El héroe de la Vega (Relatos del ayer - 36)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en la Revista NT de Bínter en su número de junio de 2019).
 
 
 
          El gobernador y capitán general de la isla de Canaria, don Alonso de Alvarado, aguardaba con el teniente de gobernador Antonio Pamochamoso, las autoridades de la ciudad y pueblos cercanos  y las compañías de milicia de la Vega, Teror, Arucas, Telde y Agüimes, a quienes se había unido el obispo don Francisco Martínez -luego de terminar el oficio religioso en la catedral y repartir entre los defensores vino y bizcocho, de la despensa de su casa-, seguido de frailes y criados, todos armados y pertrechados para la batalla. Cuatro desembarcos habían sido rechazados por los defensores del Real de Las Palmas, aquella mañana de 26 de junio de 1599, una proeza dada la magnitud del enemigo. Frente a la costa se observaban los 74 galeones de guerra de los Estados Generales de los Países Bajos, al mando del almirante Pieter van der Does.
 
          Seguro estaba Alvarado -como lo estuvo cuando el ataque a la plaza del corsario Francis Drake, cinco años antes, el 6 de octubre de 1595-, lo vital de impedir el desembarco de la horda enemiga, vencerles antes de que pisaran tierra. Entonces, contra los ingleses, lo consiguieron. Pero aquella era una fuerza muy inferior a la que ahora amenazaba la ciudad, calculó el gobernador que no menos de doce mil hombres constituía la hueste enemiga, y había contado ciento cincuenta lanchas de desembarco. El fuego de cañón desde el castillo de La Luz -hacia donde se volcó la artillería enemiga- había sido esencial para rechazar los cuatro intentos de tomar tierra. Mas, de manera incomprensible, el gobernador del castillo, Antonio Joven, ordenó acallar los cañones. ¿A qué se debió actitud tan cobarde? 
 
          Ahora, Van der Does reorganizaba el ataque y dirigía las lanchas hacia el istmo de Guanarteme, por lo que el Gobernador ordenó concentrar allí la defensa.  Aquel lugar carecía de parapetos, puesto que el estar batido por las olas de continuo y cubierto de bajíos imposibilitaba un desembarco. Sin embargo, esa mañana el mar se hallaba tan en calma que las olas apenas levantaban espuma en aquella zona. A pecho descubierto tendrían que enfrentarse los españoles al invasor.
 
          Avanzaban las ciento cincuenta lanchas engalanadas de banderas, con no menos de cinco mil hombres, hacia el desembarcadero. Dos piezas de artillería, allí emplazadas, dificultaban el desembarco holandés, que respondía al fuego español disparando los esmeriles de proa. A pocas paladas estaban de la orilla, cuando el joven Cipriano de Torres, capitán de la Vega, casado hacía unos meses, descubrió en una de las primeras lanchas a quien debía ser el almirante de la flota invasora. Acertó en la apreciación. No lo dudó el valiente Cipriano, que blandiendo su espada  se fue contra Van der Does, y ya con el agua por la cintura, logró herirle en una pierna, luego de estocarle en el pecho (protegido por la coraza), recibiendo en el acto los disparos y puntazos de alabarda de la guardia del almirante. Allí mismo cayó muerto el valiente capitán de la Vega. 
 
          Aquel acto heroico fue el preludio de una batalla final que pasaría a los anales de Canarias, un capítulo más que engrosaría la gloriosa historia de España. 
 
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