Un valiente en el gallinero

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 6 de abril de 2016).
 
 
          A mediodía del pasado jueves 31 de marzo, Alberto López, un empleado de la empresa SERANCA, a punto de cumplir sus cincuenta y tres años de vida, se disponía a entrar en su coche, luego de visitar a unos clientes de un centro comercial de Costa del Silencio, al sur de Tenerife. Portando su carpeta de trabajo bajo el brazo, abría la puerta del automóvil cuando observó de soslayo bruscos movimientos y voces a su derecha. Giró la cara hacía ese lugar y vio cómo un sujeto, de unos veinte años, arrancaba de las manos de un anciano —que cruzaba en silla de ruedas el paso de peatones—, un pequeño bolso, a punta de navaja, dándose a la fuga luego del violento tirón. Alberto no pensó, no había tiempo para ello, tiró su carpeta dentro del vehículo, que cerró en un rápido movimiento, y emprendió la carrera a la caza del miserable delincuente. El ladrón corría como alma que lleva el diablo, zigzagueando entre calles, acelerando las zancadas al verse perseguido por el hombre que le gritaba dándole el alto. Quizá creyera el canalla que su perseguidor, que apreciaría de mediana edad, cejaría en el empeño y se daría por derrotado en la singular competición del bien contra el mal, a poco que la carrera avanzara en el tiempo. Lo que ignoraba el pérfido sujeto, cuya amoral calaña le dio licencia para robar a un anciano impedido, es que nuestro hombre es deportista en buena forma, tan buen corredor como persona comprometida con sus convicciones. Seguía la huida del ladrón a quien Alberto, con la adrenalina por las nubes, pisaba los talones. Hasta que el primero cometió el error de introducirse en una calle sin salida. Apenas frenó la marcha el maleante, se le echó encima su perseguidor. Unos segundos de forcejeo después, Alberto se había hecho con el bolso arrebatado al anciano, sin poder impedir que el atracador huyera cual rata de cloaca.
 
          A los pocos minutos, nuestro héroe devolvía a su sorprendido propietario el objeto robado. Resultó ser el anciano un turista belga de setenta años —que tenía previsto regresar a su tierra al día siguiente—, cuya documentación, además de dinero y tarjetas bancarias, guardaba en el bolso recuperado. Entre lágrimas, el turista agradeció a Alberto su valiente acción y quiso recompensarle, a lo que éste se negó, pues sólo hizo lo que le dictó su conciencia. 
 
          “Ni lo pensé, salí detrás del ladrón por un impulso, por la indignación que me dio ver robar a un inválido”, me afirmó el propio Alberto López, cuando esta mañana charlaba con él sobre el suceso, de feliz término gracias a su determinante actuación.
 
        Es ésta una de esas buenas noticias que escasean. Y precisamente la excepcionalidad de este hecho —del que tuve conocimiento leyendo días atrás La Opinión de Tenerife— me ha motivado a escribir estos renglones. Porque ciertamente no abundan los héroes en esta sociedad tan anestesiada como acobardada que hemos creado entre todos. He visto —en ese escaparate digital llamado YouTube, además de las que emiten por televisión con frecuencia— decenas de secuencias de personas en serios apuros, por diversos motivos, ignoradas por los viandantes. He llegado a ver cómo un malnacido, en plena calle, golpeaba salvajemente a una mujer, arrollando a su hija de apenas tres o cuatro años, durante la brutal agresión, mientras unos hombres a pocos metros observaban la terrible imagen como quien ve llover, sin inmutarse. Recuerdo un vídeo grabado por una cámara del interior de un bus urbano parisino —dicho sea de paso, escena que representa la gran metáfora de la Europa sin rumbo—: Un joven francés es atacado y agredido por seis (pude contar) jóvenes musulmanes, que la emprenden a patadas y golpes, con gran violencia, cuando éste se percata de que uno de ellos le ha arrebatado la cartera del bolsillo trasero del pantalón y trata de recuperarla. Una muchacha sale en defensa del agredido y es empujada por uno de los agresores, sin contemplaciones, haciéndola caer, mientras otros cinco o seis hombres que observan la escena se aprietan espalda a la pared, sin intervenir, espantados, saliendo despavoridos del vehículo en cuanto éste hizo una parada, dejando a su suerte al joven que siguió recibiendo golpes y salivajos de sus agresores. Sólo les faltó cantar a los que huyeron con cara de pavor aquello de “Somos lirios, somos rosas, somos lindas mariposas…”
 
          No abundan los héroes en esta sociedad que, insisto, hemos hecho entre todos. Al menos, que nos hemos dejado hacer. Una sociedad acobardada, que mira a otro lado ante tantas cosas que debiéramos mirar de frente. Es evidente que no cualquiera cuenta con condiciones físicas y arrojo para salir a la carrera detrás de un ladrón, como hizo nuestro amigo Alberto, para recuperar cual superhéroe el objeto robado, y devolverlo luego a su propietario. ¡Claro que no! Pero no escudes tu mala conciencia en mis últimas líneas. Bien sabes tú cuándo debiste actuar —y no lo hiciste— ante tal o cual circunstancia, quizá con una rápida llamada a la policía, o pidiendo ayuda a otros vecinos o viandantes para auxiliar a quien lo necesitaba, víctima de una agresión, de un atraco o de cualquier abuso. A veces, el delincuente ceja en su empeño de atracar a la víctima elegida cuando varias personas le increpan, cuestión para la que no hace falta ser Spiderman. También he visto más de un caso en la red de redes.
 
          Mas tan cierto como lo expuesto anteriormente es la absurda legislación dictada por los parlamentos que hemos padecido y padecemos en los últimos años, que castiga casi por igual al agresor como al agredido, si resulta que este último tira de cojones y de lo primero que tenga a mano, y la emprende a palos con quien ha entrado a su casa para robarle, morada de la familia, cuya integridad está decidido a defender a costa de lo que sea. Quizá, luego te reproche el juez: “El palo que usted blandió, con el que rompió la cabeza al pobre ladronzuelo que irrumpió en su casa, era un palmo más largo que el machete que empuñaba el susodicho. ¿No le da a usted vergüenza?”. Y tú, quizá, respondas: “Es que no tuve tiempo de medirlo, señoría; mi esposa y mis hijos lloraban de miedo”. Y su señoría, quizá, replique: “Pues haberse abstenido usted, que para estas incidencias está la policía”. Y tú, quizá, concluyas: “Lo sé, señor juez, pero ¿y si llega tarde la policía y ese desalmado acaba rajándonos las tripas, que de eso nos amenazaba?”. A lo que su señoría, quizá, sentencie: “¿Es que no sabe usted que, ante estas circunstancias, debe evitar el enfrentamiento, no sea que se le vaya la mano y acabe rompiéndole la cara al pobre ladronzuelo? ¡Que también tiene madre, hombre de Dios!”
 
          Ironías aparte, no muy lejos de la realidad, lo cierto es que en absoluto es habitual abrir el periódico y hallar una noticia como la protagonizada por nuestro amigo Alberto, un acto excepcional en esta sociedad que, generalmente, mira a otro lado, siempre que desviar la vista te libre de problemas, aun a costa de dejar al prójimo desvalido a los pies de los caballos. 
 
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