Apuntes Carnavaleros (y 2) (Retales de la Historia - 230)

 
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 20 de septiembre de 2015)
 
 
 
          En las dos primeras décadas del siglo XIX sigue el tira y afloja de las autoridades en cuanto a poner coto a máscaras y disfraces o la permisividad más o menos vigilada, situación que se prolongaba desde el siglo anterior. Mientras que las prohibiciones del jefe superior político Ángel José de Soverón abarcaban tanto a las máscaras por la vía pública como en casas particulares, el alcalde José María de Villa, que en otras ocasiones se había mostrado muy estricto, en 1814 hace gala de una inesperada tolerancia y reconoce que “el uso de las máscaras en esta Villa se acostumbra por la época del Carnaval” y añade que de máscara “no lleva sino el nombre, respecto á que rara vez dejan de conocerse las personas que se disfrazan, y que nunca ha resultado desorden…”. Además, hace ver “que es bien notorio que en este Pueblo se carece de otras diversiones que llamen la atención, y es conocida la docilidad y comedimiento de este Vecindario, á quién sin una causa fundada, no parece prudente pribarle de este ensanche.” Consecuente con este oficio del alcalde el jefe político admitió una “tolerancia vigilada”, matizando y suavizando el contenido manifiestamente intimidatorio de su primer bando relativo a la fiesta.
 
          Se evidencia la importancia que ya entonces tenían los Carnavales de Santa Cruz. Además de su componente lúdico y festivo con ineludibles tintes erótico-aventureros, eran un revulsivo para la consuetudinaria crisis económica en que se desenvolvía aquella sociedad. Se gastaba dinero, se consumía, y ello era un respiro al menos para algunos, pero para gastar dinero primero había que tenerlo. Y los preparativos para tan sonadas fiestas podían ser un argumento de peso, según las circunstancias. Por ejemplo, en 1840, cuando las finanzas municipales prácticamente no existían y no se podía nombrar fiel contraste por no disponerse de fondos para pagarle, cuando la viuda del médico Pedro José Díaz pedía que se le liquidara lo que se le adeudaba a su marido, cuando el propio alcalde suplía de su bolsillo la manutención de los presos pobres y el alcaide de la misma cárcel pedía que se le abonara algo a cuenta de lo que se le debía por tener enferma a su mujer, cuando el celador de la recova y los guardamontes pedían al menos la mitad de lo que se les adeudaba, se unen al coro los empleados de la Secretaría, porque su salario era su único medio de subsistencia y, además, “porque se aproximan los días de Carnaval.” Rotundo y definitivo argumento.
 
          Desde los primeros momentos de su inauguración el Teatro vino a paliar la carencia de locales cerrados para la celebración de actos y ya en 1851 se anunciaron bailes las noches del domingo y martes de Carnaval y el domingo de Piñata y se preguntaba al empresario Francisco Mela  si aceptaba que los gastos fueran por su cuenta. El producto de estos bailes de carnaval se aplicaban a distintos fines, como se hizo hacia 1855 cuando se dedicó a financiar las cuatro estatuas de mármol que se pretendían encargar a Génova para la plaza de la Constitución -hoy de Candelaria-, iniciativa del regidor Manuel Casanova. Pero del dicho al hecho.., ya se sabe. Las cuatro estatuas quedaron reducidas a dos que en lugar de colocarse en la plaza de la Constitución, fueron a engalanar la entrada principal de la Alameda del Príncipe de Asturias. Por cierto, que los actuales responsables del patrimonio artístico municipal deberían dedicar alguna atención a las citadas estatuas. 
 
          La importancia del Carnaval se evidenciaba también por la preferencia que se le daba, incluso anteponiéndolo a otras actividades que podrían considerarse de superior nivel. En 1858 se alquiló a la Sociedad Filarmónica el salón y un cuarto en el vestíbulo del Teatro por 1.200 reales al año, pero con la condición de dejar libres ambos locales ocho días antes de Carnavales hasta ocho días después de Piñata. La fiesta seguía celebrándose con todo esplendor y ya en el siglo XX, en 1906, se prohibieron los polvos y huevos de talco, autorizándose sólo serpentinas y confetis, siempre que los paquetes fueran del mismo color “para que no se puedan aprovechar de un año para otro lo que va en detrimento de la higiene y salud pública.” En los años veinte se mantenían las prohibiciones de las máscaras, pero también la política de tolerancia más o menos vigilada. En junio de 1931, ya en plena República, se declararon fiestas oficiales de Santa Cruz la de la Cruz de Mayo, Santiago, Carnavales y el Carmen y por primera vez se constituyó una comisión de Fiestas. Dos años después, en concurso organizado por el Círculo de Bellas Artes, aparece el primer cartel anunciador y, en 1935, en el Círculo de Amistad XII de Enero se eligió a la primera Miss Carnaval.
 
          Y llegamos a 1981, año en el que en el cartel oficial aparece la imagen de un burro, lo que al concejal Gilberto Alemán le parece denigratorio para la ciudad. El también concejal Julio García le replicó, a la vista de ciertos aspectos de la fiesta, que tal vez podría ser el burro el que se sintiera ofendido.
 
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