Guardar el luto (Retales de la Historia - 271)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 3 de julio de 2016).
 
 
          El luto es manifestación o muestra de dolor hacia el exterior, ante los demás, por el fallecimiento de un ser querido. Es la manera de formalizar ante la sociedad el sentimiento que embarga a una persona ante el vacío que produce la pérdida de alguien que ocupaba lugar preferente en el afecto o cariño de cada uno. Generalmente, sobre todo en tiempos pasados, el luto había que “guardarlo”, dejar constancia, cuidarlo y hacer ostentación de él ante los demás -recordemos la existencia de las “plañideras”-, lo que podía llegar a condicionar la cotidianidad de la actividad familiar, ciudadana, oficial y hasta protocolaria. Y ocurría, tal vez en más ocasiones de las deseadas, que quedaba en evidencia la sinceridad de los sentimientos exteriorizados, cuyo nivel de ostentación dependía, las más de las veces, de las posibilidades económicas de  los “doloridos”.
 
          Para los estamentos oficiales se daban normas estrictas para los funerales y para la forma de guardar el luto, que se comunicaban a las distintas instancias oficiales por medio de Reales Órdenes. Por ejemplo, la R. O. del 18 de mayo de 1829 recibida en el Ayuntamiento de Santa Cruz explicaba las normas a aplicar en el luto por la reina María Josefa Amalia, lo que dio lugar al descontento y protestas de la corporación municipal de La Laguna, que pretendía que estas comunicaciones se le hicieran directamente y no a través de Santa Cruz, aunque esta fuera la capital de la provincia desde hacía varios años, circunstancia que aún La Laguna no había asimilado del todo.
 
          No obstante, como La Laguna había sido sede del antiguo Cabildo de la Isla, y aunque sus atribuciones ya se habían visto recortadas por la nueva distribución  de las competencias políticas, la capital no dudaba en recurrir a la que de alguna forma era heredera de aquella primera y vetusta institución cuando se veía precisado a ello. Por ejemplo, en 1819, con motivo de la muerte del rey Carlos IV se proclamó luto oficial y resultó que Santa Cruz no tenía dinero para funerales. Ante tan grave situación que en el  sentir convencional de entonces casi podía considerarse de emergencia social, la capital pidió oficialmente que los funerales fueran costeados por el ayuntamiento de La Laguna, a pagar de los Propios que seguía administrando pertenecientes a toda la isla. 
 
          La realidad era que las funciones y funerales representaban un gasto que no siempre  eran  asumibles,  lo que no evitaba que estas mismas razones, según los casos, sirvieran de disculpa para soslayar otros dispendios. Así ocurrió en 1834 cuando se supo del fallecimiento del rey Fernando VII y de la proclamación y reconocimiento como heredera del Trono de su hija Isabel II. Se acordó felicitarla y celebrarlo organizando una comitiva que saliendo de la Plaza de la Iglesia recorrería la calle de la Caleta -hoy  General Gutiérrez-, Plaza Real -de la Candelaria-, San Francisco, San Felipe Neri –actual Emilio Calzadilla-, calle del Pilar, Castillo, Cruz Verde y Santo Domingo. 
 
          La intención de homenajear a la reina era encomiable, pero cuando se conoció lo que costaría asear las calles, enramar el recorrido, la música y demás parafernalia se cayó en la cuenta de que no había dinero para tantos gastos. Se suprimieron por excesivos y todo quedó en que se hiciera la proclamación tremolando el Pendón el alférez mayor José Guezala en la Plaza de la Iglesia, la del Pilar y en la Real. Por las mismas razones de luto por la muerte del rey, que en realidad eran de austeridad forzosa por falta de medios, también se suprimieron algunos actos previstos para celebrar la confirmación de la capitalidad, con caballos, luces, maceros, música y demás, cuya fecha coincidía aproximadamente con la de la proclamación de Isabel II. 
 
          Pero el luto era, y sigue siéndolo, algo serio. Tal era así que cuando se estaba construyendo el Teatro se llegó a pensar en establecer los llamados “palcos de luto”, provistos de celosías que impedían la vista hacia el interior, pero no en dirección contraria, lo que nos habla bien a las claras de las artificiosas apariencias que pretendían guardarse. Para estos palcos hasta se procuraba que su entrada fuera disimulada y distinta a la del público en general y, por lo evidente de las favorecidas situaciones, no es necesario que nos detengamos en lo que en su interior podía ocurrir.
     
          Hoy nos pueden parecer extremas las normas que entonces se dictaban y que se consideraban preceptivas para lo que se llamaba “guardar el luto”. En 1819, por la muerte de la reina María Luisa de Parma y del rey Carlos IV, se dictaron tres meses de luto riguroso y otros tres de “aliviado” y se suprimieron todas las fiestas durante este tiempo. Todos los cargos públicos debían vestir de negro y, por si fuera poco y aunque parezca insólito, también debían hacerlo “todos los ciudadanos cabezas de familia”.
 
          Evidentemente, ante esta última exigencia, una cosa era la clase dirigente, lo que entonces se llamaba “empleos de república” y que hoy serían representantes públicos, y otra muy distinta los cabezas de familia del pueblo llano. Entre otros motivos, porque ni había dinero, ni tela negra, para tanta gente. 
 
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