El Volcán de Colima y el Teide de Tenerife, los pechos de la Tierra

 
Por Carlos Hernández Bento  (Publicado en el mejicano Diario de Colima el 1 de julio de 2017).
 
 
 
          Etimológicamente, la palabra “volcán” proviene del dios Vulcano que, según la mitología romana, era el dios del fuego y los metales, el forjador de las armas de los héroes. Esta palabra, por su rotundidad sonora, es evocadora de la fuerza que puede llegar a desplegar la Naturaleza cuando despierta de su letargo. Cada uno de ellos es una especie de enorme “Fragua de Vulcano”, de la que siempre ha convenido mantenerse lejos cuando se está calentando algo. Visto así, parece normal que los pueblos que tuvieran uno cerca lo veneraran como un fenómeno terrible que hay que respetar y del que se debe temer siempre su cólera. 
 
          Desde el punto de vista científico no dejan tampoco de ser entes asombrosos que escapan a la escala humana. Constituyen nada menos que una fisura en la piel del planeta sobre el que transcurren nuestras “pequeñas vidas”. Una herida que supura a lo largo de cientos o miles de años, amontonando sobre sí misma ingentes cantidades de material, que proceden de las ignotas entrañas de la Tierra. Lugares infernales que existen a muchos kilómetros bajo nuestros pies y a los que nadie, con toda la ciencia del mundo, ha llegado bien a bien nunca jamás; salvo un Julio Verne con su portentosa imaginación.
 
          Estos fenómenos están coronados en su cima por la boca de una chimenea descomunal, a la que damos el nombre de “cráter” (otra palabra de sonido evocador, que parece traer el recuerdo de algo muy grande que esté crujiendo), el cual constituye una puerta de entrada al inframundo, que nadie de nosotros en su sano juicio osaría abrir jamás con todas sus consecuencias. Fuente por la que han brotado, periódicamente y con violencia dantesca: lava, gases, cenizas y humo. ¿Cómo no imaginarlo como un todopoderoso dios de fuerza incontrolable y caprichosa?
 
          Allí donde existe un volcán de gran altura, éste se convierte en símbolo y bandera de lo que le rodea y mucha gente siente una fuerte atracción por subir a su cumbre; como quién sube a lomos de una fiera salvaje aprovechando los momentos en que duerme; como atreviéndose a robarle al monstruo por unas horas la vista de la que es dueño: las llanuras y montañas; los bosques y descampados; las cercanas y lejanas poblaciones; los puertos o el mar que se pierde en el horizonte, escondiéndose tras la redondez de la Tierra. Todo a sus pies. Sublime estampa.
 
          Tanto en Colima como en Canarias tenemos la suerte (y el respeto) de contar con dos de estas titánicas bellezas: el Volcán de Fuego de Colima, que roza los 4.000 m y el Pico Teide de Tenerife que, con sus 3.718, es la mayor altura de España y del Atlántico. Pico que, cuando está nevado, refulge a muchísimas millas marinas de distancia, convertido en faro desde tiempo inmemorial para los navegantes europeos, quiénes lo tuvieron por la mayor montaña del mundo hasta el siglo XVIII. Cristóbal Colón contempló, quizá premonitoriamente, una de sus erupciones antes de partir desde la vecina isla de La Gomera, con destino a unir para siempre las dos mitades del planeta.
 
          En ambos casos las más remotas, y quizá más bonitas leyendas, se remontan a la época aborigen. Cuentan en Colima que el Rey Colimán acabó sus días lanzándose al cráter del Volcán de Fuego con los suyos, al verse perseguido por los españoles que venían a la conquista de México. Antes de sacrificarse, juró que cuando sus hijos sufrieran por algo se vengaría estallando con rabia. Desde entonces se dice que cada vez que los descendientes del Rey se ven en apuros, el volcán ruge con fuerza.
 
          En el caso del Pico Teide, para los aborígenes canarios era el «Echeyde» (“Infierno”), nombre del que derivó su actual denominación. En él vivía Guayota, el demonio del mal, que secuestró a Magec, dios de la luz y el sol, arrastrándolo consigo al interior del coloso, sumiendo al mundo en las tinieblas. Los guanches pidieron ayuda a Achamán, su dios supremo, quién consiguió derrotar y encerrar a Guayota tapando el cráter y sacando a Magec de las entrañas de la Tierra. Dicen que el tapón que puso Achamán es el llamado Pan de Azúcar, el último cono de color blanquecino que corona el volcán.
 
          Hace unos días se ha cumplido una década de la declaración del Teide como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, 28 de junio de 2007, este hecho es el que nos ha llevado hoy a hablar de las dos montañas que hacen un poco más iguales a Colima y Tenerife. Un reconocimiento mundial que también merecería, sin duda, el singular Volcán de Fuego colimense que, con sus más de 40 explosiones entre 1576 y 2015, es el más activo de México y no para de agigantarse ante nuestros ojos. (La última erupción del Pico tinerfeño tuvo lugar en 1798 cuando “respiró” por las llamadas Narices del Teide; actualmente también se le considera activo, dadas las fumarolas que regularmente continua emitiendo).
 
          Seres como Vulcano, el Rey Colimán o Guayota habitan, para fortuna nuestra, en el imaginario mitológico de la humanidad como un tesoro que haya que conservar y admirar para siempre, al igual que sus volcanes.
 
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