El falso mercader de paños (Relatos del ayer - 16)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en el número de septiembre de la Revista NT de Binter).
 
 
          Miraba Juan -piloto de la marina de buena reputación- la rada de Santa Cruz de Tenerife, donde observó el galeón de bandera inglesa que había fondeado esa mañana de mediados de septiembre de 1561. Iba camino de la taberna del puerto donde se encontraría con un caballero inglés, comerciante de paños y vinos, con el que ya había hablado en una visita que éste hizo a la isla hacía un año. Al llegar lo halló ya sentado a una mesa. Se saludaron cordialmente. El tabernero les llevó la jarra del tinto de la tierra, pan y queso, tal como habían pedido. Vestía caros y elegantes ropajes el visitante, al que calculó unos treinta años, con acierto, pues eran veintinueve los que contaba. Al rato se estrecharon la mano, luego de acordar las condiciones del contrato. Juan Martín se enrolaría en su barco, dado que era requisito legal que fuera español el piloto del buque extranjero que quisiera entrar en Guinea, destino próximo del acaudalado mercader. 
 
          Feliz por el buen acuerdo, regresaba Juan a su casa, ilusionado por la promesa de hacer fortuna que le había hecho John Hawkins, que así se llamaba el comerciante. Tomaría las más útiles pertenencias y se despediría de sus padres, pues el galeón partiría a la mañana siguiente. Lo que nunca pudo Juan imaginar fue que John Hawkins no era el honrado comerciante que aparentaba y afirmaba ser. Por el contrario, a los dos años de aquel encuentro, Hawkins ya era el más importante traficante de esclavos africanos que cruzaba el Atlántico, ejerciendo la piratería con patente de corso de la reina Isabel I, socia prioritaria junto con otros destacados personajes de Inglaterra, en aquel mercadeo de carne humana. Ni pudo imaginar que la flota corsaria de aquel falso mercader de paños atacaría puertos españoles en la península, Guinea, las Antillas y la Nueva España. Y lo que menos pudo imaginar el bueno de Juan Martín es que, pasados los años, luego de multitud de tropelías reunidas por el despiadado Hawkins, este corsario -al que se había unido en los desmanes el conocido Francis Drake- al mando de 28 barcos, entre navíos y galeones, atacase Las Palmas de Gran Canaria.
 
          Sucedió el 6 de octubre de 1595. Avistada por la mañana la inmensa escuadra corsaria, el gobernador don Alonso Alvarado -que acertadamente decidió abandonar las murallas de la ciudad, para acometer al enemigo antes de que éste desembarcara- reunió a milicianos y tropa regular en la playa, en la desembocadura del barranco del Golfete, por donde pretendían tomar tierra los enemigos. Hasta allí desplazó los cinco cañones de que disponía y allí se apostaron los arcabuceros. En cuanto las lanchas corsarias comenzaron a avanzar hacia la costa, el fuego de cañón y arcabuz fue incesante. La metralla española alcanzó a muchos botes, hiriendo y matando piratas, sorprendidos por aquella brutal embestida isleña. En la orilla, con el agua por la cintura, los bravos canarios agredieron, a estocadas de espada y a cuchilladas, con tanto ardor a la canalla corsaria, que a la hora y media de combate, resignado, el pérfido Hawkins ordenó la retirada. Las Palmas celebró la Victoria.
 
          Pero aquello no lo viviría Juan Martín. Ahora el chicharrero se dirige al muelle, con el petate a la espalda, sin imaginar el futuro que le aguarda.
 
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