No nos cogerán con el culo al aire (Relatos - 6)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 29 de junio de 2014).
 
 
 
Santa Cruz de Tenerife, 29 de junio de 1797
 
 
          Subía María —la esposa de Melquíades el herrero— la calle del Castillo, camino de su casa, con su primogénito de la mano, que a sus doce años ya tenía más que edad suficiente para acarrear la cesta de chicharros que la madre había comprado en la playa a José y Ángel Luis, padre e hijo, pescadores de su confianza. Embarazada de ocho meses y pico, la empinada calle se le hacía (nunca mejor dicho) muy cuesta arriba. Así y todo, la joven esposa gustaba de ir a la playa a por pescado, porque así paseaba un rato sumergiéndose en la fresca orilla hasta casi las rodillas. “Oh, qué placer para mis pies hinchados”, pensaba ella, hacía un rato, sintiendo en la cara la brisa marina, mirando el lejano horizonte atlántico, al filo del cual se apreciaba la silueta de la hermana isla de Canaria.
 
          —Adiós, señora María —le saludó un soldado del Batallón que bajaba la calle.
 
          Al llegar María a la casa, Melquíades se despedía de Efigenio, el carbonero, que tiraba del burro que a su vez tiraba del carro a media carga de carbón. Efigenio saludó a María, como siempre, con un gutural hola o adiós, según la ocasión.
 
          —¿Y tú adónde vas? —preguntó ella a su esposo, al verle cargar con la pesada caja de madera donde guardaba algunas herramientas.
 
          —Al Castillo —al de San Cristóbal, se refería él—, que me ha mandado a llamar el teniente Grandi, que he de reparar un estropicio… la sobremuñonera de un cañón. Nada importante, en una hora estoy de vuelta… Vamos, digo yo, si bien me ha indicado el soldado que ha venido con el recado y no es mayor la avería.
 
          —¿Y tu padre? —preguntó María, extrañada de no ver al suegro fisgando tras la ventana.
 
          —Medio dormido, en su butaca, con un ojo abierto y otro cerrado, esperando los chicharros. Se queja de ahí abajo, que no ha pegado ojo esta noche, dice, de ganas de mear y no poder.
 
          —Jozú, pobrecillo… Pues no aso los chicharros hasta que estés de regreso. He comprado dos cabezas de jurel, 'pa’cer' un caldo, 'pal' escaldón —dijo ella, asiendo por la camisa al esposo y dándole un sonoro beso en la mejilla, desde la distancia que la panza de ocho meses y pico le permitía.
 
          —Voy contigo, padre —dijo el chiquillo, dando saltos de canguro, animal que, aun desconociendo su existencia, imitaba en sus juegos cada tres por cuatro.
 
          Melquíades asintió, y padre e hijo llegaron en un santiamén a las puertas del Castillo. Luego bajaron hasta el Baluarte de Santo Domingo, cuya artillería estaba al mando del vivaz teniente don Francisco Grandi Giraud, santacrucero de pro.
 
          —Ésta es la pieza, 'El Tigre '—indicó, palmeando el fornido cuerpo de bronce—. Ha cedido la sobremuñonera derecha y no afianza como debiera el cañón sobre la cureña, que en reposo da igual, pero en cuanto se haga fuego con él, ya no será lo mismo —explicaba Grandi al herrero.
 
          —Coser y cantar, mi teniente —decía Melquíades—. Pieza nueva, que aquí traigo, recién forjada no hace ni dos días, que bien sabe vuestra merced que soy herrero prevenido;  y clavos nuevos, y aquí paz y después gloria —concluía el herrero, siempre dispuesto a lo que fuere menester, con gran oficio y mejor voluntad.
 
          En la reparación estaba Melquíades, ante los admirados ojos de su hijo, al que también llamaba Melquíades, cuando de la playa llegaron voces roncas, reconocibles de inmediato para Grandi y los artilleros del Baluarte.
 
          —¡Mi teniente, mi teniente…! —gritaban a dúo los pescadores José y Ángel Luis.
 
          Grandi se asomó a la playa por la tronera, por donde 'El Tigre' enseñaba la boca al océano.
 
          —¿A qué ese griterío? —preguntó, como siempre hacía, a sabiendas de qué se trataba.
 
          —Cuatro libras de chicharros le hemos guardado, mi teniente —decía José, alzando una cesta de mimbre en la que se apreciaba el pescado, que fruto de aquella mañana les quedaba.
 
          —Pues venga, vendidos están —confirmó el artillero—, que buena pinta tienen desde aquí. Id a la puerta que ahora voy.
 
          —El trabajo ya está concluido, que es lo mismo que bien 'acabao' —confirmó Melquíades, al que gustaba redondear sus frases, convencido de que así adornaba la faena —. Este cañón ya está presto 'pa’morder' en el culo a los ingleses, que se dice que volverán por aquí, dicho sea de paso, mi teniente.
 
          —Que sea lo que Dios quiera, Melquiades, pero si nos hacen otra visita los ingleses —pensaba Grandi en los robos en la rada de la fragata española Príncipe  Fernando y la corbeta francesa La Mutine, en abril y mayo pasados—, no nos cogerán con el culo al aire, te lo digo yo, y eso mismo es lo que tú has de transmitir a quienes te pregunten, que no ha de decaer el ánimo de los paisanos.
 
          Despidiéndose estaban el teniente y el herrero en la puerta del Castillo, y aguardando a un lado los pescadores con la cesta de chicharros, cuando la guardia se cuadraba al paso del señor Gobernador y Comandante General de las Canarias, don Antonio Gutiérrez, que partía camino de su casa, en la calle San José, a dos minutos del Castillo Principal.
 
          —A la orden de Vuecencia, mi general —saludó Grandi, marcialmente.
 
         —Mi general don Antonio, que ya hacía días que no lo veía yo a Su Excelencia —saludaba zalamera la aguadora Segismunda, mostrando su más risueña expresión, que embellecía su redondito y sonrosado rostro—. ¿Un cacito de agüita fresca? —ofrecía tendiendo el artilugio de cobre con que se ganaba la vida.
 
          El General, cliente habitual de la aguadora, asintió con una sonrisa. Bebió con deleite el agua recién recogida de la pila de la plaza y, como siempre, pagó con tres generosos maravedíes a la muchacha. A la vez, Grandi arreglaba cuentas con José y Ángel Luis, que también como siempre, llevarían de inmediato el pescado a casa del teniente.
 
 
          En ese instante, en la soleada bahía de Cádiz, en el navío de línea HMS Captain, a un cuarto de milla al este del buque insignia Victory, almorzaban el contraalmirante Nelson y los capitanes  Miller, Troubridge y Hood.
 
          —Por los informes de Bowen y Hallowell —comandantes de las expediciones que robaron la Príncipe Fernando y La Mutine—, las defensas españolas en Santa Cruz son escasas y mal dirigidas. Por lo que auguro un fácil éxito para “nuestra empresa”.  Caballeros, ¡brindemos por la gloria que en breve alcanzaremos! —exclamó Nelson, alzando la copa de Oporto, lo que imitaron los demás, exultantes, henchidos de una victoria anticipada.
 
          —Serán, sin duda, las Canarias una plataforma atlántica extraordinaria para la Royal Navy —se adelantaba el impulsivo Troubridge a los futuros acontecimientos.
 
          —Y su conquista nos elevará a lo más alto de los anales de Gran Bretaña a los que aquí estamos —añadió el Contraalmiante.
 
          —¿A qué esperamos, pues? —inquirió Hood—. Aquí no hacemos nada, hay buques de sobra para mantener el bloqueo.
 
         —Jervis planea un bombardeo a Cádiz en unos días, y una incursión a tierra, según vayan las cosas. Luego partiremos nosotros hacia las Canarias. Todo a su tiempo, Hood. De donde están, no van a marcharse las islas… —hizo un alto para dar otro trago del caldo portugués—. Tengo entendido —prosiguió— que se hace buen vino en la Isla… Pues con él brindaremos no más allá de aquí a un mes, señores, al pie del mástil del Castillo Principal, donde ondeará nuestra bandera, para Gloria de Nuestro Rey —concluyó Nelson, apurando luego lo que quedaba en la copa.
 
         
          En casa de Melquíades, María servía la mesa. Los chicharros recién asados olían que alimentaba. El abuelo, con desérticas encías, más que morder, desgastaba a chupetones el pescado. El chiquillo se relamía con cada cucharada de escaldón que engullía, más a gusto con el gofio que con el chicharro. Melquiades pasó la fornida mano, con ternura, por la abultada tripa de la esposa. Ella sonrió, enamorada y feliz, aunque sin poder evitar sentir de súbito una gran inquietud.
 
          —¿Es verdad lo que se dice en el pueblo, Melquíades?... Que nos atacarán los ingleses de un momento a otro —se temía María.
 
          —Tú ni pienses en eso, mujer, que estás a puntito de parir. Y come tranquila, que si se llegan los ingleses, peor 'pa’ellos', que no nos cogerán con el culo al aire —concluía el herrero, con la boca llena de chicharro y gofio.
 
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