La intrusa
Por Fátima Hernández Martín (Publicado en la página web de Museos de Tenerife el 16 de mayo de 2013)
Un velo no demasiado extenso, de tela sutil, cubría su rostro del que susurraban no se sentía orgullosa. Al contrario, le hacía llorar muchas veces -en silencio- durante las noches sofocantes en aquel entorno mágico donde se hallaba destinada desde hacía meses.
Callada y con paso presto, siguió a la mujer (ya entrada en años) que le había abierto la puerta de dimensiones colosales. Mientras avanzaban observó extrañada los diversos abalorios coloristas que portaba, el ritmo pausado de sus orondas caderas y el olor intenso a jazmín que exhalaba al mover los brazos. Dedujo curiosa que debía rondar los sesenta años, aunque parecía mayor debido al exceso de peso que ella lucía despreocupada y arrogante.
La tenue luz de los pasillos, por los que transitaban juntas, permitía observar angostas celosías que hacían de frontera para hermosas, aunque pequeñas, fuentes pletóricas de flores y esculturas. Notó un calor agobiante inundando las galerías que, de repente, se abrían generosas a patios extrañamente ambientados por fragancias que identificó procedentes de camelias y rosas. Sus perfumes le recordaron, un instante, los blancos y fríos invernaderos que tanto gustaba cuidar, allá en su país natal.
Avanzaba de manera firme y segura, dejándose guiar, aunque no exenta de cierto temor al tiempo. ¿Podría huir, abandonar aquel lugar, si era necesario, sola y deprisa? Llegaron a una bifurcación y se percató que un hombre fornido, de extraña complexión, vistoso ropaje y piel de tonalidad oscura le impedía el acceso.
Cuando finalmente pudieron franquear la entrada, la mujer que le acompañaba hizo -de repente- un gesto a modo de orden con la mano y se detuvo. Entonces observó la estancia, bellamente decorada en paredes y techumbres, y se sumergió en un mundo distinto…nuevo, sensual, cálido y acogedor, lejos de los ambientes sombríos y fríos que ella estaba acostumbrada a frecuentar.
Bajo la penumbra, apenas iluminada por unos candiles que también emanaban esencias dulzonas, contempló un grupo de féminas que, recostadas en divanes, la miraban intrigadas, aunque con gestos abúlicos y relajados. Su acompañante se giró hacia ella y le preguntó en una lengua que empezaba a reconocer ¿está segura? sí, lo estoy, respondió sin reflexionar. Entonces, la anciana hizo una señal de respeto con la cabeza y le indicó con voz melodiosa…Adelante, será aquí, señora, mañana…
Lady Mary Wortley Montagu (dama inglesa, 1689-1762) llegó a Turquía en 1717 acompañando a su esposo, a la sazón embajador inglés cerca del Sultán de Estambul. De rostro marcado por la viruela (no tenía pestañas), este hecho siempre le provocó una intensa desazón. Dicen que, al poco tiempo de llegar a la corte otomana, se aficionó a frecuentar el harén dispuesta a conocer las costumbres de las mujeres que allí vivían, las cuales le confiaron –entre otras- la extraña técnica –traída de India y China- en relación con la enigmática inoculación de la viruela (llamada variolización). Consistía en pinchar una vena con una aguja impregnada de material pustuloso, a fin de que los daños de la enfermedad no fueran mortales. Obsesionada, ella la quiso aplicar presurosa a su hijo. Lo hizo una noche en una sala del harén, quería evitar que el pequeño desarrollase de forma cruenta lo que tanto le había hecho sufrir a ella.
Autora del libro Cartas desde el Este (1721) donde cuenta sus vivencias como embajadora consorte, a su regreso a Inglaterra intenta dar a conocer la inoculación de la enfermedad que, por entonces, hacía estragos en Europa (solo en Londres se cobraba miles de víctimas al año).
Dada su buena relación con la Corte fue propulsora del llamado Experimento Real, que consistió en usar como cobayas humanos a seis presos voluntarios de la cárcel de Newgate, tres hombres y tres mujeres, que habían sido condenados a muerte y fueron inoculados el 9 de agosto de 1721. Sobrevivieron y su pena conmutada. A raíz de ello, y por su entusiasmo, se aplicó a los hijos de la entonces Princesa de Gales. Incluso –más allá de las fronteras inglesas- la práctica llegó hasta las cortes de Catalina de Rusia y María Teresa de Austria.
Lady Wortley, culta, inquieta y viajera, fue amiga de importantes escritores como Jonathan Swift, al que admiraba profundamente por su obra Los viajes de Gulliver. Ella también escribía, con pasión, en especial poesía.
Para comprender a esta mujer que ha fascinado a muchos pensadores actuales, para tener una idea de su vida apasionante, solo hay que reflexionar acerca de su extraño epitafio: Todo me ha resultado muy interesante…Dice mucho de ella ¿estarán de acuerdo?
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