Aquí va a haber jarana, y de la buena (Relatos - 5)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 22 de junio de 2014).
 
 
Santa Cruz de Tenerife, 22 de junio de 1797
 
 
          —Ay, Juan Diego, no sabes cuánto me gusta pasear contigo por la Alameda —le decía Segismunda, una de las más jóvenes aguadoras del pueblo, a su apuesto novio, soldado del Batallón de Infantería de Canarias, cogida del brazo del hombre al que amaba, aquella tarde, cuando el sol se agachaba besando los tejados de las casas.
 
          —Más me gusta a mí —respondía él—, que así presumo de tener por novia a la mujer más bella de Santa Cruz… ¡Qué digo de Santa Cruz! ¡De la isla entera y de las Canarias y de toda España! 
 
          —Ay, Juan Diego, qué cosas dices… Y mira que me gusta que me las digas, aunque sean mentira, que bien sé que no soy guapa, y que me lo dices porque tú me miras con el corazón más que con los ojos —decía ella, con la boca chica, embelesada por las palabras lisonjeras de su amado, que además de militar era poeta.
 
          —Que te miro con el corazón es cierto, cariño mío, pero que mis ojos ven con toda nitidez y lo que ven en ti es pura hermosura, también lo es… Y no me contradigas, que hoy estoy especialmente sensible, y más a estas horas, cuando se tiñe de grana el cielo y tus ojos de miel se tornan gitanos —le decía él, a media voz, fijando sus pupilas en las de la aguadora—. ¡Deja que te bese, que me muero de ganas! Que más deseo tus labios que el aire que respiro, que aire hay mucho, y único es tu aliento, aguadora de mis entretelas… ¡Deja que te bese…! —le recitaba acercándole los morritos de piñón.
 
          —Ni se te ocurra, loquito, que hay gente que nos mira… Ay, qué cosas dices, Juan Diego…
 
          —¿Y qué? Que se retuerzan de envidia las entrañas de los mirones —susurró acercándose más a la novia el soldado del Batallón, sosteniéndola por la cintura.
 
          —Ahora, no, ahora, no… después, detrás de la fuente, que allí nadie nos ve, y menos ahora que ya se va el sol… 
Se refería Segismunda a la fuente del fondo de la Alameda del Muelle o de la Marina, que de ambas formas la llamaban los chicharreros. Que inaugurada hacía diez años, era el lugar preferido por los lugareños para resguardarse del calor, a la sombra que ofrecía la tupida copa de los árboles que allí crecían.
 
          —Fíjate cómo nos mira la Maruja. No nos quita de encima lo ojos de bruja, la muy cotilla —observó la muchacha, señalando con la mirada a otra aguadora que departía con unas mujeres a pocos pasos de los arcos de la Alameda.
 
          —Si esa mujer podía ser tu madre. 
 
          —Eso es lo malo, que es amiga de mi madre y luego le va con el cuento y mi madre me regaña.
 
          —Te regaña, ¿por qué?
 
          —Porque le va con el cuento de que me coges por la cintura y me acercas la cara, y esas cosas, Juanito…
 
          —¿Y qué? ¿No somos novios?
 
          —Ay, Juanito, que es mi madre, y ella no lo ve bien, que mi padre no le puso un dedo encima hasta la noche de bodas.
 
          —¡Cotilla desgraciada la Maruja! —exclamó el soldado, gruñendo como un mastín.
 
          —Por cierto, mi madre se va a Icod en unos días.
 
          —Mira qué bien. ¿Y a qué va tan lejos?
 
          —Mi hermana mayor, que está a poco de parir su cuarto chiquillo, y está pachucha. 
 
          Al escuchar aquello, Juan Diego se quedó un instante pensativo.
 
          —Pues tú debías irte con ella, aunque me parta el alma tenerte lejos —le dijo él, ahora serio.
 
          —¿Por qué dices eso, Juanito, cariño mío? ¿Es que ya no me amas? —inquirió Segismunda con los ojillos tristes, que resaltaban en su sonrosada carita redonda.
 
          —Por todo lo contrario, amor mío, mi vida, mi tesoro, porque te amo, y mucho, muchísimo. Pero este que te habla se teme lo que se teme… Sí, no me mires con esa carita de desconsuelo. Ya van dos ataque de los ingleses en la misma rada de Santa Cruz, con éxito, maldita sea —recordaba Juan Diego los robos en la misma bahía santacrucera de la fragata española Príncipe  Fernando y la corbeta francesa La Mutine, el 18 de abril y el 29 de mayo pasados, respectivamente—. Y no sólo vinieron a robar dos barcos. Estoy seguro de que tanteaban nuestras defensas. Y me da en la nariz, que a la tercera va la vencida.  Segismunda, que me temo un ataque en toda regla de los ingleses. Tenerife, si no todas las Canarias, es una presa ansiada por los hijos de la Gran Bretaña, y ahora, con nuestra Armada bloqueada en Cádiz y nosotros incomunicados… ¡Mal rayo les parta!  Así que no me parece mala idea que marches con tu madre a Icod y estés allí una temporada —y diciendo esto, suspiró largamente cogiendo las manos de su novia—. Y mira que sólo pensar en tenerte lejos ya me duele el corazón y el alma, pero es lo mejor. Aquí va a haber jarana, y de la buena. Mal que me pese, no me voy a equivocar —concluía el soldado.
 
          Segismunda bajó la mirada y suspiró también, pero enseguida alzó los ojos y los clavó en los de su novio.
 
          —En el pueblo, todos se lo temen. Y ya hay familias adineradas que se han subido a La Laguna, adelantándose al verano, y por algo será —explicaba Segismunda—. Pero yo, mi niño, tengo que vender muchos cacitos de agua para ganarme el pan, que mi madre es viuda y pobre, y en Santa Cruz me gano la vida y quiero seguir ganándomela, que sois los militares mis mejores clientes, y muy bueno que lo es el General don Antonio; y luego los marineros de los barcos que nos visitan, que después de ponerse tibios de vino y ron, con la boca seca de tanto alcohol,  me pagan a gusto un maravedí por un traguito de agua fresca. Pero esto que te digo, amor mío, no es lo más importante para mí. Lo más importante es que si hay jarana, como tú dices, aquí estaré yo, y muchas mujeres como yo, que prefieren estar junto a sus hombres, y más aún… en el combate. Que si hay tiros, con más razón, que a los parapetos llevaremos agua y lo que sea menester, que ya hace mucho calor y más que hará entrado el verano… No, Juanito de mi alma, a Icod se irá mi madre solita.
 
          —Ay, Segismunda, ¡cuánto te amo, mi valiente aguadora! —exclamaba el del Batallón, con un nudo en la garganta de pura emoción.
 
          En ese mismo instante, en la bahía de Cádiz, con la mar en calma, en su camarote del buque insignia de la Royal Navy, el navío de línea Victory, el almirante John Jervis leía la misiva enviada por el contraalmirante Horatio Nelson. Con trazos de mano inquieta, al final de detalladas explicaciones, se podía leer: “…los capitanes Ralph Willett Miller, Thomas Troubridge, Samuel Hood, Thomas B. Thompson, comandantes de los navíos Theseus, Culloden, Zealous y Leander; Thomas Francis Fremantle, Thomas Waller y Richard Bowen, al mando de las fragatas Seahorse, Emerald y Terpsichore; y los tenientes John Gibson y Henry Compton, comandantes del cúter Fox y la bombarda Terror. Todos, hombres de mi máxima confianza. Dos mil hombres sumamos, entre marinería e infantes de marina. El éxito de la empresa está asegurado. A la espera de sus órdenes, soy su más obediente y fiel servidor, Horatio Nelson.”
 
         
          En Santa Cruz, el sol ya se había ocultado tras los tejados enrojecidos, y al amparo de las sombras, tras la fuente de la Alameda, Juan Diego besaba a Segismunda.
 
 
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