Los Bandos: ¡De orden del señor alcalde...! (y 2) (Retales de la Historia - 163)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el  de junio de 2014).
 
 
 
          Desde 1750 ya había imprenta en Santa Cruz, la de Josef Pablo Díaz Romero, traída por el comandante general Juan Urbina, empresa que continuó después de fallecido su propietario en manos del italiano Miguel Ángel Bazzanti, a partir de 1781, bajo los auspicios de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, con sede en La Laguna. No obstante pasaron años hasta que los bandos y  proclamas de las autoridades locales empezaran a aparecer en papel impreso, no así el general Urbina, que desde un principio comenzó a editar sus órdenes en esta primera imprenta.
 
          Los bandos municipales abarcaban muy diversos temas de la vida comunal que incidían de forma determinante en las actividades y en el día a día de los vecinos. Por ejemplo, en 1797 el alcalde publicó un bando como consecuencia de una denuncia formulada por el síndico personero José Víctor Domínguez sobre la carestía de los comestibles, lo que achacaba a la intervención de las “revendedoras y regatonas”. Antes de decidir el alcalde ordenó consultar con el asesor letrado José de Zárate y Penichet y, a la vista de su informe, publicó un bando prohibiendo la venta a las revendedoras en que se advertía que “los que traigan productos para vender en la villa, sean de la tierra o pescado, los deben exponer para su venta en la plaza de la Pila hasta las diez de la mañana, a partir de cuya hora podrán ofrecerlos a los que tengan ventas establecidas, pero nunca a revendedoras o regatonas”. También se especificaban las multas y sanciones establecidas a los incumplidores.
 
          El año siguiente, siendo entonces alcalde el citado José de Zárate, ante la inveterada costumbre de algunos vecinos de criar los cerdos sueltos en las calles de su barrio, publica un bando prohibiendo dicho proceder. En el mismo se ordenaba que los cerdos que se encontraran en las calles serían llevados a la carnicería pública para ser sacrificados y multados sus dueños con cuatro reales.
 
          Un año más tarde el alcalde José María de Villa publicó otro bando bien curioso por el que se prohibía que se vendiera al fiado a los marineros franceses. Se desconocen, aunque pueden suponerse, las razones inmediatas de esta prohibición, pero lo más sorprendente de este bando es que está fechado en la “Villa y Plaza de Sta. Cruz de Santº.” Aunque ya se conociera extraoficialmente la concesión del título de Villa para el hasta entonces Lugar y Puerto, el documento oficial de este privilegio de villa exenta no llegaría a Santa Cruz hasta 1803.
 
          Otro bando del mismo alcalde, y casi de la misma fecha, está relacionado con la proximidad de las fiestas de las Carnestolendas, tan arraigadas desde siempre en Santa Cruz. Por el mismo se prohibían las máscaras en Carnaval, no sólo en los espacios públicos, sino incluso en las casas particulares, lo que nos platea el interrogante de cómo se podría controlar este último aspecto.
 
          En 1803 vuelve a ocupar la alcaldía José de Zárate y, persuadido de que salvo algunos individuos aislados y fáciles de controlar, la generalidad del pueblo sabría comportarse, explica en un nuevo bando que publica el 28 de febrero que “se había propuesto disimular en estos días la diversión de máscaras”. No obstante, dice, que por advertencia del comandante general, el mariscal de campo José de Perlasca, se veía obligado a prohibir este tipo de diversión, y que toda máscara y disfraz sería detenida y penada nada menos que con 15 días de prisión y 50 ducados de multa. La medida parece totalmente desproporcionada a la supuesta falta y da la sensación de que Perlasca consideraba un grave delito el simple hecho de disfrazarse con fines festivos, más aún si se compara esta pena con la ya citada multa de cuatro reales al propietario de los cerdos que estuvieran sueltos en las calles.
 
          Pero no hubo manera de frenar tan arraigada y popular tradición festiva. Las prohibiciones continuaron y se repetían todos los años o cada poco de ellos, según los vientos políticos, el humor o la comprensión y tolerancia de los que ejercían el mando, incluso hasta el pasado siglo XX. Hoy el Carnaval de Santa Cruz es uno de los más importantes de nuestro entorno cultural, en el que la fantasía de los disfraces alcanza cotas sorprendentes y es de los más pacíficos y seguros del mundo.
 
          Los bandos, especialmente a partir de que se comenzaran a emitir impresos, fueron perdiendo su  espontaneidad  característica y, si se nos permite la expresión,  “la gracia” de los que se hacían manuscritos, al ir también cambiando el estilo de redacción, más impersonal, frío y escueto, de acuerdo con los tiempos y las normas en uso en las comunicaciones de las instituciones oficiales. Los modernos canales de comunicación han acabado con aquellos en los que, aunque fueran conminatorios o incluso amenazantes,  se hacía patente la cercanía del administrador con los administrados.
 
          Hoy, aunque existieran, ya no serían lo que eran.
 
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