Los charcos de Fuerteventura
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en El Día el 25 de marzo de 1993).
Sorprenden sus grandes llanuras, sus grandes soledades, el impacto blanquísimo de sus dunas, que incluso captan los satélites. Ahí sigue la vetusta Herbaria, que un día vio desaparecer el verde de sus bosques y sus valles, el agua de su torrente. Ahí sigue Betancuria, de un pasado glorioso, que supo atraer a señores y corsarios, del que sólo se conserva hoy la peculiar belleza de las ruinas. Y el verso de Unamuno:
"…Enjalbegada tumba es Betancuria, donde la vida como acaba empieza, tránsito lento a que el mortal se aveza lejos del tiempo y de su cruel injuria."
En Corralejo, turistas, vendedores de baratijas y abalorios. El "aufwiedersehen" se impone al "good-bye". Zapatillas playeras, shorts, camisas de colores desabrochadas. Y a un paso, la isla de Lobos, quieta, esbelta y bella emergiendo poderosa del mar, buscando como su identidad, mirando un horizonte sin fin, lazando al aire sus milenios… y a otro paso, una punta de Lanzarote, desde donde un cordón umbilical submarino se encarga de repartir, por la Bocayna, energía eléctrica a majoreros y conejeros. Y entre medio de estas tres Islas, un mar de tonalidades únicas, indescriptibles. Pónganle ustedes todos los colores que les apetezca. Todos encajarán.
A esta Maxorata, la Naturaleza le privó de su antiquísimo verdor, pero le otorgó la compensación, el regalo, de unas playas de folleto.
Llanuras y más llanuras, parda geografía, blanco de muros, mezquina orografía; de vez en cuando matorrales, palmeras, cardones y cardoncillo, como un oasis en el desierto de la civilización. La serenidad del paisaje contagia e inquieta al viajero. Sobrecoge la placidez, la transparencia del mar en esta Fuerteventura, la mas larga, la menos poblada, la más longeva del Archipiélago, que señala, aquí y allá, la desnudez de sus escasísimas protuberancias, donde, de vez en cuando, las aspas de un molino rompen la posible monotonía de su increíble horizontalidad.
Llanuras y más llanuras, como una tabla de planchar, excepto en Puerto del Rosario, su capital, empinada e incómoda, “Está metida en un hoyo”, nos dice un taxista. Ya nadie parece acordarse de Puerto de Cabras, excepto los amantes de lo autóctono, como en aquel coqueto pabellón que alberga los poros laboriosos de la lucha canaria.
También en Puerto del Rosario hay una insólita quietud en su bahía. Y hablando de aguas, aquí llueve. Y la gente corre y se cobija en los snacks-bar y en las tiendas de souvenirs. Se arremolinan bajo esos toldos de terraza que pregonan pescado fresco. Y la lluvia forma charcos. Y uno, inevitablemente, recuerda, con cierta ironía, los versos de don Miguel:
“… Desnuda la montaña en que el camello, buscando entre las piedras flor de aulaga, marca en el cielo su abatido cuello; mas de la tierra en la sedienta llaga pone el geraneo con su flor el sello, de la mujer que su pena apaga”
Algunas veces, a través del grifo de su parador de bolsillo, oculto y tímido, parecen obsequiarnos con agua de manzanilla. Aseguran que la potabilizadora, ¡que Dios la conserve!, purifica de tal manera la salobre que su producto corroe toda tubería metálica. Pronto, muy pronto, vendrá en su auxilio el plástico, un “un último grito alemán”, ¡faltaría más!
Volveremos a Maxorata a seguir extasiándonos con sus soledades, con su bella desnudez, con este “esqueleto de isla”.
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