Qué pasó antes y cómo se llega al 25 de Julio

 
Por Francisco Tovar Santos (Publicado en el Diario de Avisos el 24 de julio de 2015).
 
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           José-Desiré Dugour fue francés por nacimiento y tinerfeño porque quiso.
 
         Nativa de Nancy, la familia Dugour (padre, madre y tres hijos varones) emprende un viaje a América que frustra un naufragio a la altura de las Islas Canarias. El día 29 de noviembre de 1827, cuando contaba trece años de edad, José Desiré Dugour desembarca en Santa Cruz, la ciudad que sería, desde ese momento y hasta su fallecimiento en 1875, su hogar y su patria por su libre decisión.
 
        No ocultó Dugour su afecto por la tierra y por las gentes que le acogieron. Su dedicación a la enseñanza y la instrucción, su participación activa y comprometida con cualquier manifestación artística, su labor de corresponsalía con sociedades e instituciones europeas, su desempeño como Secretario del Consulado de Francia en Santa Cruz, fueron actos de servicio. En palabras de Dugour: “Pobre náufrago llegué a vuestras playas y me tendisteis una mano bienhechora...nunca, nunca lo olvidaré”.
 
          Aunque toda su obra estuvo impregnada por ese amor y por esa gratitud, es de resaltar su esfuerzo por ser fiel cronista de los hechos que jalonaron la historia de Santa Cruz desde su fundación hasta la concesión del título de ciudad en 1859. Su libro, Historia de Santa Cruz de Tenerife, escrito desde la pretendida postura distante del historiador, no puede evitar en ocasiones un pronunciamiento personal y apasionado sobre los hechos que narra. Así, en relación con los acontecimientos previos a la Gesta del 25 de julio, Dugour escribe: “Durante la corta guerra de dos años que la ligereza de Godoy...emprendió contra la República francesa, y que terminó en 1975 por la paz de Basilea, paz ominosa con cuyo título se engalanó el privado...”Hace referencia el autor a la participación española en la Guerra del Rosellón, manifestación  parcial del conflicto que enfrentó a Francia con la mayoría de los estados europeos.
 
          ¿Que ocurría en Francia? ¿Qué pudo acabar con casi un siglo de alianzas entre los Borbones españoles y sus hermanos mayores franceses? ¿Qué pudo romper los pactos de familia, destinados a frenar la hegemonía continental de Austria y Prusia y la dominación inglesa de los mares?
 
          En la Francia de finales del siglo XVIII se estaba viviendo uno de esos períodos en que la historia se acelera, y las tensiones económicas, sociales, ideológicas, culturales, filosófico-religiosas estallan y se reequilibran en plazos sorprendentemente breves. Lo que en un principio parecía ser un intento de reforma del sistema administrativo del Antiguo Régimen deviene, en virtud de la incapacidad de la monarquía, de la alta nobleza y del alto clero para asumir la pérdida de privilegios y admitir límites a su poder, en una insurrección popular: el asalto a La Bastilla, culminación de los motines iniciados a causa de la destitución del ministro reformista Necker. Tras la convocatoria de los Estados Generales en 1789 el pueblo llano, el llamado tercer estado, asume la iniciativa y se constituye en Asamblea,  reclamando, con el apoyo mayoritario de los franceses, una Constitución inspirada en la razón y el progreso según el modelo de las colonias inglesas de América, emancipadas en 1776. A esta solicitud acaban adhiriéndose nobleza y clero, inicialmente opuestas. y se constituye la Asamblea Nacional, que el 26 de agosto de 1789 proclama los Derechos del Hombre y del Ciudadano. La intensa actividad reformista y la enorme y trascendente producción legislativa de la Asamblea tropieza siempre con la obstinación real.  De hecho la familia de Luis XVI intenta huir del país días antes de la aprobación de la moderada Constitución monárquica votada por la Asamblea Nacional el 13 de septiembre de 1791. 
 
          La intransigencia del Rey y de la alta nobleza frustra la posibilidad de un acuerdo nacional que permitiera una solución a la “inglesa” y precipita los acontecimientos. El 10 de agosto de 1792 cae la monarquía constitucional, el 13 se encarcela a la familia real y el 21 de septiembre se destituye a Luis XVI.  La Convención Nacional (cámara surgida de la Asamblea Legislativa creada por la Constitución monárquica) declara abolida la monarquía y se proclama la I República Francesa.
 
          El año 1793 se abre con una noticia que conmueve al mundo y a la política y la sociedad europea:  la ejecución de Luis XVI. No era el primer caso de ejecución de un monarca reinante en Europa (Carlos I de Inglaterra había sido decapitado a mediados del siglo anterior) pero los reyes de derecho divino -la Revolución estaba en curso- aún aparecían revestidos de un aura de intangibilidad. 
 
          La Convención Nacional, emanada de la Asamblea Legislativa, ejerce todos los poderes. Se promulga la Constitución Republicana, basada en el  sufragio universal.  Como consecuencia de la radicalización del proceso revolucionario crece la resistencia interior y exterior, y tuvo que afrontar la naciente República Francesa  los ataques, sucesivos y concertados, de Austria, Prusia, Reino Unido, Portugal, realistas franceses y España, junto con otras entidades políticas menores.  Para hacer frente a esas amenazas los revolucionarios franceses potencian el Ejército Nacional, al que logran convertir en el mas poderoso de Europa, e instituyen el Comité de Salvación Pública y el Comité de Seguridad Nacional, a los que se atribuyen funciones ejecutivas, generalizando el régimen del Terror. Afirmaba Robespierre, su más conspicuo representante, que el terror, junto con la virtud, constituían los pilares de la Revolución: la virtud como modelo, el terror como fuerza para imponerla y garantizarla.
 
          A lo largo de 1794 nace y crece el rechazo al régimen del Terror entre amplios sectores de la población inicialmente comprometidos con el proceso revolucionario, al constatar que se había convertido en un lastre para la consolidación de la República. Por otra parte, los éxitos militares franceses frente a los ejércitos realistas europeos hacen desaparecer la amenaza exterior, única justificación residual del Terror. Su agotamiento era irreversible y su disolución inevitable, dando paso, en el mes de julio, a los acontecimientos de Termidor.
 
          La caída, juicio y ejecución de Robespierre y algunos de sus mas estrechos colaboradores, así como la depuración de los comités de Salvación Pública y de Seguridad General y la asunción por la Convención de las funciones ejecutivas ponen fin al régimen del Terror. Se inicia la redacción de una nueva constitución, la tercera en seis años, que si bien mantiene la forma republicana de gobierno regresa al sistema de voto censitario, frente al de voto universal de la Constitución democrática,    instaura un legislativo  bicameral y crea un órgano depositario del poder ejecutivo integrado por cinco personas, el Directorio. La Constitución termidoriana es aprobada en referéndum y promulgada el 22 de agosto de 1795, y el 5 de noviembre se constituye el primer Directorio, abriéndose un nuevo período al que pondrá fin el general Napoleón Bonaparte con su golpe de estado del 18 brumario (9 de noviembre) de 1799. Pero esa es otra historia, y queda fuera del tiempo que se quiere recordar en este artículo. 
 
          La participación española  en estos acontecimientos tiene como punto culminante su incorporación a la ya citada Alianza de las monarquías europeas. El triste destino de Luis XVI y el peligro de extensión de la revolución conmovieron a Carlos IV, y contra el prudente consejo del Conde de Aranda y respaldado por el estímulo de Godoy (por la ligereza de Godoy, según expresión de José Desiré Dugour) se embarcó en el combate. Su papel en la acción consistió en la invasión del mediodía francés. A las potencias centroeuropeas les correspondió atacar en Bélgica, Países Bajos, Alsacia, Lorena y los pequeños estados italianos; a Inglaterra, fundamentalmente, el bloqueo marítimo tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo. Por su parte, los realistas franceses promovían la insurrección en la Bretaña y la Vendèe, manteniendo bajo su control buena parte del oeste del país.
 
          En ese marco, hechos como la destitución de Aranda, los pronunciamientos de Godoy, la sucesión de actos preparatorios  y la concentración de tropas en la frontera alarmaron a la Convención y precipitaron la declaración de guerra el dia 7 de marzo de 1793. 
 
          Las fuerzas españolas intentaron invadir Francia a través del Rosellón, del Alto Aragón y el País Vasco. Pese a la competencia del mando, la insuficiencia de hombres y medios convirtió  la operación en un fiasco. Hubo en la zona oriental algunos éxitos iniciales de las fuerzas del General Ricardos, fallecido de enfermedad común durante el conflicto, pero las tropas de la Convención, mas fuertes y mejor armadas, tomaron la iniciativa y cruzaron los Pirineos. Los franceses ocuparon buena parte del País Vasco y llegaron hasta el Ebro. Las inasumibles pérdidas de las fuerzas armadas en hombres, material de guerra y territorio, la quiebra de la Hacienda pública y el malestar de la población, así como la evolución de la situación interna francesa hicieron aconsejable (e inevitable) salir de aquel avispero. 
 
          La Guerra del Rosellón duró dos años. El 22 de julio de 1795 la República Francesa gobernada ya por el Directorio firma en Basilea la paz con España. Se compromete Francia a devolver todo el territorio ganado al sur de los Pirineos, mientras que España hace entrega a Francia de su  parte en la Isla de Santo Domingo. Se da la circunstancia, recogida por  Dugour en su citada obra, que el plenipotenciario español en la Paz de Basilea era el canario D. Domingo de Iriarte Nieves-Ravelo, eximio portuense. A él se debe que la isla de La Palma, inicialmente pretendida por los franceses, fuera sustituida en el acuerdo por Santo Domingo.
 
         Si bien las exigencias francesas y las concesiones españolas fueron moderadas, no cabe duda de que España sólo obtuvo pérdidas de su aventura contrarrevolucionaria. De ahí la irritación de Dugour: “paz ominosa con cuyo título se engalanó el privado”, en referencia al pomposo título de “Príncipe de la Paz” que en lo sucesivo ostentó el privado Godoy.
 
          La Paz de Basilea tuvo un trascendente corolario: El Tratado de San Ildefonso de 1796. Anticipado en el tratado de paz firmado el año anterior, ambos países volvían a fijar posiciones conjuntas frente al expansionismo británico y su dominio de los mares, ya prefiguradas en los sucesivos Pactos de Familia que jalonaron el siglo XVIII. Esta alianza respondía a una manifiesta coincidencia de intereses: en el momento de su establecimiento  Francia permanecía en guerra con Inglaterra y las posesiones americanas de España continuaban sometidas, de forma oficial o extraoficial, a la constante intromisión y extorsión de la flota británica, que se agudizaría tras el apoyo prestado por nuestro país a las colonias norteamericanas en su  guerra de independencia de la Gran Bretaña. Respecto a las intenciones inglesas resulta indicativo el texto, de 1740, de la famosa canción patriótica Rule, Britannia!: “¡Gobierna, Britania, gobierna las olas!” Es una afirmación, pero también un mandato y un programa.
 
          El contenido del tratado incorpora el respeto recíproco a la integridad territorial y el compromiso de ayuda frente al ataque a cualquiera de las partes, detalla la cantidad y clase del apoyo naval que deberán prestarse, las fuerzas de tierra que deberán ponerse a disposición de la otra parte y el compromiso de no solicitar remuneración, compensación o estipendio  por el apoyo prestado. Se establece asimismo (art. XV) que se redactará un acuerdo comercial otorgándose ambas la condición de nación más favorecida. Se fija, no obstante, una importante limitación en el art. XVIII, que dice textualmente: “Siendo la Inglaterra la única potencia de quien la España ha recibido agravios directos, la presente alianza solo tendrá efecto contra ella en la guerra actual, y la España permanecerá neutral respecto à las demás potencias que están en guerra con la república.”
 
          La paz tiene consecuencias para Canarias, que no había permanecido al margen de la guerra contra la Convención.  Además de la reseñada aspiración francesa a la isla de La Palma (isla que, curiosamente, también fue pretendida por Alemania en el curso de la II Guerra Mundial), el archipiélago aportó un contingente de combatientes. El  Comandante General de las Islas Canarias,  Don Antonio Gutiérrez da cumplimiento a la Real Orden de 29 de marzo de 1794, por la que se le manda conformar “tres compañías de gente soltera y robusta”, entresacadas de la Milicia, con destino a la campaña del Rosellón. Setecientos soldados forman el grupo expedicionario al mando del Coronel D. Antonio Rocha.
 
          Tras la Paz de Basilea, ya en 1796, regresan los combatientes al mando del Teniente Coronel Guinther, añadiéndose al júbilo por el retorno el aumento de la capacidad defensiva de las islas con la incorporación de soldados veteranos y curtidos, ante unos tiempos que se prevén inciertos, como reiteradamente advierte el prudente General Gutiérrez. 
 
          En octubre de ese año de 1796, en cumplimiento de las previsiones del tratado de San Ildefonso, Carlos IV declara la guerra a Inglaterra. Fruto de la irreflexión y de la temeridad de sus gobernantes, nuestros soldados y nuestro país cambiaron de enemigo: lucharon en los dos bandos en el curso de un mismo conflicto.
 
          Este es el marco jurídico-político en el que tiene lugar nuestra Gesta del 25 de Julio de 1797. Como es sabido, la heroica defensa y consecuente victoria de la plaza de Santa Cruz de Tenerife frente al ataque de la flota británica comandada por Horacio Nelson pone fin no sólo a las hostilidades propias de ese conflicto: las Islas Canarias no serán jamás invadidas. Así lo expresa José-Desiré Dugour: “...cuando las armas victoriosas de la Gran-Bretaña conseguían dó quiera triunfos y laureles, solo en las Playas del Teide vieron abatido su orgullo, heridos sus mas valientes capitanes y rechazados sus esfuerzos.”
 
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