Las Canarias vistas, hace 100 años, desde la cubierta de un barco

 
Por Alastair F. Robertson  (Publicado en el número 523 de Tenerife News el 10 de abril de 2015). Traducción de Emilio Abad.
 
 
 
          Si en el último número de Tenerife News conocimos algo acerca del tráfico mercante relacionado con las Islas Canarias, esta vez vamos a hablar de las experiencias de dos pasajeros.
 
        En 1912, Thomas y Margaret Spark, acompañados por ocho de sus nueve hijos, dejaban Cumberland, en Inglaterra, en busca de una vida mejor en la Australia Occidental. Sun hija mayor, Rosa, se había casado, pero ella y su esposo les seguirían no mucho tiempo después. Su barco, que había zarpado de Bristol el 19 de junio, era el S.S. Ajana, un buque diseñado expresamente para el transporte de emigrantes. Al objeto de mantener un enlace emocional con lo anterior, una hija de Thomas y Margaret, Edith, que contaba 21 años de edad escribió un diario del viaje. Y merece la pena pensar en que la larga jornada de tren hasta Bristol sería una aventura para la gente de aquellos tiempos.
 
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          Como era normal en los barcos de pasajeros de la época, el Ajana recaló en las Islas Canarias para carbonear. La manera de llevar a cabo la operación consistía en cargar el carbón en barcazas desde un depósito en tierra y transferirlo a las bodegas del barco utilizando las grúas del mismo. A pesar de ello, la escala duraba tan sólo unas pocas horas, de manera que a los pasajeros no se les permitía bajar a tierra, aunque tenían entretenimiento asegurado con la actividad carbonera y con los comerciantes que se acercaban al buque en pequeñas lanchas. La escena que se desarrollaba mientras el barco estaba fondeado en la bahía de Las Palmas, en Gran Canaria, sería similar a la que tendría lugar en Santa Cruz de Tenerife.  Edith recogió el evento y escribió, de la siguiente manera, las impresiones que le causaron Las Palmas y algunas de sus gentes (los comentarios son suyos, no míos).
 
          “Martes, 25 de junio de 1912
 
             La ciudad se extiende sobre colinas. A lo lejos hay hileras de casas a lo largo de la costa, casi escondidas por las palmeras. Las colinas son arenosas, de un color ligeramente marrón y constituyen un fondo admirable. Podemos ver claramente un tranvía desplazándose. Sus vagones parecen ser unas cuatro veces más largos que los de Inglaterra, pero están abiertos por ambos lados, con una cubierta en lo alto. Todas las casas son rojas y blancas, de techo plano y con profundas y estrechas ventanas. El mar también está encantador y transparente, de un bello color azul. El conjunto constituye una escena muy pintoresca. Y la cubierta se parece a Newcastle Quayside en una mañana de domingo o a una feria.
 
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Las Palmas
 
           Las pequeñas barcas estaban detenidas cerca del vapor cuando nos levantamos, sus propietarios esperando que los pasajeros despertasen y se les diera permiso para subir a bordo. Se les arrojaron cuerdas y sus mercancías fueron izadas a cubierta. Volvieron a lanzar las cuerdas y subieron por ellas como monos. Y sin dejar de hablar un momento. Algunos ofrecían prendas de seda –chales, pañuelos para el cuello, blusas, y delicadas muestras de todo tipo-; algunos vendían postales y otros diversas frutas como naranjas (20 por un chelín), limones (1 penique cada uno), pequeñas uvas negras (2 peniques por racimo), melocotones y albaricoques (4 peniques por una pequeña cesta), plátanos (30 por un chelín) fresas y otras clase de fruta que ellos llaman “peras de melón”.
 
          Fueron rodeados por nuestros mal alimentados pasajeros, hasta que conocieron los precios. Los isleños, que son de ascendencia española, discuten hasta tres veces el precio hasta llegar a un acuerdo. Sin embargo, poco después del mediodía, y tan sólo con la mitad de sus cargas vendidas, los precios se desplomaron; a la tarde se agotaron las existencias y todo el mundo se sintió feliz.
 
          La tripulación había advertido a los pasajeros que no dejasen nada sin vigilar, que tuviesen cuidado con su dinero, etc. Los marineros miraban a los comerciantes de forma algo desconfiada y habían cerrado todas las puertas que bajaban al interior del barco excepto una. Eran un grupo de gente sucia y de aspecto repulsivo. Una apenas puede creer que sean nativos de una isla tan bonita. (¡Ay, querida Edith!)
 
          En la isla está establecida una sucursal de la Cardiff Coal Co., de la que traen el carbón al barco en pequeñas embarcaciones. El carbón llega cargado en sacos. Entre la carga del buque y una agradable brisa, estamos cubiertos de polvo de carbón y pegajosos por la fruta. Algunos de los niños se han tocado las caras con sus manos pringosas y parece que hayan estado trabajando en el pozo de una mina. Han cortado el agua durante una o dos horas, de modo que no se puede hacer nada. Todos nos sentimos preparados para un buen lavado.
 
          En estos momentos la mayoría de la gente está ocupada en arrojar al mar por la borda peniques, rodeados de papel. Un pequeñajo de unos 8 años de edad, espera sentado en un bote de pesca, y cuando se le arrojan los peniques se sumerge tras ellos y, naturalmente, los guarda para sí. Suena el timbre que avisa la comida (es un viejo y rajado instrumento que ya conocemos bien). Debo marcharme.
 
          4 de la tarde. Los españoles se han marchado. Les hemos estado saludando con la mano hasta su llegada a tierra. Me siento contenta por ello.  A su estilo, son amables comerciantes. Después de volver a sus botes comenzaron a vender frutas, vino y sardinas. Una vez llegado a un acuerdo, sus productos se izaban al barco en pequeñas cestas atadas a una larga cuerda. Alguien en cubierta mantenía un cabo y el hombre del bote el otro, y así subían y bajaban las cosas. A veces se caía al agua, y tenían que sumergirse para recuperarla. Todos parecen encontrase en el agua como en su casa. Estamos ahora a 1.610 millas de Bristol.”
 
          Descendientes de la familia de Edith viven aún en una zona cercana a Perth, en el occidente de Australia.
 
          Doce años antes, en 1900, un contingente de tropas británicas zarpó de Londres el 3 de marzo con destino a Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, para luchar en la guerra de los Boers. Como el SS. Ajana, su barco recaló en Canarias para tomar carbón, esta vez en Santa Cruz. Aquí está la experiencia del soldado Joseph William Harrison, que escribió de forma anónima para un periódico local lo siguiente:
         
          “Jueves, 8. En Tenerife
 
          Todos a bordo estábamos ansiosos por localizar señales de tierra, ya que nos encontrábamos en las proximidades de Tenerife, pero no fue hasta las siete (de la tarde) cuando nuestra paciencia fue recompensada pues llegamos a divisar la costa. Había aparecido una ligera niebla y el barco aflojó un poco su marcha, pero cuando sonó el toque de silencio, pocos de los hombres deseaban irse a la cama o a la hamaca, teniendo bien visibles las luces eléctricas de Tenerife. Nuestros oficiales tuvieron la amabilidad de permitir que permaneciéramos en cubierta hasta que arribásemos al puerto, lo que se produjo a las 11:30, media hora antes del límite del tiempo que nos había prescrito. Nos fuimos ordenadamente a nuestros camastros, pero no para dormir, porque la excitación nos mantuvo despiertos a la mayoría.
 
          Viernes 9 de marzo
 
        Alrededor de las 2 (de la madrugada) las barcazas de carbón llegaron a nuestro costado y con ello se desvanecieron todas las esperanzas de echar un sueño. Uno o dos compañeros se las apañaron para dormirse, pero me imagino que cuando por la mañana temprano se tocó diana, se aplicó a lechos vacíos, pues la mayor parte de nosotros estábamos en cubierta. Los cargadores de carbón, todos españoles, causaron sensación por su aspecto. Cuando la luz del día apareció, comenzó la diversión de la feria, ya que había junto a nuestro barco un buen número de botes con frutas y otros productos para vender.
 
        Joe Harrison llamó a uno de los botes y preguntó por el precio de los puros, pero bien porque el dominio del inglés no era una de las habilidades del caballero español, o porque Joe no sabía castellano, sus negociaciones produjeron bastante diversión. El precio era de ocho “annas” por un paquete de diez, pero las ocho “annas” constituyeron un enigma hasta que alguien que conocía el tema explicó que equivalían a seis peniques, y se cerró el trato.
 
          Como no levamos anclas hasta mediodía, aquellas mercaderes marítimos hicieron un buen negocio, marchándose con los bolsillos llenos y los botes vacíos. A ninguno de los nativos se les permitió subir a bordo y a ninguno de los soldados se le autorizó a pisar tierra, aunque algunos de los oficiales sí lo hicieron. La prohibición causó algún descontento, pero al final pienso que disfrutamos lo mismo permaneciendo a bordo. La isla parece un lugar magnífico, con su punta norte guardando alguna semejanza con nuestros acantilados de Cumberland. Hacia el centro aparece un “sueño de belleza” con espléndidas y blancas casas y terrazas. Tuve el placer de contemplarlo a través de unos prismáticos y también de un catalejos y pude verlo muy bien.
 
          El campo más allá de la ciudad está cultivado en huertas aterrazadas, y mirándolo a través de los prismáticos ofrece una escena de inigualable belleza. A mediodía levamos anclas y abandonamos este hermoso lugar, pasando frente al Pico de Tenerife alrededor de las dos de la tarde. La parte más alta estaba cubierta de nieve, lo que hacía recordar por completo al hogar”.
 
          Edith y Joe fueron tan solo unos viajeros de paso, y la atracción  de las Islas Canarias para los británicos no empezó o acabó con ellos; miles se han sentido inclinados a quedarse, a hacer de las Islas su hogar. Por cierto, Joe Harrison sobrevivió indemne a la guerra de los Boers.
 
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Bibliografía
 
Outward Bound – My Diary, begun on leaving for Australia, June 18th 1912; Edith Spark; Hundy Publications, 2002
 
The Black Angel; Colin Bardgett; Bookcase, 1997
 
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