de productos galos a la naciente industria textil catalana y la animadversión a la política centralista y absolutista de los Borbones. Vicens Vives subraya que los catalanes demostraban en estos momentos un profundo sentido tradicionalista y querían defender sus libertades dentro de la unidad española. El mismo autor escribe que los catalanes “eran ahora los más españoles de España”.
 
          Y empezó una nueva guerra, que iba a ser llamada de Sucesión, en cuyo contexto tendrá lugar el ataque inglés dirigido por el Almirante Sir John Jennings contra Tenerife, que, como toda Canarias, defendía la causa de Felipe V. Se puede pues pensar que, en realidad, Santa Cruz no sufrió un ataque estrictamente inglés, sino una acción realizada en defensa de los intereses de uno de los pretendientes al trono de España, pero es que exactamente esa misma había sido la circunstancia de la toma de Gibraltar 2 años y 3 meses antes. E idénticamente sucedió en Menorca. En la Roca ocuparon la plaza fuerzas anglo-holandesas, pero el Almirante Rooke ordenó izar la enseña inglesa, que, desgraciadamente, allí sigue. Y en Menorca costó una guerra que se marcharan los británicos. No sé si alguien podría garantizar que Jennings no traía a Tenerife esas mismas intenciones. Es mucho más seguro que, como luego Nelson, viniera a quedarse, es decir a que la bandera en cuya cimera figura un león ondease para siempre en Canarias. Vistos los ejemplos de Gibraltar y Menorca, coincidentes además en la circunstancia histórica y en el tiempo con el ataque de Jennings, no parece ilógico pensar que sus objetivos eran los mismos que ocultó Nelson 91 años después.
 
          También coincidieron en otras cosas: en la derrota y en la habilidad para esconder o disimular el fracaso.
 
 
II
 
          Nos encontramos a principios de noviembre de 1706. En Canarias, y desde hacía poco más de 40 años, los Capitanes Generales disfrutaban ya de la posibilidad de elegir su residencia, que desde los primeros momentos se situó en Las Palmas, pues el cargo militar llevaba anejo el de Presidente de la Real Audiencia, cuya sede se encontraba en la capital grancanaria. Fue don Jerónimo de Benavente y Quiñones (Capitán General entre 1661 y 1665) quien decidió trasladarse a Tenerife, concretamente a La Laguna. Esta decisión, unida a la de que el Lugar de Santa Cruz se convirtiera en la única plaza fuerte del Archipiélago, designaba a Tenerife como el objetivo principal de una intentona que tratase de conseguir el dominio del Archipiélago.
 
          Para su defensa existían en Tenerife 10 Tercios de Milicias de Infantería, 3 de ellos en La Laguna y el resto repartidos entre otras localidades, y 1 Tercio de Caballería. En total la isla contaba con unos 12.000 milicianos, prácticamente todos los hombres útiles de entre los 16 y 60 años de edad.
 
          Por lo que se refiere a la Artillería, exclusivamente dedicada a la defensa de puertos y fondeaderos, la de Santa Cruz era relativamente importante. Existían 3 castillos sobre los que se basaba el esfuerzo defensivo: Paso Alto, entonces con 12 cañones, San Cristóbal, con 11, uno de ellos “de a 36”, el maravilloso Hércules, que iba a jugar un papel primordial en la acción que se avecinaba -como ya había sucedido contra Blake hacía casi 50 años- y San Juan, con 4 piezas. Intercalados entre ellos, para cubrir posibles zonas muertas y cruzar fuegos, otras 10 baterías, reductos y baluartes; en total, unos 180 artilleros. Además se contaba con el parapeto o muralla que ya comentamos al hablar de la Primera Cabeza de león.
 
          Era Capitán General, don Agustín de Robles y Lorenzana, quien se encontraba en Gran Canaria desde los primeros días del mes, pues debía resolver ciertas desavenencias con la Real Audiencia. Se había quedado encargado del mando militar de la isla el Corregidor y Capitán a Guerra, don José de Ayala y Rojas.
 
          Y, en esas, un par de semanas antes, una flota de 10 poderosos navíos (uno de 86 cañones y el resto de 70) y otros 3 barcos auxiliares, cruzaba el Estrecho de Gibraltar y ponía rumbo a las Canarias. A su frente, en el Binchier,  el contralmirante John Jennings, experto marino, de brillante carrera y de acrisolada pericia demostrada en muchas operaciones navales. Concretamente, en esta Guerra de Sucesión española, no hubo combate naval en el que no interviniese. Había estado al mando del Kent de 70 cañones y a las órdenes de Rooke en el frustrado intento de apoderarse de Cádiz (1702) y meses después en el ataque, en la ría de Vigo, a una flota española de 19 galeones. También estuvo en la toma de Gibraltar, el 4 de agosto de 1704 -donde podía haber aprendido de Rooke el truco de cambiar la bandera del Archiduque por la inglesa horas después de la ocupación-, y apenas transcurridos 20 días, al mando del Saintt George, de 96 cañones, en otro combate naval frente a Vélez Málaga. En 1705, ya Contralmirante, pero ahora a las órdenes del Almirante Leake, participó en la expedición que desde Lisboa llevó al Archiduque Carlos a Barcelona y que culminó en la sublevación de Cataluña. Y también contribuyó al levantamiento del asedio que había puesto a la ciudad condal Felipe V en abril del año siguiente, es decir, ya 1706.
 
          Aún con Leake, se dirigió a Ibiza y Mallorca, donde poco más que la presencia de la escuadra inglesa bastó para que las Baleares cambiaran de chaqueta y se incorporaran al bando del Archiduque. Y es en aquel momento cuando Jennings, con una escuadra, se separa del resto de la flota (algo similar a lo que haría Nelson separándose de Jervis en Cádiz, casi un siglo después, y venir también a Tenerife) para cumplir la orden de repetir la función en el archipiélago atlántico.
 
          La tarde del día 5 de noviembre se dio la alarma en Santa Cruz, puesto que los vigías de Anaga divisaron los desconocidos velámenes de unos 10 barcos. Se fueron concentrando en el Lugar y Puerto algunas Unidades de los Tercios, llegándose, al caer la noche, a un total de unos 4.000 milicianos que se aprestaban a lo que fuese, mientras que se cubrían, en lo posible, las dotaciones de los reductos defensivos, especialmente las de los tres castillos más importantes: Paso Alto, San Cristóbal y San Juan. También destacan los relatores de aquellos hechos como, tras larga cabalgada, asimismo aparecieron algunas Compañías del Tercio de Caballería.
 
          Al analizar estos primeros momentos, llama poderosamente la atención la celeridad en la movilización. Pensemos que no había teléfonos, ni emisoras de radio, etc.; sólo señales de banderas o de humos; que los milicianos vivirían dispersos por  la vega lagunera, por las escabrosidades de Anaga y otros lugares de la isla; que había que desplazarse, en altísima proporción, tanto para dar el aviso de movilización como para incorporarse a la Unidad correspondiente, a pie… Sin embargo, en horas son 4.000 los que ya están en Santa Cruz. Eso demuestra una preparación envidiable y una no menos colectiva concienciación en la importancia del papel de cada uno en la defensa.
 
          Al amanecer del 6 de noviembre se distinguió claramente que eran 13 los buques que se aproximaban en actitud nada tranquilizadora. Cuando a eso de las 8 de la mañana se encontraban en las cercanías del pequeño muelle santacrucero, las sospechas se acrecentaron, pues tras enarbolar banderas francesas (como si pertenecieran a la facción de Felipe V, a la que se adhería el Archipiélago), las arriaron para izar la de Suecia y, pocos minutos después, banderas azules (las que correspondían en combate, para cuestiones de mando y control, a los navíos de Jennings dentro de la flota de Leake). A los tinerfeños este detalle se les iba a quedar grabado, pues durante mucho tiempo el episodio se recordará como “la invasión de la escuadra inglesa de la bandera azul”.
 
 
III
 
 
          Cuando Jennings, desde su buque insignia, el Binchier, contemplara a los milicianos tras la muralla y a los artilleros, mecha encendida en mano, junto a sus piezas, empezaría a comprender que había fallado la añagaza de los repetidos cambios de bandera. Pero se tuvo que convencer del todo cuando empezó a recibir fuego artillero. No obstante, consciente de su tremenda superioridad en esa faceta,  encomendó a sus más de 700 cañones la labor de hacer ver a aquellos pobres isleños que les iría mucho mejor rindiéndose cuanto antes.
 
          Pero se sorprendería cuando constatara el intenso y preciso fuego que sus buques recibían de las baterías costeras, especialmente desde el que parecía el castillo principal, donde un poderoso cañón (el Hércules, citado ya por su actuación en la miniserie “Cuando España venció a Inglaterra…”) con sus disparos, obligaba a sus barcos a alejarse, lo que ponía a los reductos y a aquellas cuatro casas fuera del alcance de su propia artillería.
 
          Optó entonces por ordenar un desembarco, y, con la celeridad y preparación de que siempre hizo gala la Royal Navy, 37 barcas cargadas de hombres se dirigieron, mejor dicho, comenzaron a dirigirse hacia las playas; pero pronto, tanto  ellas como los barcos que protegían su progresión, hubieron de virar en redondo, dirigirse a la mar abierta y deshacer su compacta formación, con visibles daños en estructuras y cubiertas, como consecuencia del fuego que recibían de todo el frente de playa, pero especialmente del cruzado de las dos baterías más importantes: Paso Alto y San Cristóbal. Y así, con el rugir de los cañones como telón de fondo, transcurrieron dos horas.
 
          Visto que nada conseguía, Jennings intentó ahora parlamentar. Pareció entrar en razón y jugar sin cartas en la bocamanga, porque izó en todos sus buques la enseña de Inglaterra; luego envió un lanchón con una bandera blanca en la popa en el que viajaba un oficial, portador de una carta para el jefe de los defensores, que pronto fue conducido a presencia del Corregidor, don José de Ayala y Rojas, quien se encontraba en el Castillo de San Cristóbal.
 
          La carta, que no transcribimos íntegra por falta de espacio (1), era en su conjunto una sarta de mentiras y excusas que no se tenían de pie. Baste su inicio para comprenderlo: “He sido enviado aquí con la esperanza de encontrar una escuadra francesa, no como enemigo, sino como amigo de los españoles. El haber tirado los navíos no fue por orden mía, pues apenas lo percibí mandé llamarles para afuera, no siendo mi intención que se cometiese alguna hostilidad a ese lugar”.
 
           O sea, que venía aquí a luchar contra una escuadra francesa,… para lo que, al principio, enarbolaron sus barcos la bandera gala.  Y sus navíos hicieron fuego sin que él lo ordenara…, lo que además de contravenir la más elemental norma militar de disciplina de fuego, suponía una falta de coordinación increíble en unas tripulaciones fogueadas, como vimos antes, en numerosas acciones de guerra. Y la perla: que se dio cuenta de que estaban sus barcos haciendo fuego cuando se llevaban dos horas de cañoneo, y por eso mandó retirarlos para afuera… (no fue, según él,  porque los cañones de la plaza los estuvieran “tocando” con su certeros disparos).
 
          Y luego aparecía una promesa: si la plaza se rendía a “S.M. Católica el Rey Carlos”, a cuya obediencia, explicaba, “está sometida la mayor parte del reino”, no pasaría nada. La misma treta utilizada en Gibraltar, y que, como una especie de fijación mental estratégica, volvería a intentar Nelson en 1797.
 
          El Corregidor Ayala paladinamente contesta (2) que en Canarias se sabía como iban las cosas de la guerra por tierras peninsulares; que Santa Cruz seguía siendo fiel a quién había jurado fidelidad: a Felipe V; y que también sabíamos comportarnos en correspondencia con la actuación del “otro”. Si hubiesen enviado de entrada a los emisarios, se hubiesen ahorrado el sofocón, parece decir el Corregidor.
 
          El marino inglés rumió su indignación mientras seguía maquinando la forma de tomar aquel diminuto puerto, puesto que el día 7 sus barcos pasaron y repasaron frente a Santa Cruz; indeciso, Jennings dudaba entre reemprender el ataque con un violento bombardeo que rindiese la voluntad de sus habitantes o intentar de nuevo un desembarco en fuerza. Para lo primero había que ponerse al alcance de aquel maldito cañón de a 36, y para lo segundo desde el Binchier podía comprobar que las fuerzas de infantería españolas seguían engrosando su número, por lo que, al anochecer de aquel día 7 de noviembre, optó por lo más sensato: puso proa hacia alta mar sin emprender ninguna otra acción hostil contra Tenerife ni sus gentes.
 
          En las demás islas, especialmente en La Palma, también se adoptaron extraordinarias medidas de seguridad, pero Jennings siguió de largo hacia Europa sin amenazar ningún otro puerto del Archipiélago.
 
          Los avisos que se enviaron al Capitán General a Las Palmas llegaron el día 7, y aunque éste preparó inmediatamente el viaje de retorno, con algunos refuerzos, no llegó a Santa Cruz hasta el día 9, cuando ya se retiraban las Compañías de Infantería de las Milicias que habían permanecido 48 horas más en la población.
 
          Si tuviéramos que hacer distingos, seguiríamos a Juan Tous cuando escribe que “sin duda, la intervención del Hércules fue decisiva…” (3), pero no podemos olvidar a aquellos milicianos tinerfeños, leales hasta la muerte a una lejana Patria y a un idealizado Rey.
 
          Y la Guerra de Sucesión terminó, como conocen, con el malhadado Tratado de Utrecht, por el que renunciábamos a Gibraltar y Menorca. Quizás, si Jennings hubiera tenido éxito en su aventura chicharrera, también habría aparecido el nombre de Tenerife en el texto del documento final y, por tanto, la acción que acabamos de relatar hubiese tenido más importancia a los ojos de los historiadores -británicos y españoles- que la que han parecido darle.
 
          De todas maneras, en reconocimiento a la lealtad, el empeño y el valor de los tinerfeños, campea en el escudo de su capital la Segunda Cabeza de León.
 
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NOTAS
 
1.- Ver en http://amigos25julio.com/index.php?option=com_content&view=article&id=544:la-segunda-cabeza-de-leon-del-escudo-de-santa-cruz&catid=52:series-anteriores&Itemid=109
 
2.-  Idem
 
3.- TOUS MELIÁ, J. El Hércules, el cañón más precioso del mundo. San Cristóbal de La Laguna, 2004. p. 41
 
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