Prólogo al libro de Carlos Hernández Bento "Ataques británicos a las Islas Canarias en el siglo XVIII"

Por Emilio Abad Ripoll

 

          Vaya por delante que no quiero en este Prólogo, como ocurre en ocasiones, desmenuzar sintéticamente el contenido del libro que el lector acaba de abrir, pues sinceramente creo que esa disección es más propia de una reseña literaria. Además el propio autor, Carlos Hernández Bento, en la Introducción a la obra nos explica las partes, perfectamente diferenciadas pero estrechamente relacionadas, en que la ha estructurado, por lo que si aquella hubiese sido mi intención habríamos llegado a una aburrida y absurda reiteración informativa.
 
          Naturalmente que en las líneas que siguen me referiré al libro que nos ocupa, pero será para subrayar o hacer referencias concretas a situaciones, con la intención de ayudar al lector a descubrir determinados aspectos que, al no estar explicitados, pudiesen correr el peligro de pasar desapercibidos.
 
          Cuentan del general inglés Wellington que realizando un largo viaje por carretera acompañado por un amigo, éste se asombraba de que el famoso militar británico casi siempre adivinase la configuración del terreno que se encontraba más allá de las colinas que en cada ocasión se presentaban como “horizonte próximo”. Al comentar con Wellington su sorpresa, éste le contestó que “No es de extrañar. Me he pasado la vida intentando averiguar lo que había al otro lado de la colina.” (1)
 
          Algo así le tuvo que ocurrir a los isleños canarios desde los más remotos tiempos, desde que las islas comenzaron a poblarse. Para ellos, “la colina” era aquella línea en que el mar y el cielo se confundían, y también, como Wellington, pasarían gran parte de sus vidas esperando que una nave “descrestase” por encima del horizonte trayendo consigo venturas y desventuras.
 
          Porque sí; aquí casi todo lo bueno y casi todo lo malo venia por el mar. Cierto es que, de vez en cuando, la Naturaleza, quizás remordida la conciencia por haber derramado sobre estos siete roques más venturas que sobre muchas otras partes del mundo, intentaba equilibrar algo la balanza y hacía que las “Afortunadas” sufriesen fuertes vientos, aluviones de agua o de lava, temblores de tierra, temporales marítimos o cualquier otra calamidad, pero lo cierto es que la mayor parte de las desgracias comenzaban al vislumbrarse lejanos velámenes que se acercaban desde “el otro lado de la colina”.
 
          Aquí, en los tiempos prehistóricos y los más remotos de los históricos, se habían sufrido las consecuencias de saqueos, pillajes, secuestros de personas con fines esclavistas, etc., pero va a ser con el paso de la Edad Media a la Moderna, en las últimas décadas del siglo XV, cuando las acciones piráticas iban a ganar en virulencia. Los motivos eran varios y poderosos.
 
          En primer lugar figuraban los descubrimientos geográficos, que traían consigo nuevas tierras pobladas por gentes que no podían oponerse a la codicia de los piratas, inmensos territorios legendarios en los que el oro y la plata parecían reproducirse, como las valoradas especias, en la ramas de los árboles; además esos tesoros debían ser transportados por mar, un mar demasiado grande para poder ser controlado totalmente por las fuerzas del orden y la ley; añádanle el poco valor que se daba a la vida humana, incluida la propia, y la sed de aventuras tan característica de aquellos tiempos, y tendremos un excelente caldo de cultivo para el virus de la piratería.
 
          Y era en aquellos momentos cuando también Canarias acababa de ser descubierta y colonizada; y poco después se convertiría en el lugar en el que se entrecruzaban casi todas las rutas de la tierra: las que iban y venían de la India siguiendo el único camino posible, el del Cabo de Buena Esperanza; y las que iban a las otras Indias, a América, aprovechando los alisios. 
 
          En la piratería que más directamente afectó a Canarias hubo una primera fase de rivalidad política, militar y conquistadora en la que las islas sufrieron los choques expansionistas de España con Portugal, una vez que los lusos acabaron la reconquista de su parte peninsular y los castellanos y aragoneses, especialmente aquellos, se acercaban al final de la suya. Pero con los Tratados de Alcaçobas (1480) y Tordesillas (1494), que delimitaron la parte del mundo que se abría a la civilización que correspondía a España y la que dependería de Portugal, esos ataques prácticamente desaparecieron.
 
          Pero Francia primero, Inglaterra poco después y, por fin, Holanda, no podían quedarse sentadas viendo la supremacía hispano-lusa. Y una forma muy sencilla (mucho más fácil, y desde luego menos peligrosa, que la de enfrentarse en los campos europeos a nuestros invencibles Tercios) era golpear el bajo vientre de ambos Imperios y, en nuestro caso, cortar el cordón umbilical que unía a la España de Europa con la España de América, con un doble objetivo:
 
                    a) Impedir que el oro y la plata americanos, tan necesarios para alimentar las necesidades de los poderosos ejércitos hispanos y soportar la estructura del enorme edificio imperial, llegara a Sevilla.
 
                    b) Introducir en América los productos manufacturados que, como consecuencia de ese corte, y de la pequeña producción española para el gran mercado americano, se pagaba allá a precio de oro.
 
          Francia, con la primera de esas intenciones, empezó a fomentar la piratería, aprovechando al principio las rivalidades entre nuestro Carlos I y su Francisco I; luego sacando ventaja de las guerras de religión entre católicos y hugonotes que asolaban su territorio, con incursiones sanguinarias, sacrílegas contra todo lo católico que, de paso, oliera a español. Luego fueron Inglaterra, y Holanda, añadiendo a la primera la segunda de aquellas intenciones y alternando la piratería a gran escala con la de las rapiñas y saqueos. Se puede decir que los tres países empezaron a construir sus imperios con la inestimable actuación de sus piratas y corsarios.
 
          Y todos venían aquí buscando agua, vituallas, reparaciones, mano de obra, etc., unas veces a la fuerza y otras incluso con “amigos” en tierra; con desembarcos y ataques en los que en la mayoría de las ocasiones la suerte les fue esquiva; situaciones que como tan bellamente escribe don Antonio Rumeu de Armas: “fueron labrando día a día la epopeya de un pueblo, pacífico y tranquilo, dispuesto a defender con su sangre y su vida no sólo su independencia, sino también su unión indisoluble con la que desde el siglo XV fuera su Patria, España.” (2)
 
          Lentamente, con penurias y carencias, pero con determinación, el Archipiélago se fue fortificando; y, además, habían nacido, a imagen y semejanza de las Unidades Provinciales de Milicias peninsulares, nuestras Milicias Canarias, un ejército pequeño, pero eficaz y combativo, conocedor del terreno que otros trataban de hollar. Y a destacar también que prácticamente nunca se contó con una Escuadra que protegiera nuestras aguas.
 
       Muy pocos de los ataques de los siglos XVI y XVII se debieron a formaciones navales que enarbolaban las enseñas de sus países respectivos. De entre ellos destacaron el del británico Francis Drake, en su intentona contra Santa Cruz de La Palma en 1585; el del holandés Pieter Van der Does, en el desembarco, saqueo y posterior retirada de Las Palmas en 1599; y el del también británico Robert Blake, en su intento de 1657 contra la flota del almirante Egues fondeada en la bahía de Santa Cruz de Tenerife. Pero en el XVIII la situación iba a cambiar.
 
          Es precisamente en esa centuria en la que Hernández Bento centra su atención. Ahora la mayoría de los ataques a las islas no son acciones esporádicas, planeadas o no y realizadas en su mayoría, como acabamos de decir, por piratas o corsarios; en el siglo XVIII esos ataques forman parte de “políticas de Estado” que en más de una ocasión no buscan tan sólo debilitar el poderío español, sino que además se marcan el claro objetivo de apoderarse permanentemente de, al menos, una de las islas para utilizarla como base naval de operaciones o como escala imprescindible en sus rutas comerciales.
 
          Lógicamente, esos ataques contra las Islas Canarias se enmarcan dentro de conflictos entre Estados, y los seleccionados por Carlos Fernández Bento en este libro, los más importantes de aquel siglo XVIII, tienen lugar en periodos históricos muy concretos: la Guerra de Sucesión española (1700-1714), la Guerra contra Inglaterra (1739-1748) y otra guerra contra los ingleses, consecuencia de las alianza hispano-francesa de 1796.
 
         En cada caso, el autor nos sitúa en el momento histórico correspondiente, desvelándonos en su trabajo no solamente el “porqué” del ataque, sino exponiéndonos con claridad la situación, tanto en tierra (poblaciones afectadas, habitantes, medios de defensa con que se contaba...) como en la mar (situación de los barcos propios, normalmente mercantes fondeados en las respectivas bahías, y de los buques enemigos -armamento, tripulaciones, …-). Y tras el relato de la acción, no olvida incluir las valoraciones, generalmente muy dispares pues la propaganda de guerra nos es una cosa nueva, que ambos bandos hicieron de lo sucedido.
 
          Son cuatro los episodios que Hernández Bento estudia en profundidad: el de John Jennings (1706) contra Santa Cruz de Tenerife; los ataques del corsario Willes (1740) a Fuerteventura, desvelando la primicia de que sus investigaciones le han llevado a concluir que fue Willes, y no Charles Davidson, como siempre se escribió, quien atacó en aquella ocasión la isla majorera; el de Charles Windham (1743) contra San Sebastián de La Gomera -ya estudiado por el propio autor con más detalle en otro libro (3)-, y el más conocido de todos, el de Nelson (1797) contra Santa Cruz de Tenerife.
 
          Quien ahora esté leyendo estas líneas podría pensar que el libro que prologamos no es, en definitiva, más que otra obra, en este caso circunscrita al siglo XVIII, que añadir a la larga lista de las que tratan de los ataques navales al Archipiélago y que, con todo merecimiento, encabeza Canarias y el Atlántico, el gran trabajo de Rumeu de Armas. Pero si piensa así está olvidando un detalle fundamental. Este libro que tiene entre las manos está basado en lo que pensaron, decidieron, ejecutaron y posteriormente evaluaron los que estaban “al otro lado de la colina”, los adversarios, pues se nutre especialmente de fuentes inglesas. 
 
          Del afán investigador y del concienzudo esfuerzo realizado por Carlos Hernández Bento para su confección nos da idea el comprobar que lo que ha resumido en este trabajo procede de 26 libros, otras 33 fuentes hemerográficas y una decena de páginas web, y además en casi su totalidad, como es lógico, manuscritas en inglés y con abundante terminología técnica, lo que obliga a un continuado trabajo de transcripción, interpretación y traducción.
 
          De destacado interés es que, con la excepción de los casos de Windham y Nelson, mucha de la documentación aportada es la primera vez que se utiliza para un trabajo de estas características. Entre esa documentación inglesa merecen especial mención los Captain’s logs y los Master’s logs  (nuestros Diarios de a bordo y Cuadernos de bitácora), documentos oficiales en los que el Comandante del buque y otros Oficiales recogían todas las vicisitudes, ordinarias y extraordinarias, que tenían lugar durante el desarrollo de la misión encomendada. Sin temor a equivocarnos podemos asegurar que no se pueden encontrar fuentes más fidedignas que esas, ni datos más precisos que los que en ellas se recogen.
 
          Creo que otro acierto del libro es incluir un capítulo dedicado a los personajes y sus buques, es decir, a exponer una breve biografía de los capitanes más destacados y un resumen del historial del barco que mandaba en el momento de la acción que nos había relatado páginas antes. Aquel marino deja de ser para el lector un mero apellido, por muy glorioso que fuera, para convertirse en un ser de carne y hueso que luchó, derramó sangre, venció o fue derrotado al servicio de su país; y en nuestra imaginación, gracias a la descripción que de él hace el autor, se nos aparece también como sería su buque, navegando a todo trapo por cualquier mar del mundo.
 
          Carlos Hernández Bento destaca en su Introducción que el estudio ha “quedado centrado en mayor medida, en los aspectos más marinos de los ataques”. Ello es totalmente lógico, no sólo por el origen de los mismos (desde la mar) y la procedencia de la documentación utilizada, sino también porque los aspectos terrestres han sido ya muy estudiados a partir de la documentación propia, la que él califica de “documentación local”. Y era mucho más interesante saber lo que pensaron “los otros” que reiterar lo que hicieron “los nuestros”.
 
          Para terminar, quiero hacer constar que considero un gran acierto la forma, en gran parte inédita, con que el autor enfoca uno de los azotes que estas islas y sus habitantes sufrieron durante tantos años. El exponer lo que sentían y pensaban los que estaban “al otro lado de la colina” es de una importancia primordial para quienes quieran sumergirse, siquiera sea puntualmente, en la historia de los episodios bélicos que han salpicado la Historia de Canarias.
 
          Ya no me queda más que dar las gracias a Carlos Hernández Bento por su esfuerzo, felicitarle por su aportación a nuestra Historia y emplazarle -su valía intelectual y su juventud se lo permiten- a que siga obsequiándonos con obras semejantes a la que, a partir de la página siguiente, se ofrece al lector.
 
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NOTAS
 
  1. LIDELL HART, Basil. El otro lado de la colina, p. 21. Ediciones Ejército, Madrid, 1983.
  2. RUMEU DE ARMAS, Antonio. Canarias y el Atlántico. Piraterías y ataques navales. Tomo I. Prólogo, xiii. Ed. Gobierno de Canarias, Madrid. 1991
  3. HERNÁNDEZ BENTO, Carlos. 1743. La Royal Navy en Canarias. Gobierno de Canarias, 2013
 
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