25 de Julio de 1797. La invasión inglesa de Tenerife

 
Por Alastair F. Robertson  (Publicado en inglés en el Tenerife News en agosto de 2014). Traducción de Emilio Abad
 
 
          En la oscura y serena madrugada del 25 de Julio de 1797 una flotilla de lanchas  remaba en silencio, con los remos envueltos en trapos, hacia el puerto de Santa Cruz, Casi mil infantes de marina y marineros británicos, bajo el mando del contralmirante Horacio Nelson, estaban a punto de lanzar un ataque con el objetivo de tomar el Castillo de San Cristóbal (el puesto de mando español) y luego la ciudad, tras lo cual capitularía toda la isla de Tenerife, seguida por el resto de las Islas Canarias. Gran Bretaña conseguiría así el control casi total de las rutas comerciales hacia América del Sur y las Indias Occidentales, además de añadir una colonia muy útil a su Imperio.
 
          La idea de la invasión había nacido muy lejos, en las costas de Cádiz, cuando el almirante Sir John Jervis, recientemente nombrado Conde de San Vicente tras la gran batalla naval, autorizó a que un destacamento de la flota británica, compuesto por cuatro navíos de línea, tres fragatas, un cúter y una bombarda, a los que se uniría posteriormente otro navío de línea, navegaran hacia Canarias. El mayor valedor de la empresa parecía ser el capitán Richard Bowen, quien aseguraba a sus compañeros oficiales que Santa Cruz sería un fácil objetivo. 
 
          Las cosas comenzaron a torcerse para los ingleses cuando la flotilla fue descubierta por un barco español fondeado en la bahía de Santa Cruz. La alarma puso inmediatamente en pie de guerra a las baterías que se alineaban a lo largo de la costa y a las tropas desplegadas tras la muralla defensiva cercana al mar. Entonces se desató el Infierno. El terrible fuego artillero de los españoles alcanzó a muchas lanchas. El cúter Fox fue hundido, perdiéndose 97 de las 180 vidas que llevaba a bordo. La lancha del propio Nelson, junto a otras 17, consiguió alcanzar la orilla, pero cuando Nelson se preparaba para saltar a tierra, un fragmento de metralla le hirió en el brazo derecho. Cayó sangrando profusamente y tuvo que ser llevado de vuelta a su barco, el Theseus, donde se le amputó el brazo hasta la altura del codo. Se cree firmemente que el cañón que hizo el disparo fue uno llamado “El Tigre”, que ahora se puede contemplar en el Castillo de San Cristóbal.
 
          Otras tropas se dirigieron al muelle, donde el Capitán Bowen moriría casi de inmediato alcanzado por un disparo que le destrozó el estómago. Los británicos ocuparon el muelle, pero los españoles habían clavado sus cañones, de modo que los atacantes no pudieron darles la vuelta y utilizarlos contra los defensores; sin embargo, el fuego de fusilería desde el castillo de San Cristóbal y las casas cercanas al inicio del espigón era tan intenso que no pudieron proseguir el avance. Así, no pudieron reunirse con otras fuerzas y, lo que era peor, muchas de las tropas británicas desembarcadas se encontraban inermes porque la pólvora se había mojado con el agua del mar. Finalmente, los españoles hicieron 44 prisioneros, 12 de los cuales estaba heridos. Otros 20 hombres, entre los que se encontraba Bowen, habían sido muertos. El resto de las lanchas fueron arrastradas por la corriente lejos del objetivo, sobrepasando la cabeza del muelle, hasta llegar a tocar tierra en tres puntos distintos al Sur del centro de la ciudad, desembarcando los hombres en La Caleta, el Barranco de Santos y el Barranquillo del Aceite. En un primer momento los invasores hicieron replegarse a los defensores españoles, pero luego fueron obligados a retroceder. Los británicos se dividieron entonces en dos columnas; la primera se dirigió hacia la Plaza de Santo Domingo, acosados en todo momento por el fuego de mosquete de los españoles, y allí ocuparon el convento. La segunda columna marchó hacia San Cristóbal, con la intención de unirse a los infantes de marina que habían desembarcado en el muelle y tomar el castillo, pero fueron hechos retroceder a La Caleta y luego a un almacén de suministros, qiue ocuparon.
 
          La actuación de los españoles parece indicar que los británicos estaban enfrentándose a unas unidades experimentadas, pero ese no era el caso. En aquellos momentos, durante las guerras napoleónicas, las Canarias estaban aisladas del territorio peninsular español como consecuencia del control que Gran Bretaña detentaba sobre las líneas de comunicación marítimas, de manera que, siendo España una aliada de Francia, una solicitud de apoyo a la metrópoli era inútil. Los soldados profesionales que se encontraban en la isla estaban mandados por el general Antonio Gutiérrez, que había llevado a cabo un espléndido trabajo de organización defensiva con unos medios muy escasos. Por ejemplo, sus 97 cañones, que se enfrentaban a los 393 de la flota inglesa, deberían haber sido manejados por 532 artilleros, pero contaba únicamente con 320, no todos de los cuales estaban totalmente adiestrados. La fuerza contra la que se enfrentaban estaba formada por unos 1.000 infantes de marina y marineros profesionales, disciplinados, adiestrados y bien armados, y aunque Gutiérrez nominalmente tenía a sus órdenes 1.669 hombres, de ellos únicamente 357 eran profesionales, y el resto milicianos isleños, veteranos y voluntarios. Tan sólo contaba con 500 mosquetes útiles, y el resto de los hombres tenía que usar picas, garrotes y machetes.
 
          Con sus 393 cañones, los barcos británicos podrían haber reducido a escombros a Santa Cruz, pero la guerra no era entonces como las de nuestros días; la denominada “guerra total” es una invención moderna. Aún así, el miedo se extendió entre la población. Aunque algunos ciudadanos aterrorizados escaparon con sus bienes hacia La Laguna y otros lugares que parecían seguros, la mayoría de los civiles, incluyendo el Cabildo de la Isla, cerraron filas y se pusieron incondicionalmente a disposición del general Gutiérrez. A los campesinos, que llegaban vestidos con harapos y sin zapatos a alistarse, había que suministrarles algún tipo de calzado; se encomendó a los panaderos que hiciesen tanto pan como fuese posible; tanta tela como se pudo se recogió para hacer vendas; los sacerdotes se asignaron a las distintas unidades para proporcionar apoyo espiritual a los soldados; las mujeres actuaron trasportando víveres y agua; y los médicos y sangradores se reunieron en la Plaza de la Pila preparados para desplazares con rapidez allí donde hiciesen falta sus servicios. Aún así, el grado de confianza no era muy alto. Aquellos sencillos isleños, junto a sus pocos soldados, se iban a enfrentar contra el reputado poderío del Imperio Británico.
 
          Sin embargo, aquella noche los hados estaban a favor de Tenerife. Sin sus mandos y desorientados, y en algunos casos sin armamento eficaz, los ingleses no parecían ser invencibles. Habían perdido a Nelson, el gran líder, sus fuerzas estaban divididas, atrapadas en el muelle o sitiadas en el convento, con un tercer núcleo intentando unirse al anterior, Los británicos, dirigidos por Samuel Hood, comprendieron que no serían capaces de conseguir el objetivo de conquista, pero intentado mantener la iniciativa, bajo una bandera de tregua, contactaron con Gutiérrez al que presentaron imperiosas demandas que fueron inmediatamente rechazadas, por lo que los británicos capitularon. Las condiciones finales eran sencillas:
 
                    “Las tropas pertenecientes a S.M. Británica serán embarcadas con todas sus armas de toda especie, y llevarán sus botes, si se han salvado; y se les franquearán los demás que se necesiten, en consideración de lo cual se obligan por su parte a que no molestarán al pueblo de modo alguno los navíos de la Escuadra Británica que están delante de él, ni a ninguna de las Islas en las Canarias, y los prisioneros se devolverán de ambas partes.”
 
          Gutiérrez podía haber insistido en que los británicos entregaran sus armas, como era normal en los derrotados, pero confiaba en ellos y era un caballero, de manera que no quiso aumentar su ignominia.
 
          A bordo del Theseus, Nelson que se encontraba tan deprimido que creía que su carrera como marino había llegado a su final, aceptó los términos de la capitulación, y el cierre de las negociaciones fue tan civilizado como amistoso. Se intercambiaron obsequios de cerveza y queso por parte inglesa y de vino por la española. Nelson incluso se ofreció a llevar a España, en nombre de Gutiérrez, las noticias de su propia derrota, lo que fue cortésmente aceptado. Y así, las Canarias siguieron siendo españolas, pero ¿que hubiese pasado si…?
 
          En el Museo Militar de Almeyda, en Santa Cruz, hay un gran diorama de la ciudad, maravillosamente detallado, presentando, en inglés, la secuencia de la batalla con sus momentos más destacados. También hay recuerdos de los combates. Se advierte que hay aparcamiento gratis en el recinto, que se encuentra apenas a diez minutos andando del centro de la ciudad. Pasada la entrada principal, un soldado le puede pedir que se detenga, porque Almeyda sigue siendo, al fin y al cabo, un establecimiento militar.
 
          También, desde el 22 de julio de este año, es posible seguir el desarrollo de la lucha en el frente marítimo de la ciudad. La Tertulia Amigos del 25 de Julio ha levantado unos hitos informativos en los lugares en que realmente se desarrollaron los acontecimientos, incluyendo donde Nelson resultó herido.
 
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