El sosiego del viejo y sabio general español

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 25 de julio de 2018).
 
 
 
          Apoyando las manos sobre la baranda del balcón esquinero de su casa, en la calle San José esquina con San Francisco, el viejo y sabio general pasea la mirada por el castillo -en cuyo alto mástil ondea orgullosa la enseña roja y gualda-, luego por el espigón que se adentra en las aguas, para al fin contemplar la mar océano al atardecer, ya asomándose la luna. Ahora, ya a tiro de cañón, en la bahía de Santa Cruz la escuadra británica se observa vencida, apaciguada por la rotunda derrota sufrida. Desde las almenas del castillo de San Cristóbal, dos centinelas, aún recelosos, aguzan la vista sobre los buques fondeados. Aún se ven por la calle algunos chicharreros apurando los últimos rayos de sol que todavía afloran tras el macizo de Anaga.
 
          Aquella mañana, la alegría de la victoria -luego de la tensa espera, de la cruel incertidumbre- echó a la calle a todos los que aguardaban en sus casas el devenir de la batalla. El teniente coronel Guinther, comandante interino del Batallón de Infantería de Canarias, hizo tronar los tambores para congregar frente al castillo de San Cristóbal a los defensores dispersos; y el capitán Creagh, con gran alborozo, les comunicó la firma de la capitulación. Infantes, artilleros, campesinos de milicia y civiles -que se habían unido a la lucha aquella madrugada-, se abrazaban entre ellos y con familiares y amigos, vecinos, compatriotas que daban vivas a España, al Rey y al mismísimo Gobernador y Capitán General de las Canarias don Antonio Gutiérrez de Otero. Lo recordó en ese instante el viejo general, esbozando una plácida sonrisa. Recordó cuando en la explanada frente al castillo, a los pies del obelisco sobre el que se eleva al cielo la imagen de la Virgen de Candelaria, las aguadoras -heroínas que la mañana del 22 subieron a la altura de Paso Alto con agua y alimentos para los defensores, que desde allí impedían el avance británico-, eran elogiadas por soldados y milicianos, y por algunos oficiales del Batallón que se acercaron a saludarlas, y recordó a las muchachas festejar con alborozo el reconocimiento. En Santa Cruz, aquel 25 de julio del día de Nuestro Señor de 1797, celebración de Santiago Santo, patrón de España y todas las Españas, alcanzada la gloriosa Gesta, los tinerfeños vibraron celebrando la Victoria. 
 
          Pero el viejo general, agotado de tanta tensión acumulada, también recuerda en este instante la cifra de muertos españoles en combate, veinticuatro, de momento. Le han contado la desgracia sufrida por el carpintero de Artillería de Milicias, Vicente Talavera, alcanzado y muerto por el hierro incandescente de un cañón que reventó en la torre de San Andrés, ya rendidos los ingleses. “Pobre hombre, qué mala fortuna”, se lamenta, afligido. Piensa en las bajas enemigas, entre seiscientos y setecientos, le han informado. Sólo con el hundimiento del cúter que pretendía desembarcar hombres, armas, munición y pertrechos para el asalto al castillo Principal, al menos cien británicos se tragaron las aguas. Casi a la vez -recuerda también-, al contralmirante de la flota enemiga, el tal Nelson, gravemente herido en el desembarco; el brazo derecho dicen que perdió. “¿Cómo pudo ocurrírsele al comandante de la expedición tomar semejante riesgo?”, se pregunta. Enorme varapalo para los suyos, sin duda. Piensa ahora en cuán providencial resultó la recomendación del teniente jefe de la batería del baluarte de Santo Domingo, que abrió la tronera donde se emplazó el cañón -El Tigre, legendario- que barrió la playa de enemigos. “¿Cómo se llama el joven teniente…?”, trata de recordar. “¡Grandi!”, le trae al fin la memoria.
 
          Aquella tarde, los vencidos fueron reembarcados a sus buques. Los heridos eran atendidos en el hospital de los Desamparados, cristianamente, para admiración y agradecimiento de los ingleses. Así ha de ser, convencido está el viejo general. Más buena cuenta le ha sacado a Nelson -bien que lo sabe Gutiérrez, que como nadie conoce al inglés-, quien se ha comprometido en su nombre y en el de su Armada a no volver a atacar Santa Cruz ni algún otro puerto del atlántico archipiélago español. Le entristece, sin embargo, que el alcalde Marrero se queje del buen trato dado al enemigo derrotado, en vez de ofenderle, como  pretendía el corregidor. “Cuánto ignora vuestra merced, Marrero, hasta dónde llegan los británicos cuando de venganza se trata… A enemigo que huye puente de plata… Y más en nuestras circunstancias, tan desamparados que estamos de nuestra Real Armada en estos tiempos que corren”, susurra, sabio, el viejo general.
 
          “Ya está la cena, don Antonio”, le dice Catalina, la cocinera -leal sirvienta, ya familia, luego de tantos años-, asomando la cara al balcón. El viejo general la mira y asiente. Pero el recuerdo le trae de nuevo imágenes de tan recientes acontecimientos. Ahora, aun con ansiedad, le parece estar viviendo las tempranas horas de la madrugada de ese día, cuando los fogonazos de los primeros cañonazos desde los baluartes iluminaron la atmósfera sobre la bahía santacrucera, mostrando el medio centenar -había estimado el capitán de Puerto Carlos Adán- de lanchas de desembarco acercarse a tierra, cargadas de enemigos sedientos de conquista tan codiciada, como lo era y lo sigue siendo el suelo tinerfeño y todo el canario, sin duda. En aquel instante, desde las almenas del castillo, sintió una gran angustia, un gran abatimiento al reconocer tan escasa la tropa con oficio de la que disponía, sólo los 247 hombres del Batallón, pues de la milicia campesina, en su mayor parte carentes de mosquetes, no más que ardor en el combate se podía esperar. El capitán de Puerto también había calculado que, por el número de buques enemigos -conociendo muy aproximada la cifra de los desembarcados por el Bufadero, el 22-, no serían menos de dos mil ingleses la dotación de la escuadra, en torno a la mitad de ellos emprenderían el desembarco. Todos curtidos hombres de guerra, instruidos y bien armados. “¡La eficacia de la artillería es vital!”, recordó afirmar a sus hombres en la madrugada atronadora. Y tanto que fueron vitalmente eficaces la artillería de San Cristóbal, de Santo Domingo, de Paso Alto, de San Telmo, de San Pedro y la de la punta del muelle, en el último infructuoso intento.
 
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          “Sopa de pescado…”, dice para sí don Antonio y se le hace la boca agua. Luego de un día tan intenso, tan excepcional, tan victorioso, sentarse a la mesa y disfrutar del gratificante caldo se le antoja un bálsamo inmejorable para calmar tanta ansia padecida. “Gracias a Dios, no tomaron tierra el primer intento del 22”, suspira al pensar en lo que pudo ser y no fue. No es para menos la pesadumbre que siente el viejo general al imaginar las consecuencias del desembarco de setecientos, ochocientos o mil británicos amaneciendo el sábado 22, cuando aún Santa Cruz dormía y las defensas se hallaban somnolientas. “Bendita sea la agreste de San Andrés y benditos sus gritos delatores”, festeja don Antonio, que escucha la voz de Catalina decirle que se le va a enfriar la sopa. Madre de Dios, cuán abatido se sintió -parece revivirlo en este instante y hasta malo se pone- cuando creyó perdido el Batallón, al no saber de su situación. ¿Cómo defendería Santa Cruz con un puñado de campesinos sin formación ni armamento, sin poder contar con el concurso de la única tropa profesional con experiencia en combate, ya en tierra no menos de quinientos o seiscientos enemigos? Suda don Antonio, como sudó en esos momentos de terrible incertidumbre. “No pudo ser más oportuno el joven e impetuoso teniente de la partida de La Habana… Vicente Siera…”, recuerda su nombre con gratitud. Y tanto que fue oportuna -milagrosa piensa el viejo general- la aparición de Siera en aquel preciso instante, para dar noticias del perfecto estado del Batallón, que buena cuenta había dado del enemigo en la desembocadura del barranquillo del Aceite. Suspira Gutiérrez.
 
          “Tienen que traerme el diván a casa”, piensa de pronto. Se refiere al que mandó llevar a su despacho en las dependencias del castillo. En él estaba echado, tratando de descansar algo, velando la espera inquietante, cuando por el ventanuco abierto llegaron gritos desde la rada, rasgando la noche, hasta ese instante en silencio de sepulcro. Se acomodaba a prisa la blanca peluca, cuando irrumpían en el despacho Juan Ambrosio Creagh y Gabriel, capitán de Infantería y ayudante secretario de Inspección, el capitán de Puerto Carlos Adán, el ayudante de Plaza José Calzadilla y el oficial de la Renta del Tabaco Gaspar de Fuentes. “Lo he oído, señores. Subamos arriba”, dijo, lacónico -refiriéndose a la plataforma alta del castillo-, a la vez que se ajustaba al cinto la pistola. Desde lo alto nada se veía, así que se llegaron hasta la punta del muelle, entre los cañones más avanzados, a tratar de vislumbrar desde lo más cerca posible qué ocurría en las oscuras aguas. Otros gritos se oyeron procedentes de alguno de los barcos fondeados, estos inequívocos. “Se acercan los ingleses. Señores, ha llegado el momento”, había dicho el viejo general, volviendo la vista a sus oficiales, cuando aparecían a paso ligero el teniente de Rey, Manuel Salcedo, segunda autoridad militar del Archipiélago; el coronel Estranio, jefe de la Comandancia de Artillería; el teniente coronel Guinther, comandante interino del Batallón de Infantería; y el jefe de Ingenieros, coronel Marqueli. La Plana Mayor estaba en pie de guerra, como lo estaba ya Santa Cruz. 
 
          Cerró los ojos por un instante el viejo general, tomando una bocanada de fresco aire marino. Revivió sin querer, porque vinieron solos, el estruendo de los cañonazos, los gritos de enemigos y compatriotas, el fragor del combate en las calles cercanas. Aunque peor se le antojaron en la madrugada los súbitos silencios, que callaban lo que en verdad acaecía. 
 
          El viejo general se sienta a la mesa, la sopa huele que alimenta. “¿Se le ha enfriado, don Antonio? ¿Quiere que se la caliente?”, le pregunta la fiel Catalina. Don Antonio sorbe con cuidado una primera cucharada y niega con la cabeza, respondiendo a la pregunta de la cocinera. Está rica la sopa de pescado. “Pescadores chicharreros”, recuerda don Antonio a los abnegados hombres de la mar, que en sus pesqueros trasladaron a los navíos a la tropa vencida. Sin darse cuenta, don Antonio se ha tomado ya casi toda la sopa. Le ha sabido a poco. Claro, no ha mojado pan, ni se percató de ello, y eso que tanto le gusta hacerlo. Y es que los pensamientos se le van y se le vienen, y le distraen tanto que ni ha mojado pan, afición que nunca perdona. “Qué pena, con lo rica que está”, masculla para sí. “Gracias a Dios que el desembarco por la playa lo barrió la artillería… -suspira-. De haber entrado por allí en número importante el enemigo, no quiero ni pensarlo…”, se debate en angustiosa especulación el viejo general. 
 
          Inclina el plato el anciano y en la sopa que queda, así como dos cucharadas, va a mojar un cachito de pan, cuando Catalina, que está en todo, se acerca con un cucharón rebosante de caldo humeante. “No va a quedarse Su Excelencia sin mojar en la sopa, como Dios manda…”, murmura ella, risueña.
 
          En la rica sopa flotan ahora nueve cachitos de pan, que don Antonio se echa a la boca uno a uno, con deleite, a la luz de las velas, en la noche en calma, orgulloso de su última y más grande victoria -sin imaginar ni por asomo a quién había vencido en tan desigual combate-, sosegado al fin el viejo y sabio general español. 
 
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