1811, año difícil (Retales de la Historia - 219)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 5 de julio de 2015).
 
 
          Hoy se hace difícil, por no decir imposible, tener conciencia de las dificultades que tuvo que afrontar Santa Cruz en los primeros años de su existencia como villa exenta. Sin recursos ni medios propios, ni fórmulas para agenciarlos, y con las lógicas reticencias del cabildo lagunero que con la emancipación del puerto había visto mermada su jurisdicción. Por si fuera poco, en 1810 una terrible epidemia de fiebre amarilla se abatió sobre la población, y gran parte de sus 7.000 habitantes, todo el que pudo, huyó a refugiarse al interior de la isla, quedando en el puerto poco más de 3.000 almas, de las que enfermaron 2.642 y fallecieron casi la mitad, exactamente 1.332.
 
         Al empezar 1811 la enfermedad parecía ir remitiendo, aunque no así sus consecuencias. No había dinero ni para los enterramientos, cuyos gastos venía supliendo el regidor José Guezala, hasta que Bernardo Cólogan donó 300 pesos con el mismo fin. Aislada la población por los cordones sanitarios impuestos y establecidos a la altura de La Cuesta y de Paso Alto, todo eran problemas para la llegada de productos que garantizaran un mínimo abastecimiento de la población, con la consiguiente protesta de los vecinos de San Andrés que también se consideraban aislados. Se intentaba comprar una remesa de reses en Canaria, cuya llegada se demoraba, lo que obligó a pedir a José Mª de Villa, en La Orotava, y a Vicente Martinón, en La Laguna, que compraran las que pudieran por cuenta del ayuntamiento y las hicieran llegar al delegado municipal en el cordón de La Cuesta.
 
          Afortunadamente fueron varios los vecinos pudientes que ofrecieron sus medios para atender a los más desfavorecidos. A los ya citados Guezala, Villa, Martinón, hay que añadir a Castillo Iriarte, Enrique Casalon, Francisco Mandillo, Manuel de Armas y otros más. Se regularon los precios de los artículos de primera necesidad y se prohibió la exportación de granos por las malas cosechas y por el hambre que sufría el pueblo debido principalmente a la incomunicación por el aislamiento impuesto.
 
          A principios de enero, el comandante general Ramón de Carvajal invitó a Ayuntamiento a la función de gracias en la parroquia de la Concepción por el establecimiento de las Cortes generales y extraordinarias en la Isla de León en Cádiz y, entretanto, la Audiencia ordenó que dadas las circunstancias que habían impedido celebrar elecciones debían seguir en sus funciones el alcalde y concejales hasta que pudieran celebrarse, aunque el síndico personero Tomás Cambreleng opinaba que era urgente elegir nuevos regidores por ausencia, enfermedad o muerte de algunos de ellos. El 31 de enero se dio por terminada la epidemia y el comandante general invitó a la corporación al Te Deum de gracias, “por hallarse ya esta Villa libre del contagio que la afligía.” 
 
           Pero las dificultades no fueron únicamente las derivadas de la epidemia y el precario abastecimiento del pueblo, porque también tenía algo que ver la política local de entonces. Así ocurrió con el Cabildo de La Laguna que, aprovechando la situación por la que atravesaba Santa Cruz, nombró diputados para las Cortes que se habían establecido en Cádiz a dos residentes en la Península, el presbítero Santiago Key, por Tenerife, y Pedro de Mesa, de la Marina de S. M., por La Palma, sin consultar y sin las formalidades de rigor. El juez José Díaz Bermudo comunicó al Ayuntamiento de Santa Cruz la determinación, “con notable desaire y perjuicio de ambas islas”, del Cabildo lagunero. Santa Cruz elevó al Gobierno una exposición de protesta, redactada por Pedro de Mendizábal y Tomás Cambreleng, que surtió el efecto deseado y en junio se procedió al nombramiento con las formalidades debidas de Santiago Key y Fernando Llarena. En la citada exposición se decía, entre otras cosas, “que el Cabildo de la Ciudad de La Laguna, que mañosamente se titula Cabildo de la Isla de Tenerife, sin embargo de que su jurisdicción no se extiende hace tiempo a los pueblos exentos de aquella…”
 
          La Villa y Puerto se sentía muy celosa de sus logros, como lo evidencia el hecho de que en agosto oficiara al Ayuntamiento de La Laguna diciéndole que, como se le advirtió cuando bajó a recibir al comandante general Ramón de Carvajal, tampoco ahora a la llegada de su sustituto el duque del Parque permitiría la corporación de Santa Cruz que bajase con maceros, insignias y demás, con las que “se ofendan las prerrogativas de esta Villa”.
 
         Pero, desgraciadamente, el mes de septiembre se repitieron algunos casos y los dos médicos de servicio en el puerto, Juan García e Ignacio Vergara, porque el tercero Joaquín Viejobujeno se dice que se encontraba “desazonado”, certificaron la reproducción de la epidemia de fiebre amarilla. Se pidió al Cabildo, que entonces sí que interesaba que lo fuera de toda la isla, que asignara fondos de Propios para poder atender los gastos extraordinarios.
 
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