Escalas en Santa Cruz de Tenerife del navegante y naturalista francés Dumont D'Urville

 
Por José Manuel Ledesma Alonso  (Publicado en La Opinión el 24 de junio de 2018).
 
 
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Jules Dumont D'Urville
 
 
 
          Jules Dumont D'Urville nació en 1790 en Condé-sur-Noireau, Normandía (Francia) y falleció en 1842 en París, junto con su mujer y su hijo, en el primer accidente ferroviario que hubo en Francia. Está enterrado en el cementerio de Montparnasse.
 
          Navegante y naturalista, conocedor de lenguas clásicas y modernas, Caballero de la Legión de Honor, miembro de la Academia de Ciencias de Francia y presidente de la Sociedad de Geografía de París.
 
          A los 17 años ingresó en la Academia Naval de Brest. Dos años más tarde se enroló en el Chevrette, como alférez de navío, formando parte de una expedición científica del estudio hidrográfico de las islas del archipiélago griego, en la que, durante la escala que hicieron en la isla de Milos, en el archipiélago de las Cícladas, se enteró de que un campesino local había encontrado una estatua de mármol. Al verla, reconoció su valor artístico y se lo comunicó al embajador de Francia para que la adquiriera. La citada estatua, ahora conocida como la Venus de Milo, obra maestra esculpida alrededor del año 130 antes de Cristo, fue llevada al Museo del Louvre de París.
 
          Dumont D'Urville estuvo en Santa Cruz de Tenerife en tres ocasiones en sus respectivos viajes de circunnavegación del mundo. La primera vez, en agosto de 1822, en un viaje científico como segundo oficial de la corbeta La Coquille y responsable de las investigaciones de botánica y entomología.
 
          La segunda escala la realizaría en septiembre de 1826 al mando del Astrolabio. Los resultados de esta expedición científica, que duró 36 meses, fueron muy importantes para la geografía y la botánica, pues reunió gran cantidad de datos étnicos, cartas hidrográficas, colecciones de plantas e insectos, y descubrió numerosas islas. Por ello, el gobierno francés lo ascendió a contralmirante y le concedió la medalla de oro de la Sociedad de Geografía de París.
 
          La tercera la llevó a cabo en 1837. En esta ocasión al Astrolabio le acompañaba el Zélée, cada uno con 65 tripulantes a bordo. Durante su estancia en Santa Cruz, parte de la tripulación fue detenida por haber participado en una pelea de borrachos. Después de atravesar el estrecho de Magallanes, pasaron multitud de calamidades hasta cruzar el Círculo Polar Antártico, el 19 de enero de 1840, izando la bandera francesa en lo que bautizó como Tierra Adelaida en honor a su esposa. El 25 de febrero, en las islas Auckland, colocaron una placa conmemorativa del descubrimiento del Polo Sur magnético. La expedición, en la que perdieron la vida 25 marineros y 27 desertaron, regresó el 6 de noviembre de 1840.
 
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Obra de Louis Auguste de Sainson, dibujante de la expedición
 
         
          De los 13 volúmenes que integran su obra - Viaje pintoresco alrededor del Mundo a bordo del Atrolabio-, hemos entresacado:
 
          "El día 7 de septiembre de 1826, a las cuatro de la mañana, apareció Tenerife envuelta enteramente en una niebla, en cuyas ondulaciones se mostraba y desaparecía el famoso Pico, a pesar de estar todavía a quince leguas de distancia de nosotros.
 
           El mar era mecido suavemente por el soplo del un viento que hinchaba nuestras velas. Doblamos la punta de Anaga, dejando a la derecha tres rocas y al cabo de una hora estábamos ya a la vista de Santa Cruz y de su bahía, dispuesta en forma de un semicírculo que no puede contener más que doce navíos de línea. La corbeta tiró el cañonazo de costumbre y apareció un barquichuelo con cinco hombres que nos condujeron al fondeadero; mientras nos acercábamos hacia la orilla, me ocupé de examinar la situación de la ciudad.
 
           Santa Cruz está situada en una hondonada, al pie de una pendiente pronunciada. Sus casas forman una línea uniforme, interrumpida únicamente por algunos campanarios y miradores. Alrededor de la ciudad y de la rada hay un conjunto de masas basálticas que forman una especie de murallas cuyos flancos están enteramente desnudos de verdura. Estos fragmentos vulcanizados causan un calor muy vivo y sofocante.
 
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Puertas del Puerto, eliminadas el 6 de diciembre de 1883
 
         
Entramos en Santa Cruz por una puerta de madera. La ciudad nos pareció grande y agradable, pues sus calles, rectas, anchas y ventiladas, tienen aceras adoquinadas con piedras redondas y desiguales y orilladas por baldosas de lava; la calzada es polvorienta y llena de pequeños guijarros.
 
          Las casas presentan un aspecto agradable; generalmente disponen de un amplio patio, rodeado de columnatas que sostienen las galerías que sirven a un tiempo de vestíbulo y de almacén. En el centro hay una cisterna que recibe las aguas pluviales que luego se hacen filtrar en pequeños estanques de una piedra porosa, cuya parte superior, sostenida por algunos ornamentos de un gusto arabesco, está rodeado de plantas acuáticas.
 
          La escalera, situada en uno de los laterales del patio, conduce al segundo piso del edificio, donde se hallan los aposentos, de una altura desproporcionada y techos con largas vigas de tea, que presentan un aspecto triste a causa de su grandeza; sin embargo, en ellos existe una frescura que el ardor del clima hace verdaderamente deseable. Las paredes, enyesadas muy sencillamente, están adornadas con cuadros devotos, miserables dibujos, y espejos de pequeñas dimensiones.
 
          En una plaza que se encuentra a corta distancia del desembarcadero, llamó nuestra atención una fuente que sólo durante el verano mana agua en horas periódicas. Esta fuente, cuyo pilón, construido con lava negra, está alimentado por una corriente que corre hacia la ciudad a través de varios barrancos por medio de conductos de madera añadidos sucesivamente uno a otro, sostenidos por algunos andamios. La estatua de Nuestra Señora de la Candelaria supera un obelisco de mármol blanco, y en cada uno de los cuatro ángulos del pedestal se ven los cuatro últimos reyes de la nación Guanche que gobernaban antiguamente en la isla de Tenerife, con las sienes ceñidas de laurel, elevando hacia el cielo el hueso de un muslo humano. Una inscripción española atribuye a la intervención de la Virgen María la destrucción de aquel pueblo labrador y guerrero al mismo tiempo. En esta misma plaza, la más bella sin duda de las tres que hay en Santa Cruz, se ejecutan grandes maniobras militares de la guarnición y de la milicia.
 
          Las iglesias que visité son espaciosas y de mal gusto; sus columnas y capillas están llenas de exvotos, cuadros medianos y una ridícula profusión de dorados. Las bóvedas y obras de escultura están ennegrecidas por el humo de los trozos de cirio que arden a millares en todos los altares de las sagradas imágenes. Las tumbas exhalan un hedor pestilente, merced a la costumbre de sepultar allí los muertos, y sus losas están cubiertas de epitafios.
 
          Los españoles se pasean con mucha gravedad con una capa de paño que llevan indistintamente tanto en verano como en invierno. Las calles son muy concurridas por sacerdotes, ermitaños y frailes que a cada paso son detenidos por los devotos que vienen a besar su hábito. Los comerciantes que quieren obtener la sagrada protección de Nuestra Señora de la Candelaria ofrecen pequeñas dádivas a los reverendos padres. En Santa Cruz hay un inquisidor, pero el celo del Santo Oficio está limitado por los usos comerciales, de suerte que se reduce a prohibir las obras perniciosas y filosóficas. En las iglesias se exponen los carteles de los libros prohibidos que forman un catálogo para satisfacer los ánimos de los amantes de la novedad.
 
          Las mujeres ricas no llevan sombrero redondo puesto que van por la sombra y el tejido de su manto es generalmente de seda o de muselina adornada de largos encajes. Su paso es lento, su actitud flemática. Por medio de un abanico ocultan en parte su rostro, y nunca lo vuelven por cumplimiento alguno. Generalmente son morenas y no muy gordas, su nariz es aguileña, su boca grande, pero con muy buena dentadura, sus ojos vivos, y las cejas negras.
 
           Los mendigos pululan por las calles de Santa Cruz, y a su desvergüenza y atrevimiento unen el colmo del desaseo. A cada paso se ven niños andrajosos que salen al encuentro del pasajero pidiendo un cuartillo.
 
          En la alta sociedad de la ciudad se da muy buena acogida a los extranjeros. En Santa Cruz se reciben con mucha lentitud los periódicos y noticias de Europa, motivo por el que los recién desembarcados son importunados con incesantes preguntas. Los isleños, con indecible placer, ofrecen su territorio para que los extranjeros podamos investigar y estudiar sus producciones, antigüedades, etc.
 
           La mayor parte de las noticias que he recogido se las tengo que agradecer a muchas personas que honran ciertamente los nombres de su familia y las distinciones de que están revestidas".
 
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