Penurias municipales (1) (Retales de la Historia - 166)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 22 de junio de 2014).
 
 
 
          La economía municipal de Santa Cruz nunca ha sido boyante. Ni cuando comenzó su andadura como villa exenta sin disponer de arbitrios ni bienes propios, ni cuando transcurrido más de medio siglo alcanzó el título de ciudad, situación que se prolongaría en el tiempo. En este intervalo, designada capital de todas las Canarias, el único cambió experimentado en su hacienda consistió en ver aumentadas sus obligaciones. La mayor parte de las realizaciones se debía al entusiasmo y trabajo de unos ediles, que no dudaban en aportar de su peculio cuando era necesario, y a contribuciones de los vecinos. Así se logró el primer muelle embarcadero, el embaldosado de muchas calles, el primer cementerio, la Alameda de la Libertad o Plaza del Príncipe, el Parque Municipal.., y muchos vecinos, cuando no disponían de efectivo, aportaban su trabajo personal. Eran otros tiempos y otro concepto de la comunidad.
 
          En el siglo XIX, en la década de los setenta, la situación económica fue de verdad angustiosa y las deudas acuciaban a la corporación. Se debía dinero a los proveedores y contratistas, a los establecimientos benéficos, a los maestros y a los propietarios de las casas que ocupaban las escuelas, a los médicos y empleados municipales, algunos de los cuales, como el depositario Miguel de Cámara, habían adelantado dinero para atender urgentes obligaciones. Se debían varios años del censo de las aguas de Monte Aguirre, a la Academia de Bellas Artes y eran escandalosos los atrasos en los ingresos obligatorios del contingente provincial a la Diputación y a la Hacienda. En junio de 1870 el alcalde accidental Emilio Serra propuso realizar una operación financiera por 4.000 reales para poder atender los más perentorios gastos del tercer trimestre, por no haber ni un céntimo en caja.
 
          Entretanto, se hacía lo que se podía y, para el día de Santiago, se trasladaron los faroles de la calle de la Marina a la Alameda de la Libertad para alumbrar el recinto festivo, se repartieron a cargo de los concejales 400 libras de pan a los pobres y se invitó a la Sociedad Filarmónica a participar -“si lo tiene a bien”- en la función cívico-religiosa, naturalmente siempre que no cobrara.
 
          Pero los apuros seguían y la Diputación reclamaba el contingente con que se debía contribuir a sus gastos, y, por si fuera poco, el capitán general Luis Serrano insistía en que el ayuntamiento costeara el nuevo cuerpo de  guardia que se había derruido para ampliar la entrada del muelle. La situación se agravó cuando la administración de Hacienda presentó apremio por atraso en el ingreso de las contribuciones, y se acordó solicitar el apoyo del gobernador civil para lograr un aplazamiento, pedir un adelanto a los contribuyentes, hipotecar los derechos del agua y suspender todo pago del municipio.
 
          El 27 de noviembre, estando la corporación en sesión extraordinaria, que vino a resultar de sainete, se presentó el comisionado de apremios de la Diputación Provincial para hacer efectivas las 5.495 pesetas correspondientes a la cuota del primer trimestre, que no se habían ingresado en el plazo reglamentario. Como ya la Diputación conocía que las cajas municipales estaban vacías y era imposible cobrar en dinero contante, el comisionado venía preparado y exhibió un auto judicial para embargar bienes de los concejales. Había que buscar una solución sobre la marcha y, entre protestas, polémicas y controversias, a alguien se le ocurrió pedir al comisionado que presentara certificación de que estaba debidamente acreditado para proceder al embargo. Esto no lo había previsto ni la Diputación ni el juez, por lo que se acordó no admitir la notificación hasta que no se cumpliera este requisito.
 
          La petición al gobernador civil Bonifacio Carrasco para que intercediera ante la Diputación Provincial, no había merecido la atención de aquella autoridad política y, aunque poco después se concedió una prórroga de quince días para el pago -que tampoco se pudo cumplir-, cuando el gobernador Carrasco ofició al ayuntamiento comunicándole que había sido trasladado y marchaba a la Península, la corporación no le dedicó ni una frase de despedida, como se solía hacer protocolariamente, y se limitó a hacer constar en el acta correspondiente… “cuyo escrito oyeron leer con satisfacción los Sres. Concejales”.
 
          La Diputación Provincial volvió a la carga poco después con varias notificaciones de apremio por varios conceptos por un total de 6.240 pesetas, con recargo del 5 por ciento. Mientras, la firma Le Brun y Davidson, la misma que regaló el reloj para la torre de San Francisco, reclamaba 275 pesetas por un  carro para la basura que el ayuntamiento le había comprado hacía siete años.
 
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