Los Bandos: ¡De orden del señor alcalde...! (1) (Retales de la historia - 162)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 25 de mayo de 2014)
Una vez terminada la conquista, la organización de los primeros núcleos poblacionales debió responder más a las conveniencias de los personajes que por su aportación a la conquista o por su proximidad a la máxima autoridad del Adelantado, representaban una elemental élite en aquella incipiente sociedad. En La Laguna, sede del Cabildo, la inmediatez en el conocimiento de las necesidades y demandas de los vecinos facilitaría y agilizaría las normas de convivencia y organización municipal.
Sin embargo, en Santa Cruz, puerta de entrada de viajeros, mercancías y cuantos elementos eran necesarios para el abastecimiento de los colonizadores, con todo lo que conlleva el trajín no fácilmente controlable de un puerto, la situación debió ser diferente y, tal vez, próxima a lo caótico. Esto hizo que cuando apenas habían transcurrido quince años desde el establecimiento del primer campamento en las playas de Añazo, fueran los propios vecinos los que solicitaran del Cabildo que dictase algunas normas de gobierno y organización. En junta celebrada el 27 de julio de 1509, Alonso de las Hijas, regidor y fiel ejecutor, informó que a petición de los vecinos había bajado a Santa Cruz y, de acuerdo con ellos, hizo cierto asiento y ordenanza por do fuese regida dicha villa, lo que fue aprobado por el Cabildo. Tal vez sea esta la primera noticia de normas de organización de la vida municipal de Santa Cruz, cuyo alcalde nombrado por el propio Cabildo era, desde 1501, Bartolomé Fernández Herrero. Y llama la atención el hecho de que se denomine al lugar villa, cuando aún no lo era oficialmente.
A partir de entonces las normas, órdenes y reglamentos se ponían en conocimiento del pueblo por medio de autos de buen gobierno que según su importancia se pregonaban en los lugares más frecuentados o simplemente se colocaban en forma de bandos manuscritos en la puerta de la parroquia, en la plaza principal, en la entrada del desembarcadero o junto al mercado de las verduras. Este era el proceder común seguido por el ayuntamiento, cabildo o jefe militar.
En algún caso, hubo autoridad que parecía recrearse en la publicación de bandos, como fue el caso del comandante general Miguel López Fernández de Heredia, que adquirió fama por ello. Decía Lope Antonio de la Guerra que "nada más llegar en 1768... publica muchos bandos. Estos eran para el aseo de las calles, que no se tuviesen en ellas cochinos: que después de las diez no se saliese sin farol: que después de las nueve no hubiese juegos de naipes en ventas ni otros semejantes parages, con otras muchas de estas cosas, que el ser tantas estorbaba que se supiesen. Estableció también que se pusiesen faroles en las fronteras de las casas para que las calles estuviesen iluminadas."
En ocasiones estos bandos concernían a fechas o situaciones concretas, como el publicado por el alcalde José Víctor Domínguez en 1792 prohibiendo "hogueras o candeladas y tiros dentro del poblado... en la víspera de la noche de San Juan, bajo pena de 4 ducados de multa y 8 días de cárcel." Pero más curioso es el publicado el año siguiente en el que, entre otras cosas, se dice: "Que todas las mujeres solteras que no sean naturales de este pueblo y existan en él sin más oficio ni beneficio que el de su libertinaje escandaloso, se retiren a sus Patrias dentro de ocho días que empezarán a contar en el de la fijación de éste, bien entendidas de que pasados serán arrestadas y remitidas a los lugares de su nacimiento, por convenir así al servicio de Dios y bien de este público que se halla recargado de tales mujeres." Por lo visto, para ejercer el llamado oficio más antiguo del mundo, bastaba con las naturales del país.
La primera actuación de Domingo Vicente Marrero cuando se hizo cargo de la alcaldía en enero de 1797 fue la publicación de un amplísimo auto de buen gobierno, del que entresacamos las siguientes prohibiciones: "prohibición de palabras o cantos obscenos y blasfemias, bajo pena de cárcel; no andar en cuadrillas de noche, ni pararse en las esquinas, ni pararse a conversar gentes de distinto sexo; bodegas, ventas y tabernas deben disponer de mostradores que impidan el paso del público y de luces con resguardo de farol; que nadie compre cosa alguna a sirvientes ni hijos de familia, a menos de que sean conocidas como sus legítimos dueños; no correr con caballerías por calles ni plazas, ni menos sobre embaldosados y aceras, ni atarlas a puertas y ventanas; que los hombres no asistan a la Pila y chorro después de las Oraciones, que sólo podrán ir las mujeres; que los vecinos limpien de piedras y basuras el frente de sus casas, absteniéndose de arrojar aguas inmundas;" etc. etc.
Como bien hace ver el profesor Cioranescu, son las prohibiciones, y no las permisiones, las que nos da cabal cuenta de las costumbres y usos de una comunidad.
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