Un amiguito nuevo (Relatos - 11)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 10 de agosto de 2014).
 
 
          Estaba doña Virtudes, luego de cenar como un pajarito, sacando brillo a la encimera de la cocina, cuando sonó el timbre de la calle. ¿Quién llamaría a esas horas? No eran horas de llamar a la puerta de ninguna casa decente, más que por una emergencia.
 
          –Oh, Maruja –saludó a la vecina, con poco entusiasmo, después de comprobar observando por la mirilla que no se trataba de ningún extraño.
 
          Maruja, la más joven de la comunidad, soltera ella –más bien solterona–, era una mujer enfurruñada a todas horas, de las que fisgan aquí y allá, buscando de qué quejarse o por qué protestar a ésta o aquella vecina, la de al lado, la de enfrente, o las de arriba, del edificio de dos plantas de tres viviendas cada una.
 
          –¡Otra vez, doña Virtudes! –clamó la bruja, arrugando la nariz sobre la que se resbalaban las gafas de culo de botella, mirando a la dulce anciana como quien mira a un pérfido malvado, ese preciso día en que la anciana había cumplido sus noventa primaveras.
 
          –¿Otra vez qué, Maruja? –preguntó doña Virtudes, ignorando los malos modos de la vecina trasto que le había tocado en suerte, pared con pared.
 
          –Su perra –dijo desde el umbral, señalando con el índice acusador a Lulú, la perrita de doña Virtudes, tan anciana como su humana compañera de dichas y desdichas.
Lulú –chiquita y redonda como un barrilito–, al escuchar su nombre, alzó la carita de la que destacaban sus inmensos ojos de sapo, que fijó, cual personita asustada, en los que se veían tras las gruesas lentes de la bruja Maruja.
 
          –Y yo que creía que venías a felicitarme por mi cumpleaños –dejó caer la anciana, mirando los rulos que parecía llevar de por vida la Maruja, que "la Maruja" o "la bruja Maruja", la llamaban las vecinas.
 
          –Ah, hoy usted cumple años. Pues felicidades –masculló, frunciendo los labios como una trompetilla–. Pues nada –volvía a la carga la plasta vecina–, que otra vez.
 
          –Noventa –le cortó doña Virtudes, sin inmutarse, agachando la mirada hasta su fiel Lulú.
 
          –Noventa, ¿qué?
 
          –Sí, mujer. Que cumplo noventa años. Bueno, que cumplimos las dos. Porque en casa celebramos juntas los cumpleaños. ¿Verdad, Lulú?
 
         Lulú miró a doña Virtudes meneando el rabillo como un remolino, al escuchar que su adorada dueña hablaba de ella, que bien sabía el animalito cuándo se daba esa circunstancia. Maruja, a quien le picó la curiosidad, paró un instante el carro y sin pensarlo preguntó:
 
          –¿Es que su perra y usted nacieron el mismo día?
 
          –No exactamente, porque los chiquillos que me la trajeron, a las tres o cuatro semanas de nacer, no me indicaron el día exacto en que fue parida. Pero sí fue el mismo mes en que yo nací. Así que como a Lulú –volvió a mirarla la perrita y menear el rabillo– le dará igual día más, día menos, ambas celebramos el mismo nuestros cumpleaños. ¿Verdad, mi niña? ¡Ay, mi niña, qué bonita eres!
 
          Ya no era sólo el rabillo lo que meneaba de alegría Lulú, en ese instante era el culo entero y sus piececillos de largas uñas que, como castañuelas, sonaban al golpear sobre las brillantes losetas. ¡Purito jolgorio de perrita vieja!
 
          –¿Y cuántos años tiene su perra, doña Virtudes?
 
          –Dieciocho, cumplió hoy. Bueno, o hace una semana o los cumplirá en unos días, que ya te digo, Maruja, que eso es lo de menos.
 
          –Vaya, pues sí que es vieja la perra.
 
          –No lo digas así, que mira que suena mal, y ella entiende más de lo que crees y Lulú es muy sensible, que por ser un animalito del Señor, cuyo raciocinio no alcanza al del ser humano, no deja de tener sensibilidad –a Maruja le costó seguir esta última explicación–. Aunque yo te digo a ti, Maruja, que más sabe Lulú que mucha gente humana que yo conozco. Vamos que si sabe más –afirmaba doña Virtudes, mirando fijamente a los ojos de la otra.
 
          –Pues será muy lista y sensible su perra, pero ya van tres.
 
          –Lulú –le cortó de nuevo doña Virtudes, y de nuevo la perrita levantó la mirada hacia su anciana dueña.
 
          –¿Qué? ¿Lulú, qué? ¿Me va a dejar usted que le diga lo que venía a decirle? –se quejaba Maruja con los brazos en jarra.
 
          –Que se llama Lulú, mujer.
 
          –Eso ya lo sé. ¡Vaya por Dios, con la sensibilidad de Lulú y de la dueña! –recitaba, mirando al techo–. Pues todo lo sensible y lista que es Lulú y lo cochina que está hecha.
 
          –¿Mi Lulú, cochina? –Lulú agachaba las orejillas, como adivinando que hablaban de ella y no bien precisamente.
 
          –Sí, doña Virtudes, que van ya tres veces esta semana que se mea en la puerta. La última esta tarde.
 
          –¿Lulú? Imposible. ¿Mi Lulú? Te digo yo que no. ¿Acaso le has visto hacerlo? –inquirió, muy disgustada la anciana.
 
          Maruja negó con la cabeza.
 
          –Pero ¿y qué? Las pruebas son irrefun... fun... ta… tan. Eso que las pruebas son eh, vamos, que ha tenido que ser ella.
 
          Doña Virtudes inspiraba profundamente, para sosegarse. ¡Qué disgusto!
 
         –Lulú sale conmigo a pasear y hace sus cositas en la calle. Que las caquitas se las recojo yo con una bolsita de plástico, y el pipí lo hace siempre en la tierra del parque –explicaba turbada la anciana, dispuesta a defender a su adorada perrita a capa y espada–. Y además, ¿cómo iba a dejarla yo que se hiciera pis frente a tu puerta, Maruja? ¡Ay, por Dios! –cuanto disgusto tenía doña Virtudes.
 
          –Pues eso es que se le ha escapado a usted cuando deja la puerta de la calle entre abierta, después de fregar el pasillo, para que se le seque antes, que es su costumbre. Y la perra, su Lulú, la muy cochina –miraba a la perrita moviendo el índice, como quien regaña a un niño–, se va a mi casa y se mea en toda la puerta.
 
          Lulú miraba a Maruja y luego a doña Virtudes, con los ojos saltones, reclamando el rescate de su amadísima mamá humana. Entretanto, doña Filomena, viuda también de avanzada edad –era un edificio de viejos inquilinos–, tercera vecina de la planta baja, no perdía ojo de lo que allí ocurría, fisgando por la mirilla y aguzando el oído derecho, porque por el izquierdo ya sólo recibía el soplo de las corrientes de cuando dejaba dos ventanas abiertas.
 
          –Mi Lulú no es ninguna cochina, Maruja. Bien que la tengo yo educadita y limpia. Que mira que ofenderle a ella es ofenderme a mí. Y ahora mismito, Lulú y yo vamos a sacar la basura, y vamos a ver esa meadilla. ¿O la has limpiado ya?
 
          –Yo, qué voy a limpiarla.
 
          –Claro, la prueba del delito. Lulú, vamos a sacar la basura.
 
          Tres minutos tardó doña Virtudes en hacerle el nudo a la bolsa, sacarla del cubo y coger la correa de la perrita, que aunque nunca la sujetaba con ella en el parque de enfrente, y menos a esas horas tranquilas, por prevenir un más largo paseo improvisado, prefería llevarla consigo. Y a los tres minutos y medio, con Lulú pegadita a ella, se plantó delante de la puerta de la petarda vecina, que con sus morritos de trompetilla y los brazos cruzados sobre la abultada pechuga, señalaba con la mirada un reguero de pis seco que resbalaba por la puerta hasta hacer un charquito, ya más pastoso que líquido.
 
          –¡Mire! ¡Usted me dirá! Porque que yo sepa, en esta casa sólo hay un perro, vamos, una perra, y es la suya –sentenció la bruja Maruja.
 
          –Ya veo –decía doña Virtudes, sonriendo–. ¡Ay, mi niña bonita! Ya sabía yo que no habías sido tú, mi Lulú –y Lulú volvió a menear el rabo y alzar las orejillas.
 
      –Pero habrase visto. ¿Cómo que no ha sido su perra, doña Virtudes, si no hay otro perro en el edificio? –exclamaba Maruja, despendolada e indignada ante la negación de lo incuestionable.
 
          Doña Virtudes suspiró y miró condescendientemente a la vecina de rulos permanentes y soledad infinita.
 
          –¿No ves, Mercedes que es la meadilla de un machito? Las perras agachan el culo y hacen pis sin levantar la pata. Los perros levantan la pata y lo riegan todo. Eso es el pis de un perrito chico, lo digo por la altura del chorrito, no porque yo sea adivina. Lulú hace un charquito y no riega la pared, ni los árboles ni nada –pletórica de razones se quedó doña Virtudes–. Anda Lulú, vamos a tirar la basura –concluyó, tranquila al fin, dando por zanjado el triste asunto.
 
          –Pues levantaría el culo y manchó la puerta –dijo de súbito Maruja, desesperada ante los contundentes argumentos de la anciana vecina, que a todas todas le quitaban la razón, lo que le resultaba insoportable.
 
          En esas estaban cuando se abrió la puerta de la casa de doña Filomena y la viejilla asomó la cabeza. ¡Ya no podía aguantar más tanta injuria vertida sobre la perra viejita a la que tanto cariño tenía! Aunque en ello le fuese el mordisco envenenado de la víbora que vivía enfrente.
 
          –Yo creo que ha sido un perrito canelo que… –decía tímidamente, sin que la bruja Maruja le dejara terminar la frase.
 
          –¿Y a usted quién le ha dado vela en este entierro? –bufó Maruja.
 
          Doña Filomena dio un respingo y a doña Virtudes se le colmó el vaso de su enorme paciencia.
 
          –Lulú, ven, bonita –la llamó cuando la perrita se acercaba a la calle, deseando vaciar la hinchada vejiga que entonces ya le apretaba.
 
          Doña Virtudes indicó a la perrita un punto en el suelo, a un paso de la puerta de la Maruja.
 
          –Lulú, bonita mía, vamos a demostrarle a Maruja cómo hace pipí una perrita, para que vea que tú eres inocente de toda culpa.
 
          –Ay, por Dios, ¿qué tontería es esa, doña Virtudes? Ni que no hubiese visto antes mear a una perra.
 
          –Pisss… Pisss… Vamos, Lulú… Pisss –repetía doña Virtudes, mientras Lulú se preguntaba si su ama, de verdad, le estaba incitando a que dejara allí mismo, ¡dentro del portal!, el charco de pis que solía hacer a esas horas nocturnas–. Vamos, Lulú… Pisss…
 
          Y llegó el pisss. Ante los atónitos miopes ojos de la bruja Maruja, Lulú agachó el culillo, abrió las patitas y, con carita de felicidad, vació largamente su hinchada vejiga.
 
          –Ves cómo no podía ser Lulú, Maruja.
 
          –Es que a veces –se envalentó doña Filomena– la puerta de la calle se atasca con una losa que está algo levantada y no cierra, y por el hueco he visto colarse un perrito canelo –explicaba lo que antes no le dejó decir la huraña vecina de enfrente, cuando un perrito canelo, aquel que había visto doña Filomena, asomaba la cara de golfillo sabio por el hueco de la puerta sin cerrar, como bien indicaba la viejita.
 
          –Oh, ¿y ahora quién limpia esto? –se quejaba Maruja, cuando el perrito canelo entraba al portal como Pedro por su casa y, ante la atónita mirada de todas, levantaba la pata y, tan pancho él, regaba el marco de la puerta de la bruja inquilina.
 
          –Mira, un amiguito nuevo, Lulú –festejaba doña Virtudes, aguantando a duras penas la risa.
 
 
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